viernes, 13 de diciembre de 2024

ChatGPT: un aliado para la docencia

Son muchos los profesores, especialmente los de universidad, preocupados por los efectos nocivos que sobre el estudiantado pudiera derivarse del uso de la inteligencia artificial (IA). ChatGPT —o cualquier otra aplicación similar— tiene la capacidad de redactar prácticamente cualquier trabajo que se le solicite, lo que puede abrir la puerta al fraude académico.

En realidad, esta probabilidad de fraude no es ninguna novedad. Hasta ahora, quien así se lo pudiera permitir podría encargar la redacción de un texto a otra persona (pagando por ello, si es que fuera el caso). La novedad que introduce la IA es que tal posible encargo está ya al alcance de cualquiera. Lo que parece claro es que nunca se debió aceptar la mera entrega de un trabajo como un elemento evaluable (cosa que hasta hace poco ocurría con los Trabajos de Fin de Grado en algunas facultades). A partir de ahora, no quedaría más remedio que todo escrito que presente un estudiante deba ser defendido en público (o si se quiere ante el profesor en una sesión cara a cara).

Pese a que alguna profesora (se puede ver un caso viral en https://time.com/7026050/chatgpt-quit-teaching-ai-essay/) ya ha anunciado su voluntad de abandonar la enseñanza universitaria ante la irrupción de la IA, creo que son muchas las ventajas que se pueden derivar de su uso. Para empezar, todo estudiante tiene la posibilidad de autoevaluar su propio escrito (aunque pueda no ser muy propio si lo copia directamente de ChatGPT). En mi caso, esto es lo que propondré a mis estudiantes que escriban en ChatGPT:

Evalúa este texto que adjunto escrito por un estudiante universitario de sociología. Indica qué ha hecho bien, qué puede mejorar. qué debe modificar. Analízalo teniendo en cuenta la claridad expositiva, la coherencia, la inteligibilidad, sus posibles aportaciones y la riqueza léxica. Dime qué nota le pondrías del 1 al 10.

Gracias a esta estrategia, podré gestionar mejor el gran volumen de textos que he de evaluar, obteniendo observaciones detalladas que, de otro modo, me sería imposible ofrecer de manera individual. De este modo, ningún estudiante tendría excusa para presentar un texto mal redactado o incoherente.

El siguiente paso es la exposición y defensa pública de tal escrito. En mi caso, lo que propongo es que una semana antes de la exposición cada estudiante me envíe un texto de entre 200 y 300 palabras. Este será la base de su exposición. El estudiante debe ser consciente de que los códigos de comunicación escrita y oral son muy distintos. Además, se debe evitar a toda costa la mera lectura de un texto (últimamente hay muchos estudiantes que exponen leyendo directamente desde su móvil, lo que reduce el contacto visual con el público a su mínima expresión).

Finalmente, la defensa consiste en responder a las preguntas y aclaraciones que hagan tanto el profesor como sus compañeros. Este proceder fomenta un aprendizaje más profundo y un mayor compromiso del estudiante, quien deberá dedicar más tiempo a la preparación y exposición de su trabajo.

Por supuesto, es importante tener en cuenta que ChatGPT no es infalible. Su tendencia a "alucinar" —es decir, generar respuestas erróneas o imprecisas exigen cautela y una revisión crítica de sus sugerencias.

Quizás en breve será posible subir grabaciones de las exposiciones y debates para que la IA evalúe también estos elementos. Mientras tanto, recomiendo a los estudiantes realizar grabaciones en vídeo a modo de ensayo previo a sus presentaciones. Este proceso, aunque implica más trabajo, puede mejorar sus habilidades comunicativas.

Téngase en cuenta que escribo desde mi experiencia como profesor de Sociología. Soy plenamente consciente de que las aplicaciones y retos de esta herramienta variarán en función del área de conocimiento. En mi opinión, ChatGPT puede convertirse en un aliado para la docencia.

 

 

martes, 1 de octubre de 2024

El viejo sueño de una doble oferta pública de escolarización. 
A propósito del informe de Save the Children 
sobre la escuela concertada. 

