miércoles, 19 de octubre de 2016

Se equivocó la cigüeña, se equivocaba

Se equivocó la cigüeña, se equivocaba.
La mala suerte de nacer en la familia equivocada.

En su último número, la Revista de la Asociación de Sociología de la Educación publica un interesantísimo artículo del doctor Javier Rujas sobre el modo en que el profesorado enjuicia a las familias. Se trata de un trabajo de corte etnográfico (con observación participante, entrevistas en profundidad, etc.) acometido en un instituto de Secundaria del sur de la ciudad de Madrid

En las declaraciones del profesorado, se puede ver con claridad meridiana la idea de que, salvo casos excepcionales, un alumno solo puede triunfar en la escuela  si tiene detrás de sí a una familia estable, con un cierto nivel de recursos materiales y que se preocupe por controlar la realización de los deberes escolares. De entre las muchas que se podrían seleccionar, entresaco un par de citas:

Yo creo que hay que mirar primero el fracaso parental antes de mirar al fracaso escolar.
…los niños apoyados por sus padres tendrían mejor rendimiento escolar, no se desviarían.
           
Se trata de un discurso que prueba un desconocimiento peligrosísimo de la estructura social del entorno del centro, de la ciudad de Madrid e incluso de España. Implica ignorar que, especialmente a la altura de la Secundaria, hay (muchas) familias que no saben cómo ayudar a sus hijos en las tareas escolares, que de la escuela no han recibido más que un chorreo de mensajes negativos (sobre sus hijos y sobre ellos mismos por no saber educarlos) y que están tremendamente alejadas de la distorsionadora cultura de clase media y alta de la escuela. Algunos de los profesores que a su vez son padres o madres se ponen a sí mismos como ejemplos de lo que cabría entender como una paternidad –y maternidad- adecuadas sin pararse a considerar sus privilegiadas condiciones de existencia.        

Lo que la escuela pretende enseñar parece no interesar a nadie, seguramente ni siquiera a los propios profesores (más abajo reproduzco un escrito al respecto que no tiene desperdicio). Por eso, para tener éxito no hay más remedio que contar con una familia que cumpla con la misión policial de atornillar a sus hijos en una silla muchas horas a la semana para acometer un trabajo en su inmensa mayoría alienante. Esto es del todo incompatible con el aprender a aprender, con la idea de que no se termina de aprender cuando se obtiene un título escolar, sino que el aprendizaje en la sociedad del conocimiento lo es para toda la vida. A partir de aquí, nada hay de extraño en la obsesión de nuestro sistema educativo por la cultura del esfuerzo (la escuela formaría parte del cristiano valle de lágrimas), como si el hecho de aprender no pudiera ser divertido.

            Cuanto en este trabajo de Rujas se dice, coincide, casi milimétricamente, con lo detectado en la investigación que hicimos sobre jóvenes que cursan la ESO de adultos tras haber abandonado el instituto en sus años de adolescencia (y de la que he dado cuenta en este mismo blog). El mensaje obtenido en las entrevistas realizadas es que podrían haber continuado en la escuela si sus padres –cuando se daba el caso de que ambos progenitores convivieran en el mismo hogar- hubiesen estado más encima de ellos. En cuanto daban algún problema –cosa fácilmente comprensible si se está tediosamente desconectado de la escuela-, eran situados en las últimas filas del aula, en una suerte de ostracismo que terminaba por convertirse en el primer peldaño del abandono escolar temprano. Tal y como indicó Andreas Schleicher, el director de los informes PISA, en un panel compartido con el entonces ministro de Educación, José Ignacio Wert, en Españala clase socioeconómica decide más que la capacidad del alumno”. A esto añadía el dato clave,  y que puede explicar muchos de nuestros problemas, de que a nuestros profesores no se les da libertad para enseñar.

            Da la sensación de que si un chaval ha nacido en una familia inadecuada está poco menos que predestinado al fracaso. Por poner un ejemplo del ámbito de la salud pública, nadie admitiría la existencia de un hospital que  solo pudiera atender a “pacientes sanos” (aunque a veces esto pueda suceder en la sanidad privada). Sin embargo, esta parece ser la lógica de la escuela: solo puede tener éxito el alumnado modélico –en el cual se incluiría algún que otro estudiante procedente de las clases populares- y poco o nada hay que hacer con aquel cuya familia se sale de la norma. Esto no es meritocracia. En todo caso, y en una vuelta de tuerca que nos retrotraería a la sociedad estamental, sería parentocracia.


