Por un debate público plural
Con apenas un día de diferencia, en
dos medios de muy diferente grado de difusión han aparecido sendos artículos
que abordan el tema de la prohibición de la prostitución. El primero –publicado en El
País- es, a mi modo de
ver, el típico artículo escrito por una persona de “letras”, en el que apenas
hay sustento empírico en el que apoyar la opinión favorable al abolicionismo.
De acuerdo con su autora, toda prostitución es forzada. Y lo es incluso en el
caso de que la meretriz tenga la vida resuelta. Para sostener tal propuesta, la
autora se basa en una obra literaria de contenido autobiográfico en la que su
protagonista parece que cae en la prostitución como consecuencia de su
experiencia familiar y termina por suicidarse.
El otro artículo –publicado en el blog Nada es gratis- aporta
los resultados de un par de estudios sobre las posibles consecuencias de la
despenalización, bajo ciertas limitaciones, de la prostitución. Su autor es muy
cauto y advierte sobre lo aventurado que podría ser extrapolar estos casos a
otros países o regiones.
Con
independencia del escabroso tema que ambos artículos abordan, lo que me llama
poderosamente la atención es el modo en que se acercan a esta cuestión. El
primer texto es básicamente un artículo de opinión en el que su autora parece
apelar a los sentimientos de sus lectores para que se unan a la causa
abolicionista al tiempo que parece lanzar una admonición al actual gobierno
para que apoye su punto de vista. El segundo es un texto que parte de los pocos
datos empíricos e investigaciones que existen sobre el tema. Frente al carácter
más bien ideológico del primero, el segundo parece poner el énfasis en la
capacidad de discernimiento del lector.
Ni qué
decir tiene que el primer texto está publicado en el diario más leído en España
y el segundo lo está en un blog de amplia difusión, pero muy lejano del número
de lectores del periódico. Creo que en España hay una cierta tendencia a que el
debate público no se base en la investigación disponible, sino que muestra una
cierta proclividad a fundamentarse en lo que pueda decir quien tenga la
envidiable capacidad de escribir bien, lo que podría explicar la presencia de
tantos literatos –y también filósofos- en nuestra conversación pública. Es,
hasta cierto punto, lo que desbrozaba magistralmente Ignacio Sánchez-Cuenca en
su libro La desfachatez intelectual. Es posible que, quizás obsesionados
con los sexenios, los científicos no tengan muchos incentivos para participar
en los debates públicos.
Acabo con
una experiencia personal. Por razones que serían prolijas de explicar, decidí
hacer el último año de la Secundaria Superior –el COU de aquel entonces- en un
grupo en el que se cursaban Matemáticas y asignaturas como Literatura (en este
caso, solo la del siglo XX: un verdadero lujo) e Historia del Arte (aquí era
toda la historia: desde el paleolítico al arte abstracto). Recuerdo -con cierto
horror- como, especialmente en las clases de Literatura (pobladas
mayoritariamente por alumnos de “letras”), cada cual era libre de decir lo que
le viniera en gana, siempre y cuando lo hiciera con un mínimo de solvencia
lingüística, sobre asuntos como, por ejemplo, las posibles ventajas de una
dictadura (Franco había muerto pocos años antes) frente a una democracia sin
que hubiera la más mínima necesidad de recurrir a dato alguno. Para alguien
habituado a la claridad de las Matemáticas, esto era un infierno.
Creo haber
vivido por completo alejado de cualquier veleidad corporativista, pero viendo
el panorama, quizás no estaría de más pensar en incrementar la presencia de las
ciencias sociales –a costa, claro está, de otras asignaturas- en nuestro
Bachillerato.
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