Cuando allá por el año 1984 se debatió en las Cortes lo que posteriormente sería la LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educación), el entonces ministro de Educación, José María Maravall, señaló que con esta norma se configuraba una doble oferta pública escolar de centros sostenidos con fondos públicos: los públicos y los concertados. De hecho, más del 90% de los centros escolares de este país están financiados por el erario. 

La LODE estableció que tanto unos como otros contasen con criterios similares de admisión del alumnado y con competencias parecidas de participación de sus respectivas comunidades educativas. Casi cuarenta años después de la aprobación de esta ley, continuamos discutiendo sobre el modo en que la mayoría de los concertados y una minoría de los públicos se las apañan para seleccionar a su alumnado. En lo que se refiere a la participación, parece claro que ha sido un fiasco en casi todos los centros. La derecha consideró la LODE un asalto a la libertad de enseñanza. Si los criterios de matriculación son los mismos en todos los centros sostenidos con fondos públicos, ¿cómo se garantizaría el mantenimiento del ideario de los concertados? Hoy en día, casi todos ellos -un 75%- tienen un ideario católico. Si a esto se añaden competencias del Consejo Escolar -en el cual están los padres y las madres- como las de proponer quien sea el director del centro o intervenir en la contratación y despido del profesorado, el ideario fácilmente podría desvanecerse. Es decir, con la LODE en la mano, nada impide que en un centro católico se pudieran matricular alumnos no creyentes cuyos padres podrían participar en la decisión de qué profesores contratar. Tal era el nivel de competencias de este Consejo Escolar que ciertos sectores conservadores no dudaron en considerarlo una especie de “soviet”. Conviene no perder de vista que el tema de la participación de la comunidad escolar fue quizás el elemento más polémico de la ley. Lamentablemente, basta con ver los bajísimos porcentajes de participación de padres y madres en las elecciones a Consejo Escolar de centro para comprobar que esto no ha funcionado. 

La realidad, y esto lo censura el informe de Save the Children, es que casi todos los centros concertados segregan al alumnado. No tendría que ser así: el informe indica que hay países -como Inglaterra o los Países Bajos- en los que, contrariamente a lo que sucede en España, no hay diferenciación de estatus socioeconómico entre los concertados y los públicos. 

Los centros concertados tienen muy fácil la selección de su alumnado. Son varios los elementos que permiten hacerlo. Los principales serían el cobro de cuotas, la posible imposición del ideario del centro tanto al alumnado como a las familias y los criterios de evaluación de las solicitudes de matriculación. 

Ningún centro concertado debería cobrar cuotas, pero se hace. El motivo aducido para tal cobro es, y seguramente con toda la razón, que el concierto no cubre los gastos de escolarización. Es verdad que algunos centros hacen una interpretación abusiva de tales gastos, llegando a incluir en ellos, por ejemplo, las clases de natación en horario curricular. Pese a que en algunos centros las cuotas son más bien bajas, lo cierto es que suponen un dispendio que excluye a las familias con menos recursos. 

En todo caso, resulta sorprendente que una violación tan flagrante de la ley se venga produciendo desde la aprobación de la LODE. Con el objetivo de evitar esta discriminación, el informe de Save the Children solicita una “financiación adecuada” de los concertados, lo que dicho en román paladino significa incrementar los conciertos. Con ello, estos colegios ya no tendrían la excusa o la necesidad de cobrar cuotas. El informe va más allá y solicita que se concierten igualmente las etapas no obligatorias que se suelen impartir en estos centros: la infantil y la secundaria superior (bachillerato y ciclos formativos de grado medio). Se pide concertar la infantil porque muchos centros otorgan puntos en las solicitudes de matriculación de aquellas familias que han matriculado a sus retoños en esta etapa ofrecida por el propio centro. Es lógico y comprensible que las familias que matriculan a sus hijos en esta etapa deseen que estos continúen en la primaria en el mismo colegio. Si queremos evitar esta segregación o bien se suprimen los puntos por haber cursado infantil en el centro, o se concierta esta etapa. Creo que tampoco la concertación de la secundaria superior debería ser un problema. Parece injusto que una familia con pocos recursos se vea obligada a irse a la pública al acabar la ESO lo que puede legitimar las becas que concede la Comunidad de Madrid. 