Adenda. Escrito que muestra el escaso interés que puede despertar el currículo escolar.
Fomentar la lectura


FERNANDO LóPEZ (Profesor de Secundaria y Bachillerato)  -  Madrid

EL PAÍS  -  Opinión - 25-11-2010
Como profesor de Lengua y Literatura Española de Secundaria y Bachillerato, considero que uno de mis fines primordiales ha de ser el fomento de la lectura. Sin embargo, las comisiones que elaboran los exámenes de acceso a la Universidad parecen tener un objetivo muy distinto: exterminar, de una vez por todas, el interés de los posibles lectores. Han decidido acabar con los pequeños grupos de "lectores rebeldes" que puedan estar cursando la asignatura de Literatura Universal. Para ello, nos han distribuido a sus profesores un listado de lecturas obligatorias de claro carácter disuasorio:
1. De todas las novelas cortas del Decamerón, se nos obliga a trabajar con tres relatos en los que no hay ni un ápice del humor, del vitalismo ni, mucho menos, del erotismo que caracterizan la mayor parte del texto de Boccaccio. Gracias a estos tres títulos tristes y moralistas se logrará, sin duda, que los alumnos no deseen acercarse a esta obra nunca más.
2. En cuanto a Shakespeare, se escoge Romeo y Julieta, el único texto que nuestros chicos ya conocen, que han visto en mil versiones y que no les supondrá reto intelectual alguno.
3. Por supuesto, en la poesía romántica no se apuesta por Byron -más cercano a la sensibilidad adolescente tanto en su estética como en sus temas-, sino por Keats y Coleridge, que se hallan -básicamente- en las antípodas de nuestro alumnado (elegir la Oda a un ánfora griega de Keats supone no tener ni la más remota idea de cómo es un instituto actual).
4. No se deja ni un resquicio para lecturas que se salgan de lo canónico: ni novela negra -Hammett, Chandler-, ni ciencia ficción -Huxley, Orwell, K. Dick, Bradbury-, ni títulos del último tercio del siglo XX. En definitiva, nada que suscite la curiosidad de los alumnos.
5. Por último, tampoco existen las autoras: no hay una sola escritora en su listado.
Gracias a planteamientos como estos, cada curso tenemos más alumnos capaces de superar mecánicamente unos exámenes risibles, pero incapaces de expresarse de forma adulta y crítica. Alumnos a los que, en un ejercicio de cinismo, les recriminaremos -cómo no- su desinterés por la lectura.


lunes, 19 de septiembre de 2016

Más allá del PISA

Hasta hace bien poco solía considerarse que los resultados en las pruebas del PISA demostraban la mayor eficiencia de aquellos sistemas educativos basados en el constructivismo, en unos currículums flexibles, en una docencia democrática fundamentada en el diálogo y en la creatividad del alumnado, en la no repetición de curso, en la realización de pocos deberes. Sin embargo, paulatinamente, se va descubriendo que muy posiblemente tal cosa no sea del todo así. Las alarmas empezaron a saltar con los rankings de resultados de los dos últimos informes que realiza la OCDE. En ellos, la venerada Finlandia –uno de cuyos últimos ejemplos de admiración puede verse en la recomendable ¿Qué invadimos ahora?, de Michael Moore- ha sido desplazada de la primera posición en favor de tigres asiáticos como Corea del Sur, Singapur, Hong-Kong o Shanghái, todos ellos con sistemas educativos más bien autoritarios o, al menos, muy diferentes al de Finlandia. ¿Qué ha podido suceder en estos recientes años? Al fin y al cabo, las pruebas del PISA son sustancialmente idénticas.

Una posible explicación es la que suministra Sahlgren en este texto. Aquí se señala que, pese a lo que se suele creer, la cultura finlandesa tiene poco que ver con la de sus vecinos nórdicos –hasta el extremo de que hay quien la considera zarista-. De hecho, está más próxima en importantes aspectos -que afectan directamente a la educación- a la de los países del sudeste asiático. Sahlgren recoge citas de investigadores como Simola, quien hacía referencia a una mentalidad “autoritaria, obediente y colectivista”. Hasta bien entrados los noventa del siglo pasado, e incluso a comienzos del veintiuno, la docencia en Finlandia ha sido escasamente innovadora. Lo habitual era que el profesor se dirigiera al conjunto de la clase y que apenas se promoviera el trabajo autónomo de los estudiantes. De hecho, hasta los noventa, su sistema educativo estaba centralizado y el currículum era enormemente detallado y prescriptivo, lo que implicaba escasa autonomía para el trabajo del profesorado.

Shalgren considera que el publicitado éxito de Finlandia en las primeras ediciones del PISA se debe a la pervivencia de un sistema educativo “tradicional” y achaca su moderada decadencia a la descentralización, a la autonomía curricular y a la libertad de que disfrutan los niños en la escuela. Es, sin duda, una explicación congruente con los resultados del PISA y que permite comprender el éxito de los tigres asiáticos, éxito del que estos países parecen querer huir, ya que consideran que los buenos resultados en esta prueba no significan que estas naciones –o zonas económicas- estén preparadas para afrontar los retos de la economía y de la sociedad del conocimiento. Su propuesta de renovación parecería ser la de imitar a la Finlandia que empieza a flaquear en el PISA.

         Esta explicación, de corte culturalista, parece ser muy del gusto del Andreas Schleicher, el coordinador general de los informes PISA. En su documentadísimo libro sobre la educación en China, Yong Zhao comenta que Schleicher destaca el hecho de que los estudiantes chinos se consideran responsables de su propio aprendizaje, mientras que en países como Francia -cuyos resultados son mediocres- tres cuartas partes de los alumnos declaran que las asignaturas son muy exigentes, dos tercios señalan que el profesor no les motiva y la mitad se queja de que el profesor no sabe explicar (es decir, tendrían una cierta tendencia a echar balones fuera). Sin embargo, y muy al contrario, en Shanghái los estudiantes creen que tendrán éxito si se esfuerzan. No obstante, apunta Zhao, esta interpretación es más que cuestionable. Los estudiantes de países como Liechtenstein o Suiza, cuyos resultados son mejores que los de Francia, coinciden con las opiniones de los alumnos galos.

         Las críticas sobre las limitaciones del PISA afloraron desde su primer informe. Pese a la valiosísima información que el PISA aporta –y que, en general, la comunidad científica y la ciudadanía agradecen-, no cabe perder de vista dos limitaciones fundamentales. La primera, bien clara, es que las pruebas PISA se limitan a tres áreas curriculares: lengua, matemáticas y ciencias. Lo cierto es que Schleicher es consciente de esta limitación y se plantea ampliar las pruebas a otros ámbitos del conocimiento. Mientras tanto, las artes, las humanidades, las ciencias sociales, las lenguas extranjeras, la educación física… quedan en el limbo. Esto contribuye sobremanera a la proliferación de sospechas sobre el enfoque economicista de una institución como la OCDE.

La segunda limitación, no menos preocupante, es que, a fin de cuentas, el PISA no va más allá de ser una prueba de lápiz y papel en la que hay elegir la respuesta acertada que ofrecen preguntas -sin duda, tan elaboradas como ingeniosas- de opción múltiple. Aspectos tan esenciales para la ciudadanía y para la población activa como saber expresarse oralmente y por escrito, elaborar y defender un argumento o solucionar un imprevisto, quedan fuera del punto de mira del PISA. Es decir, todo aquello que no tiene cabida en una prueba de tipo test es simplemente ignorado. Por otro lado, evaluar este otro tipo de destrezas es más caro que contabilizar los resultados de un test y seguramente su evaluación requeriría la participación de educadores, quizás en detrimento de tanto psicómetra, económetra, sociómetra y demás “contabilizadores” de resultados. Ni qué decir tiene que esto supondría como poco que las multinacionales de la educación, como Pearson –sobre cuya implicación se puede leer esto, esto y esto- tendrían que compartir su floreciente y lucrativo negocio.