El informe presta poca atención al carácter excluyente del ideario. En principio, nada podría impedir que una familia musulmana o judía escolarizase a sus hijos en un centro católico. Lo único que indica la normativa es que se debe respetar ateniéndose a eso que el Tribunal Constitucional llamó la “virtualidad limitante” del ideario. En su sentencia de 13 de febrero de 1981, el alto Tribunal indicó, refiriéndose a la libertad de cátedra, que tal “libertad es, sin embargo, libertad en el puesto docente que ocupa, es decir, en un determinado centro y ha de ser compatible por tanto con la libertad del centro, del que forma parte el ideario. La libertad del profesor no le faculta por tanto para dirigir ataques abiertos o solapados contra ese ideario, sino sólo para desarrollar su actividad en los términos que juzgue más adecuados y que, con arreglo a un criterio serio y objetivo no resulten contrarios a aquél. La virtualidad limitante del ideario será sin duda mayor en lo que se refiere a los aspectos propiamente educativos o formativos de la enseñanza, y menor en lo que toca a la simple transmisión de conocimientos, terreno en el que las propias exigencias de la enseñanza dejan muy estrecho margen a las diferencias de idearios”. 

Tal y como se indica en una sentencia posterior -la número 77/1985, de 27 de junio. – tal virtualidad se aplicaría también a padres y a alumnos. Esto es lo que dijo: 

En cuanto al hecho de que el art. 22, núm. 1, mencione los derechos de los miembros de la comunidad escolar (profesores, padres y alumnos), omitiendo el deber de éstos de respetar el ideario del Centro, no tiene por qué suponer, ni que tal deber no exista (o no tenga virtualidad limitante) ni que se produzca una inversión de la relación general establecida en ocasiones anteriores por el TC en supuestos de conflicto o concurrencia entre los derechos de los citados miembros de la comunidad escolar y los del titular del Centro.

No sabemos cuántos centros exigen de un modo abierto o solapado comulgar con el ideario -declararse o ser considerado católico, en definitiva-, ni cómo lo hacen. Ignoramos cómo reaccionaría un centro católico si a él acudiera una madre vestida con una indumentaria que indicara su pertenencia a un credo religioso distinto al del centro. 

Finalmente, está el tema de los criterios de admisión al centro. El informe de Save the Children es rotundo: se deben eliminar todos los criterios con potencial excluyente. Aquí se citan los de tipo dinástico -familiares que estudiaron en el centro o que hayan pertenecido a determinadas asociaciones- o los ya citados de matriculación en infantil. 

Sin duda, todas estas propuestas son polémicas. Si partiéramos de cero, seguramente lo ideal sería que la práctica totalidad de la enseñanza fuera pública. Este es, entre otros, el caso de Finlandia. Lo llamativo de este país es que, gracias al elevado nivel formativo de su profesorado, las familias consideran que la mejor opción es matricular a sus hijos en el centro más próximo a su domicilio. Cualquiera que tenga o haya tenido hijos en edad escolar, sabe de la tortura que supone elegir centro (tanto entre los públicos como entre los concertados) cuando tal cosa es posible (en poblaciones pequeñas puede haber solo un centro). 

En todo caso, tenemos a un altísimo porcentaje de conciudadanos que prefiere la concertada a la pública. De hecho, lo habitual es que en la primera haya más demanda que oferta. Quizás habría que preguntarse por qué sucede esto. En mi opinión, no todo se debe al deseo de diferenciación social o de la voluntad de evitar a la población inmigrante. Lo que está claro es que hay algunos elementos diferenciales que juegan en favor de la concertada. Entre ellos se podría considerar una mayor estabilidad de las plantillas que en la pública -lo que pudiera estar detrás de una posible fuerte identificación con el centro y de un mayor compromiso con la actividad docente escolar y extraescolar-. Otro factor es la posible inexistencia de comedor en la ESO en los centros públicos. En los IES no suele haber comedor, pero sí hay algún centro de primaria próximo de cuyo comedor se podría hacer uso (es lo que hace, por ejemplo, el IES Ortega y Gasset de Madrid). Y, sin ánimo de ser exhaustivo, los centros públicos, a diferencia de los concertados, tienen mayoritariamente jornada escolar continua. Ignoramos hasta qué punto esto puede influir en la matriculación, pero cabría pensar que esto pudiese perjudicar a la pública. 

En definitiva, lo que pide Save the Children es que los centros concertados cuenten con mayor financiación, algo que es muy difícil de asumir para cierta izquierda que desearía, pura y simplemente, su desaparición. En mi opinión, esto ya no sería posible. Lo importante es acabar con la segregación social que hace la concertada. Hay quien considera que la razón de ser de la concertada es la diferenciación social. Con la propuesta de Save the Children se podría superar esta discriminación y, quien sabe, su razón de ser.

jueves, 29 de agosto de 2024

Algunas diferencias y semejanzas entre los votantes de las derechas y de las izquierdas.

                                                 Algunas diferencias y semejanzas

entre los votantes de las derechas y de las izquierdas.

 

Recientemente, y como lo hace cada año, el CIS ha publicado su estudio relativo a la opinión acerca de la fiscalidad (estudio 3469). Se trata de un sondeo que suele pasar relativamente desapercibido (quizás debido a su publicación en pleno verano). No solo contiene una información muy valiosa para conocer la opinión de los españoles sobre aspectos relacionados con los impuestos -de la que aquí se ofrece una selección-, sino que -como se verá- se añaden algunas cuestiones más.

             En determinados temas hay grandes diferencias no solo entre los electores de derechas y de izquierdas, sino que también las hay entre los votantes de cada uno de los cuatro partidos de ámbito nacional (el tamaño de la muestra no permite decir gran cosa sobre el resto de las opciones políticas).

             Empezando por los puntos de consenso, se observa que los votantes de cualquiera de los partidos señalan un elevado grado de respeto a las opiniones ajenas. En una escala del 0 al 10, donde 0 equivale a considerar nada importante tal respeto y 10 a creerlo muy importante, la media es de 9,09. Está por encima de 9 entre los votantes del PP y del PSOE y algo por debajo de esta cifra entre los de Vox y los de Sumar. Estos datos coinciden con los del igualmente reciente estudio sobre felicidad y valores sociales en el que se detectaba que algo más del 80% de la muestra considera que la democracia es preferible a cualquier forma de gobierno, siempre y en cualquier circunstancia. Así lo piensa algo más del 90% de los votantes del PSOE y algo menos de este porcentaje quienes optan por Sumar. En el caso del PP, el 83,2% está de acuerdo con esta proposición y en el de Vox tres de cada cuatro también lo están. Sin duda, se trata de una buena noticia para la salud de la democracia.

             A partir de aquí, casi todas las cuestiones planteadas muestran grandes diferencias entre las derechas y las izquierdas. Esto se ve claramente en el tema de las guerras culturales, en concreto en cuestiones como la valoración de la calidad de la enseñanza o el gasto público en cultura. De este modo, el 50% de la muestra considera que la educación funciona muy o bastante satisfactoriamente. Tal porcentaje baja al 40% entre los votantes del PP y desciende a un 31,5% entre los de Vox. Por el contrario, el 60% de los electores de izquierda está satisfecho (el 46% de la población cree que funciona poco o nada satisfactoriamente).

             En lo que se refiere al gasto en cultura, un tercio de los votantes de Vox lo considera excesivo. También lo piensa así el 17,8% de quienes optan por el PP. Sin embargo, comparte esta opinión menos del 4% de los votantes de izquierda. Obviamente, los votantes de izquierda son más proclives a considerar que es escaso, cosa con la que coinciden con el 41,3% de los votantes del PP y con el 37,6% de los de Vox, lo que muestra una enorme diferencia de opinión entre el propio electorado de estos partidos, especialmente el de Vox.