Es más, las pruebas de lápiz y papel podrían ir mucho más allá de la mera evaluación de conocimientos que acomete el PISA. Henry M. Levin, en un artículo significativamente titulado “Algo más que los resultados de los test”, indicaba que las pruebas PISA nada dicen sobre aspectos tan importantes para los éxitos personal, educativo y laboral como las destrezas inter e intrapersonales. De hecho, señala Levin, las quejas más frecuentes entre los empleadores no se refieren a que sus futuros empleados puedan tener pocos conocimientos de Matemáticas, sino que se centran en aspectos como la autodisciplina, la puntualidad, la asunción de responsabilidades y la capacidad de escuchar. Estos aspectos también se pueden medir, tal y como muestran los trabajos que al respecto está acometiendo el premio nobel de economía James K Heckman.


En definitiva, creo que no sabemos muy bien qué es lo que en realidad estamos midiendo con los informes PISA. Se ha especulado hasta la saciedad sobre si los buenos resultados de Finlandia se deben a un tipo de educación basada en las inquietudes del alumnado, y bien pudiera ser que el PISA esté indicando más bien lo contrario o algo totalmente distinto. 
El profesor más innovador de España

El pasado mes de mayo, Juan de Vicente, profesor en el IES “Miguel Catalán” de Coslada ha recibido el premio D+I al profesor más innovador de España. He tenido conocimiento de tan grata noticia gracias a la entrevista que se le hacía en el número de septiembre de la revista Convives (que tan diligentemente dirige Pedro Uruñuela). Conozco a Juan de Vicente desde hace ya unos cuantos años. Su extrema amabilidad facilitó el trabajo de campo que hice en su centro con motivo de una investigación sobre escuelas democráticas. No añadiré nada nuevo a lo que decía en el artículo que publiqué relativo a este centro (y que resumía muy bien el diario El Confidencial). Simplemente, me gustaría recalcar que la frase que le da título, “La fuerza de la normalidad”, salió de sus labios.  Creo que esto es algo fundamental. Más allá de las características excepcionales –muchas, indudablemente- que personas como Juan de Vicente puedan tener –y que él, fiel a su carácter humilde, se esforzará en negar-, lo importante es que el IES “Miguel Catalán” tiene el mismo tipo de profesorado que cualquier otro centro escolar y un alumnado más bien de origen socioeconómico bajo o medio-bajo. Es decir, sus docentes llegan allí por un concurso de traslados, el alumnado es el de la zona y el atractivo proyecto educativo del instituto se ha creado con estos mimbres.
        
De la entrevista que se le hizo en televisión a Juan de Vicente con motivo del premio, destacaría varias cosas –de entre las muchas que se podrían resaltar-. En primer lugar, el énfasis en subrayar que el premio, por muy individual que sea, en realidad responde a un trabajo colectivo. En segundo lugar, señalar que el estudiantado puede ser una cosa u otra –solidario o egoísta, responsable o apático- en función de cómo se organice el centro escolar y qué tipo de pedagogía se practique en él. En tercer lugar, destacar que los otros dos finalistas de este premio son también profesores de centros públicos –cuyas webs se pueden ver aquí y aquí-. Quisiera entretenerme un poco más en esta cuestión. Cuando  hice la investigación sobre escuelas democráticas escribí –creo que algo temerariamente- que los centros públicos, pese a tantas limitaciones impuestas por algunos intolerables privilegios funcionariales, estaban mejor preparados para la innovación educativa que los privados. La realidad empírica parece que termina por conceder algo de razón a esta apreciación.


Desde aquí, y para terminar, quiero enviar mi más sentida enhorabuena a Juan de Vicente y a la comunidad educativa del IES “Miguel Catalán”. Ojalá hubiera un instituto así cerca de mi casa. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

El debate escolar en la rentrée francesa

Influyentes diarios como El País o El Mundo consideran, acertadamente, que, en este comienzo de curso, el tema educativo estelar es el del pacto. El problema, me parece a mí, es que no se va más allá de la expresión del mero deseo de que las fuerzas políticas se pongan de acuerdo, al tiempo que se rehúye delimitar cuáles puedan ser los asuntos fundamentales sobre los que el tal pacto debiera pivotar.
 
En Francia, la rentrée está prestando atención a un tema que para nuestro país es tan fundamental como para nuestros vecinos del norte y que no es otro que el modo en que la escuela privada (sostenida o no con fondos públicos) contribuye a la creación y a la pervivencia de dolorosas e injustificables desigualdades sociales. El debate ha dado lugar a un editorial sobre esta cuestión por parte del diario Le Monde al hilo de un artículo publicado pocos días antes, en este mismo medio, por parte del economista Thomas Piketty. En su escrito, Piketty pone cifras a la vergonzosa distribución del alumnado en función de su clase social en los 175  collèges parisinos (los collèges son centros en los que se imparte, aproximadamente, el nivel equivalente a nuestra Educación Secundaria Obligatoria). De los 85000 alumnos parisinos de este nivel, el 16% proviene de ambientes socialmente desfavorecidos, entendiendo por tal a hijos de obreros, de parados o de personas inactivas. Pues bien, hay centros privados (pese a que buena parte de ellos cuentan con subvenciones públicas) que se las apañan para que no más del 1% de su alumnado proceda de estos ámbitos sociales. Lo contrario sucede con los centros públicos, algunos de los cuales pueden contar con un 60% de alumnado de este tipo. Y, sorprendentemente, la distancia entre estos centros puede ser de apenas unas calles (en España a lo más que hemos llegado es a trabajar por distritos en una ciudad, como se ve en la tabla 10 de este artículo).

Parece claro que este es uno de los problemas clave de nuestra educación. Si uno habla con profesores de centros públicos, no tardará en aparecer la referencia a que a ellos les toca bregar con el alumnado más conflictivo. Como botón de muestra, y soy plenamente consciente de que carece valor estadístico, esto es lo que escribía  Pilar Montero –una directora de un centro de secundaria en España- en su interesante libro ¡Arde una papelera!:

Entre los ochocientos alumnos del centro, todos los años, casi como una estadística inexorable, nos encontramos con una niña embarazada; otra maltratada por su padre -hubo un caso de violación-; alguien que se marcha de casa por unos días y su madre va a la tele a denunciar su desaparición; algún alumno que ha delinquido y lo han atrapado con las manos en la masa; una chica que no viene a clase porque cuida a sus hermanos, hace la casa y la comida; hijos de familias sin ingresos, con el padre parado y la madre con cáncer terminal u otra enfermedad grave
Al final, lo de menos es enseñar matemáticas o inglés: el instituto se ha convertido en un centro social de asesoramiento jurídico, psicológico, laboral. Esto es lo que hay: o te adaptas o sucumbes.

¿Qué medidas se podrían adoptar para equilibrar la escolarización? Tanto en Francia como aquí, quienes consideran que hay poco que hacer aluden a la libertad de enseñanza, la cual comporta la libertad de elección de centro en función, entre otras cosas, de su ideario. El editorial de Le Monde advierte que la que califica como sensata solución propuesta por Piketty (que los colegios privados se sometan a los mismos criterios de asignación de alumnos que los públicos) recuerda a la batalla perdida por la izquierda en 1984, en los tiempos de Mitterand. Sin embargo, más adelante el diario francés se suma a la idea de modular la financiación pública en función de la composición social de los colegios.

En España, al menos jurídicamente (cosa distinta es la escasa voluntad política de hacerlo, como igualmente señala Piketty para el caso francés) la solución es fácil: bastaría con hacer cumplir la ley. Los criterios de admisión en los centros sostenidos con fondos públicos –sean privados o estatales- son exactamente los mismos. Cobrar una cuota mensual –abierta o subrepticiamente- o forzar a cursar religión en los centros católicos es violar la legislación vigente. Los 900€ que pueden desgravarse las familias madrileñas que envían a sus hijos a centros privados no concertados son fruto de una decisión política (se puede leer la explicación aquí).

En todo caso, que nadie tema. No se trata simplemente de repartirse al alumnado menos académico. Como muy certeramente indica el editorial de Le Monde, la mezcolanza social es la mejor solución incluso, añado yo, para los alumnos más aventajados y/o de clases sociales favorecidas.

Un apunte final: en Francia la discusión ha sido iniciada a raíz de la publicación de un artículo basado en datos y no en meras opiniones. No obstante, alguna esperanza cabe albergar de que empecemos a discutir a partir de evidencias empíricas. Ayer, sin ir más lejos, El País publicaba un documentadísimo artículo de José Saturnino Martínez, cuya lectura recomiendo enfáticamente.



lunes, 13 de junio de 2016

LIbertad de enseñanza, ¿para quién?