             Veamos, a continuación, cómo se distribuye la opinión con respecto a determinados capítulos del gasto público. Un tercio de los votantes de Vox y uno de cada cinco del PP considera que el gasto en desempleo es excesivo, cosa que solo piensa el 5,5% de los del PSOE y el 2,7% de los de Sumar. Al mismo tiempo, en torno a un tercio de los votantes tanto del PP como de Vox considera que es muy poco. Lo contario ocurre con el presupuesto de defensa: demasiado para uno de cada cuatro votantes del PSOE -aunque uno de cada cinco cree que es escaso- y para casi el 60% de los de Sumar. Esto solo sucede para el 8,3% de los del PP y para el 12,5% de los de Vox. Tres de cada cuatro votantes de Vox y el 60% de los del PP consideran que es escaso el gasto en seguridad ciudadana, opinión que se reduce a un 36,7% entre los electores del PSOE y al 27,8% de los de Sumar. El gasto en protección del medio ambiente es excesivo para un tercio de los votantes de Vox y muy escaso para otro tercio (de nuevo, una enorme división de opiniones). El 11% de los electores del PP lo considera exagerado. En el caso de los electores del PSOE, el porcentaje es de un 2,5% y de un insignificante 0,7% entre los de Sumar. Los votantes de Vox son los menos favorables a la cooperación al desarrollo: uno de cada cinco. Sin embargo, el 42,6% de este electorado cree que se gasta muy poco en este capítulo.

             La actitud ante los impuestos y la intervención del estado en la economía también dividen claramente al electorado. Uno de cada cuatro entrevistados piensa que los “impuestos son algo que el Estado nos obliga a pagar sin saber bien a cambio de qué”. Tal porcentaje sube al 40% para quienes votan el PP y asciende a un 60% entre los de Vox. Esto solo ocurre entre el 9% de los votantes del PSOE y el 4,6% de los de Sumar. Conviene señalar que más de mitad de los votantes del PP indica que los impuestos son imprescindibles para que se puedan prestar servicios públicos y que hace lo mismo un tercio de los de Vox. Como era de esperar, los electores de la izquierda son, con enorme diferencia, los más proclives a señalar que los impuestos sirven para redistribuir la riqueza.

         En una escala del 0 al 10, donde 0 es ser favorable a pagar más impuestos para mejorar los servicios públicos, y 10 lo opuesto (menos impuestos, aunque esto signifique peores servicios públicos), los entrevistados se sitúan en un punto medio: 4,8. Está por encima del 5 entre los de derechas y por debajo entre los de izquierda.

         Quienes votan a las derechas consideran que pagamos muchos impuestos (62,4% en el caso del PP y 79,3% en el de Vox). Lo contario sucede con los de izquierdas (22,1% en el PSOE y 13,8% en Sumar).

         Los electores perciben de un modo muy distinto la cuestión del grado de intervención del Estado en la economía. Los máximos partidarios del estado mínimo son los votantes de Vox: el 22,9%. En el extremo opuesto (el estado debe intervenir en toda la vida económica) se sitúa el 23,9% de los votantes del PSOE y el 38,5% de los de Sumar.

         En el estudio se pregunta por el destino del porcentaje de los impuestos asignados a la Iglesia católica y/o a fines sociales. Tan solo el 11% de los entrevistados marcó la opción de atribuirlo a la Iglesia católica. Optó por ella el 26,1% de los votantes del PP y el 19,9% de los de Vox. En el caso de los de la izquierda, lo señala el 2,6% de los del PSOE y el 2,3% de los de Sumar. En todo caso, conviene tener en cuenta que, en este estudio, más de la mitad de los entrevistados se declara católico (un 17,3% católico practicante y un 36,6% no practicante).

         Finalmente, se abordarán algunas cuestiones puntuales consideradas en el cuestionario. En lo que se refiere a la meritocracia, hay una cierta inclinación a considerar el importante peso del origen familiar o de los contactos. Como era de esperar, se concede más peso a este factor entre los electores de la izquierda.

         El electorado es muy levemente de izquierda: un 4,9 en una escala en la que 1 es lo más de izquierda y 10 lo más de derecha. Los electores más polarizados serían los de Vox y los de Sumar: un tercio de entre ellos se sitúan, respectivamente, en las posiciones 10 y 1.

         En lo que atañe a la identificación subjetiva de clase, uno de cada cuatro votantes de Vox se autodefine como clase baja/pobre y un 29,5% de los de Sumar se identifica con marcadores más ideológicos del tipo clase trabajadora, obrera o proletariado (cosa que solo hace el 5% de los de Vox). En todo caso, y como es habitual, casi todo el mundo (un 42,6%) se ve a sí mismo como clase media-media.

En este estudio nada se pregunta por la cuestión que más divide a las izquierdas de las derechas: la actitud frente al feminismo.

             En definitiva, tenemos una muy seria divergencia de opiniones con respecto a la fiscalidad y, si se quiere, la igualdad y la solidaridad. En general, buena parte de quienes votan a la derecha desea pagar menos impuestos al considerarlos excesivos, justo lo contrario de los que optan por la izquierda. Cuando contemos con los microdatos, habría qué ver a qué grupos sociales pertenecen quienes, con independencia de que sean de derechas o de izquierdas, prefieren menos estado. Sería muy importante averiguar cómo se conjuga en el caso de Vox el rechazo al estado con un porcentaje significativamente alto de votantes de este mismo partido que se considera pobre o de clase baja.

martes, 7 de mayo de 2024

¿Y si prohibiéramos el uso de los portátiles en las aulas universitarias?

    ¿Y si prohibiéramos el uso de los portátiles en las aulas universitarias?

 

Cada vez son más las comunidades autónomas que han decidido prohibir el uso de los móviles en los centros educativos preuniversitarios. En el caso de la universidad -al menos esto es lo que dicta mi experiencia- el problema que tenemos no está tanto en los móviles como en los ordenadores portátiles. Si bien es cierto que muchos estudiantes los usan para tomar apuntes, lo cierto es que, salvo que se pongan en modo avión, suponen una fuente constante de distracción cuando no un elemento creador de una burbuja en la que el alumnado se abstrae por completo de lo que suceda en clase.

El profesorado, por muy interactiva que sea la clase, tiene muy difícil competir con la atención inmediata que requieren los mensajes que se puedan recibir en línea o simplemente con la tentación de navegar en la red.

Me ha pasado ya en varias ocasiones tener que recriminar a algún estudiante su completa concentración en lo que ve o escribe en su ordenador al margen de lo que se esté trabajando en clase. Y esto ocurre incluso en momentos -o en sesiones enteras- en las que la clase se basa en la participación del estudiantado o en las que recorro el pasillo del aula con la intención de acercarme a quienes toman la palabra.

Se trata de un descaro sorprendente. Sin embargo, lo más llamativo es que los estudiantes me cuentan que hay algunos profesores cuya docencia no va más allá de leer apuntes -sí, todavía hay quien hace esto: al fin y al cabo, a los profesores nos pagan por el tiempo que pasamos en clase- que exigen silencio absoluto -lo que implica la interdicción de los portátiles- hasta el extremo de expulsar a quien ose romperlo.

La posible prohibición de los portátiles cuenta con otro argumento que va más allá de la economía de la atención. Se trata de que es sabido que se retiene mejor la información cuando se toman notas manuscritas que cuando se escribe en un teclado.

Dado que la libertad de cátedra consiste en que cada profesor puede hacer lo que considere más oportuno, es muy posible que en adelante indique a mis estudiantes que en mis clases no se podrá hacer uso de los portátiles.

Entiendo que pueda haber docentes que alienten el uso de móviles y portátiles en su clase. Esto es lo que puede suceder si se recurre a aplicaciones del tipo Kahoot, pero este no es mi caso: el pensamiento complejo tiene difícil encaje en ejercicios de respuesta múltiple.

 

 

Observaciones a mi artículo sobre los planes de estudio de Sociología

             Un amigo, licenciado en Físicas, me ha hecho algunas observaciones al artículo que publiqué en la RES (https://recyt.fecyt.es/index.php/res/article/view/100537) sobre los planes de estudio de Sociología. Estas son mis consideraciones que, como se verá, darían para otro paper.