Libertad de enseñanza, ¿para quién?

         De nuevo, la disputa sobre la financiación de los centros privados ha saltado a la palestra con motivo de la política educativa que se está aplicando en la Comunidad Valenciana. Recientemente, José Antonio Marina  -quien parece haberse convertido en la principal fuente inspiradora de las posibles veleidades reformistas del actual Ministerio de Educación- saltaba a la palestra considerando obsoleto y, en consecuencia, innecesario tal debate. Su texto contiene una serie de afirmaciones que requieren alguna que otra matización.

         Al comienzo de su artículo, Marina afirma que el único pacto educativo conseguido recientemente en España es el del artículo 27 de la Constitución. Cierto es que tal pacto existió. Sin embargo, no fue más allá de dejar las espadas en alto, puesto que ya al mismo tiempo que se consignaba este acuerdo, la derecha de aquel entonces –básicamente la UCD de Adolfo Suárez- había sacado a la luz el proyecto de ley de lo que en la primera legislatura constitucional, en 1980, sería el Estatuto de Centros Escolares –LOECE-, el cual fue poco menos que laminado tras su paso por el Tribunal Constitucional. Por tanto, poco duró la alegría –si es que hubo alguna vez tal sentimiento- del consenso.

         Marina recuerda que existe –y así lo consagra nuestra Constitución- la libertad de enseñanza, la cual comporta, según sus propias palabras, el derecho de que “los padres elijan el modelo de educación de sus hijos”. Hasta aquí de acuerdo. Sin embargo, lo que se pretende por parte de los defensores de la libertad de enseñanza es que el Estado se haga cargo de la financiación de tal elección. Esto, dicho de este modo y sin más matizaciones, sería una locura. Ningún Estado puede asumir este compromiso. De ser así, en una misma localidad –incluso de pequeño tamaño- habría que sostener, llegado el caso, una escuela para los Testigos de Jehová, otra para los musulmanes, otra para los católicos y así hasta llegar a cubrir todas las posibles confesiones religiosas –siempre y cuando la religión sea equivalente al modelo de educación-. No obstante, y esto conviene subrayarlo, lo que dice nuestra Constitución (art 27.3) es que los “poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, lo que, en la práctica, se ha traducido en la posibilidad de elegir o no la clase de religión. Por tanto, debe quedar absolutamente claro que el Estado no está obligado a financiar centros privados.

         De paso, Marina nos obsequia con la idea que la libertad de enseñanza consiste, en primer lugar, en la posibilidad de que “los ciudadanos abran centros educativos”. Sin duda, pueden hacerlo. De hecho, algún centro creado por ciudadanos –como el Trabenco de Leganés- se incorporó a la red pública cuando España se convirtió en una democracia.  Sin embargo, en la práctica la inmensa mayoría de los centros concertados son de la Iglesia –en sus muy diferentes manifestaciones- o de empresas privadas.

         El actual sistema de conciertos –de financiación pública de la escuela concertada-, señala Marina, procede de la LODE, aprobada en 1985. A renglón seguido, indica lo siguiente (la negrita corresponde al original):

El Estado financia centros educativos de titularidad privada, siempre que se adecúen a las condiciones fijadas por las leyes. Hay dos fundamentales: tienen que ser gratuitos y tener los mismos criterios de admisión que las escuelas públicas.

         Marina parece obviar el que sin duda fue el principal elemento y, en definitiva,  el caballo de batalla de las diferentes plataformas pro-libertad de enseñanza: el Consejo Escolar de centro. La derecha no dudó en considerar que las competencias de este órgano equivalían a la configuración de un sistema autogestionario, especialmente en el caso de los centros concertados. En todos los centros sostenidos con fondos públicos –es decir, los estatales y los concertados-, el máximo órgano de gestión y control  es el Consejo Escolar. En el caso de los concertados asume las competencias  de elegir al director del centro propuesto por el titular (y, de no haber acuerdo, de entre una terna igualmente propuesta por el titular), contratar y despedir al profesorado y supervisar el proceso de matriculación de nuevos alumnos. Un Consejo con estas competencias podría propiciar tanto la paulatina contratación  de  un profesorado como el acceso de un alumnado poco o nada identificados con el ideario del centro. Finalmente, y tal y como explico en otro lugar, todo quedó en agua de borrajas –tanto para los centros públicos como los concertados- y, de un modo u otro, las competencias –especialmente para el caso de padres y alumnos- de los Consejos Escolares han sido ninguneadas de múltiples maneras por las entidades titulares en los concertados y por el corporativismo del profesorado en los públicos.