La primera de sus apreciaciones se refiere a que deberíamos ser más exigentes, cosa que me parece podría traducirse en un fuerte abandono en primer curso. Mi planteamiento sería que en este primer año deberíamos entusiasmar a los estudiantes -con independencia de cuál sea su nivel previo: en clase ningún profesor sabe nada sobre la trayectoria escolar previa de sus alumnos-. Es decir, en primero los profesores deberíamos hacer ver a los estudiantes la importancia de conocer e interpretar la realidad social en la que vivimos. En este sentido, creo que nuestros estudiantes deberían ser ávidos lectores de prensa (la comunidad de la UCM tiene acceso gratuito a El País). En general, deberían ser grandes lectores (y soy consciente de que cada vez hay menos lectores de libros que no sean novelas). No hay la más mínima duda de que la lectura es la herramienta más poderosa con que contamos para pensar. Es lo que decía Kant: sapere aude. Yo hablaría no solo del atrevimiento, sino del placer de aprender. A esto hay que añadir la importancia de saber expresarse (oralmente y por escrito), lo que no se puede lograr si no se es un buen lector. Los estudiantes tienen que ver en primero si les interesa o no seguir en un grado que pretende formar a un intelectual, si no crítico sí por lo menos capaz de analizar la realidad social en la que vive y opinar con fundamento sobre ello, lo que no equivale a tener por modelo de buen alumno al aspirante a ser profesor de universidad. Es por esto por lo que hace ya unos cuantos años un buen número de profesores de mi facultad participó en una reunión en la que se planteó que los compañeros más comprometidos con la investigación y con la docencia -una forma de evitar decir los mejores profesores- pasaran a dar clases en primero en lugar de refugiarse en los doctorados, los másteres y los últimos cursos. Esto no pasó de ser un brindis al sol.

        La segunda observación se refiere a algo tan difícil de detectar como es la vocación del estudiantado. Lo que yo propondría sería realizar una entrevista personal como ocurre con el caso de quienes desean acceder a la titulación por la vía de mayores de 25 o de 40 años. Si, por ejemplo, el candidato no sabe nada sobre cuestiones como -por poner algunos ejemplos a vuelapluma- el conflicto de Palestina, el ascenso de la extrema derecha, los dilemas de la socialdemocracia, las desigualdades de género, … no debería permitírsele que se matriculara. Un compañero me contó que un estudiante no sabía qué era eso de la Revolución rusa. ¿Cómo se puede haber cursado el bachillerato e ignorar esto? Añado más leña al fuego: hace unos días salió a relucir en una de mis clases de segundo curso el nombre de Ortega con motivo de la lectura de un texto de Bourdieu. Solo a dos estudiantes les sonaba el nombre de nuestro más reputado filósofo. Se puede ver en qué consiste la entrevista a los aspirantes a estudiar magisterio en las universidades de Finlandia en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=ERvh0hZ6uP8&ab_channel=WISEChannel

La tercera apreciación incide en algo tan complejo como es la necesidad de definir los conocimientos que debe haber adquirido un sociólogo al finalizar el grado. Se podría resolver este problema si tuviéramos un proyecto de facultad -o de la profesión sociológica- democráticamente elaborado en el que se establecieran no solo tales conocimientos, sino las destrezas que se deberían haber adquirido en el grado. Para comprobarlo, se podría plantear que cada estudiante compareciera ante una comisión que calibrase qué sabe, cómo se expresa, cómo desarrolla un argumento. El trabajo de fin de grado -siempre y cuando no fuera lo que tenemos actualmente- podría servir a este propósito.

        La cuarta observación menciona la singularidad del primer curso. A mi modo de ver habría que replantearlo radicalmente. Mi impresión es que es un batiburrillo de asignaturas inconexas que no permite que el estudiante se haga una idea de si la sociología le podría interesar.

        La quinta consideración alude a la historia contemporánea. Esto es de traca. Es justamente lo contrario que aconsejara Ockham: no multiplicar los entes sin necesidad. Apunto que tenemos un serio problema con las asignaturas afines a la Sociología. El corporativismo de la universidad se traduce en que si una asignatura contiene en su título la palabra economía, o historia, o filosofía… los departamentos que imparten tales materias pueden participar en su conformación -total o parcial-. La solución, quizás, sería anteponer la palabra sociología a tales nombres. De este modo, tendríamos sociología económica, histórica... En todo caso, creo que sería conveniente que estas materias las impartieran especialistas en ellas, es decir, economistas, historiadores, filósofos… Lo que sí debería quedar muy claro es que se trataría de economía o de historia para sociólogos.

        La sexta observación tiene que ver con las Matemáticas. Su enseñanza es todo un desafío para nuestro sistema educativo. Da igual que en Bachiller se hayan cursado las Matemáticas “de verdad” o las aplicadas a las ciencias sociales: el nivel es bajo. Esto lo vemos en la existencia de cursos “0” en ingenierías, en Económicas…

        La séptima apreciación es sobre las técnicas de expresión oral. En mi opinión, su enseñanza no debería dar lugar a una asignatura -como ocurre en algunas facultades-. El movimiento se demuestra andando y la mejor manera de aprender a expresarse es hacerlo en clase en todos -o en la mayoría- de los cursos. Una vez más, el profesorado tendría que ponerse de acuerdo en qué es expresarse bien. Lo que yo veo -incluso entre estudiantes internacionales que vienen de los mejores centros del mundo: Berkeley, Sciences Po de París, …- es que para ellos exponer es leer en voz alta -casi siempre atropelladamente- lo que previamente han escrito. En estas condiciones, es difícil que su exposición provoque un debate. Esto hace que al final lo que tenemos es una especie de partido de tenis en el que yo interacciono con el estudiante.

        La octava indicación habla sobre los dobles grados. En mi opinión, nunca deberían haber existido. No sé muy bien por qué se crearon. En mi facultad creo que es fruto del deseo de atraer a los buenos estudiantes del bachiller de ciencias sociales. El plan Bolonia contemplaba grados de cuatro años -en lugar de tres, lo que hubiera sido lo más sensato- y másteres de entre uno y dos años en los que especializarse en una enorme variedad de titulaciones incluso ajenas a la del grado cursado. En consecuencia, no parece que tuvieran mucho sentido los dobles grados. Pero hay una razón de mayor peso para rechazarlos y no es otra que el número de horas de trabajo que suponen. Los estudiantes de grados “simples” se matriculan en sesenta créditos por curso. Cada crédito equivale a entre 25 y 30 horas de trabajo, es decir, y si nos vamos a 25 horas, 1500 horas por curso (cosa que en Sociología nadie se lo cree). En el caso de los dobles grados, hablamos de 72 créditos, es decir, de 1800 horas. Un estudiante que apruebe todo en primera convocatoria -lo que debería ser lo habitual- tendría que desarrollar esas 1800 horas en un periodo de nueve meses -excluyo junio, julio y agosto-. Esto supondría que habría de trabajar nueve horas y media en los días laborables -que incluyen los días igualmente laborables de Navidades, Semana Santa y las festividades de Santo Tomás y la del “santo” de cada facultad. Es decir, se trataría de un estudiante sobrexplotado. ¿Dónde quedaría el tiempo para hacer deporte, formarse como un ciudadano culto que va al cine o lee novelas, que participa de la vida de la sociedad civil…?

             Y, finalmente, junto al desastre de las matemáticas, el del inglés. En España, el conocimiento de idiomas es una marca de clase social. Tendríamos que garantizar que quien acaba el bachiller tiene como mínimo el nivel B2 de inglés. Esto implicaría cambiar radicalmente la enseñanza de este idioma (y en este vídeo aporto algunas ideas: https://www.youtube.com/watch?v=RhwYi-cgcw0&ab_channel=RafaelFeito). Además, esto es una cuestión de la sociedad en su conjunto. Tener películas y series dobladas, por ejemplo, no ayuda.

            Soy conocedor de la labor que la Federación Española de Sociología está haciendo con respecto a estas cuestiones. Mucho me temo que cuanto se pueda proponer termine ahogado en las aguas de borrajas de una abusiva interpretación de la libertad de cátedra. Creo que, en realidad, no estoy hablando de los problemas que tenemos en la Sociología. Más bien, es un problema que afecta a la universidad como institución y no solo en nuestro país.