         A partir de aquí resulta difícil entender el desdén de Marina sobre este debate. Esto es lo que dice:

De la documentación revisada se desprende que la mayoría de los enfrentamientos que dificultan el acuerdo son muy viejos. Eso es malo, porque los avatares históricos añaden capas de complejidad, agravios, derrapes, malentendidos, que dificultan el tratamiento riguroso de los problemas

         Esto mismo, se me ocurre, es lo que podría haber dicho la nobleza antes de la Revolución Francesa para oponerse a las ansias de cambio de la mayor parte de la población. El hecho de que un problema no se haya resuelto desde hace muchos años no tiene por qué impedir que sea abordado rigurosamente.

Para rematar la faena, no tiene desperdicio este argumento, más bien frailuno, consistente en el fácil recurso a fuentes de autoridad.

De hecho, como han reconocido dos prestigiosos sociólogos de la educación -Julio Carabaña y Mariano Fernandez-Enguita-,  la polémica pública/concertada es anticuada.

         Llegados aquí, ¿qué cabría hacer? Nos guste o no, los centros concertados ofrecen una opción que satisface a más de una cuarta parte de las familias españolas. Los centros concertados, a diferencia de los públicos, tienen la posibilidad de contar con un profesorado relativamente afín, lo que es la base de cualquier proyecto educativo. En los centros públicos, una singular interpretación de la libertad de cátedra permite que cada profesor ponga en práctica su particular proyecto educativo, de modo que en este caso más que promover la libertad de elección de centro lo que habría que impulsar es la libertad de elección del profesor por parte de los alumnos y/o de sus familias. Tal y como están las cosas, y salvo las escasas consabidas excepciones, no existe libertad de elección de centro público –más allá de matricular a los hijos en este o aquel centro- puesto que el tipo de educación que reciban los alumnos dependerá de los profesores que le caigan en suerte (algunos, sin duda, muy buenos, pero esto no está ni mucho menos garantizado). Mientras que en la escuela pública no se tenga claro que el centro es una organización y no un mero agregado de profesores, el discurso de la libertad de enseñanza seguirá resultando atrayente (véase en este vídeo –en torno al minuto seis- el sinsentido de la elección de centro en un país –Finlandia- en el que los centros públicos son excelentes).  
        
Antes de avanzar, un aviso para navegantes. Desde la derecha educativa se está planteando –como explican Patricia Villamor y Miriam Prieto en este interesante artículo publicado en la cada vez más relevante Revista de la Asociación de Sociología de la Educación- una ficción de elección escolar. En el caso de la Comunidad de Madrid, esta publicita como criterios de elección de centro los programas que ella misma promueve, obviando los proyectos que autónomamente pudieran elaborar los propios centros –por ejemplo, trabajar sin libros de texto-. Que esto lo haga una administración que presume de liberal –como se encarga de anunciar a los cuatro vientos la maverick Aguirre-, clama al cielo.
        
         La mejor solución sería dar cumplimiento a lo que ya planteó Maravall  en la tramitación parlamentaria de la LODE: centros públicos y concertados forman parte a igual título de la red pública de escolarización. Este es uno de los graves problemas de este país: se hace una ley pero luego no hay instancias que se encarguen de hacerla cumplir. ¿Qué pueden hacer un padre y una madre que acuden a matricular a su hijo en un centro concertado en el que les indican que hay que abonar –lo quieran o no- una cuota mensual? ¿O que el centro es católico y todos tienen que acudir a clase de religión? Los centros concertados se las han apañado para tener el tipo de público que desean. En su inmensa mayoría, cobran a las familias –lo quieran estas o no, tal y como se puede ver en este vídeo- una cuota mensual que como mínimo supera habitualmente los 80€. Desde los centros concertados se aduce que sin esa cuota no podrían funcionar. Como el Estado no les concede la cuantía que precisan, resulta más fácil conseguirla echando mano del bolsillo de las familias, lo que de paso les permite conformar una clientela socialmente homogénea. Esto se refuerza con el uso endogámico del punto de libre asignación en las solicitudes de matrícula para favorecer a los hijos de antiguos alumnos, lo que se explica en este reciente artículo.

         En definitiva, no resulta socialmente tolerable que los centros concertados escolaricen –incluso en las mismas zonas- a un porcentaje significativamente menor de niños de minorías étnicas o de bajo estatus socioeconómico que los centros públicos. De seguir haciéndolo así, no habría justificación para que continúen recibiendo subvenciones estatales. 

lunes, 6 de junio de 2016

Lejos de nosotros la funesta manía de pensar. ¿Qué enseñamos en la universidad española?

El provocativo título de esta entrada responde a una reflexión sobre lo que, desde mi propia experiencia como profesor, percibo que realmente se aprende en una universidad como la española. Es más que probable que lo que digo pueda parecer desenfocado a más de uno puesto que mi experiencia, pese a ser amplia –en años de docencia- y variada –en diferentes universidades y titulaciones pero sobre todo en la Facultad de Sociología de la UCM-, se limita a titulaciones de ciencias sociales (aunque con alguna docencia a grupos de estudiantes de Filología y de Física y Matemáticas en el Máster de Formación del Profesorado de Secundaria).
         Lo que me ha llevado a escribir estos renglones ha sido la docencia –parcial: solo una hora a la semana durante un cuatrimestre- en un grupo de último curso del grado en Criminología. Esta es una titulación para cuyo acceso se exigen buenas notas en el Bachillerato y en la PAU. Pese a tan buen precedente, he podido comprobar que no solo se puede ser víctima de fracaso escolar, sino que también se puede serlo del éxito escolar. La parte de la asignatura que me ha tocado impartir –un curso sobre estructura social y situaciones de exclusión- ha sido evaluada con algo parecido a un examen basado en las lecturas incluidas en el programa –todas ellas accesibles por medio de links- y en las explicaciones y debates en clase (en la medida de lo posible procuro que parte de cada sesión lectiva tenga un carácter dialógico aunque finalmente en los debates siempre participe el mismo escaso número de estudiantes).
         Esta vez decidí –más bien debería decir propuse, ya que previamente lo planteé en clase- que el examen se haría en ordenador durante tres horas –transcurridas las cuales se enviarían las respuestas al campus virtual- en el lugar que mejor le viniera a cada estudiante –ofreciendo la posibilidad de hacerlo en un aula de informática de la universidad-. Se trataba de responder a dos cuestiones –del tipo de en qué medida el esfuerzo individual explica la movilidad social- de entre las tres propuestas utilizando para cada una entre 500 y 600 palabras. Obviamente, tal y como expliqué en clase, y por escrito en el campus virtual, un examen de estas características implica elaborar una respuesta razonada y fundamentada que va mucho más allá de lo que pueda decir cualquier tertuliano –estas preguntas se plantean a personas que durante unos cuatro meses han reflexionado sobre las cuestiones planteadas en el examen- y de la mera reproducción de cualquier texto que se pueda encontrar en la red. Se trata de un tipo de actividad que cada vez más frecuentemente han de realizar los profesionales de cualquier materia: un periodista envía por e-mail varias preguntas a las que responder por escrito tranquilamente cuando mejor convenga.
         El resultado de esta experiencia ha sido, salvo excepciones, más bien decepcionante. La práctica totalidad de los estudiantes se ha limitado a reproducir información fácilmente disponible aquí y allí. En el caso de la pregunta más arriba citada, casi todos han dedicado la mayoría de las 500-600 palabras de la respuesta a describir qué es la movilidad social, los distintos tipos de movilidad, los estudios señeros sobre el tema… A todo esto hay que añadir que la redacción y la estructuración de los escritos suelen ser un tributo a la confusión. Mi impresión -añado- es que casi ningún estudiante se ha tomado la molestia de leer los textos incluidos en el programa, lecturas sin las cuales es bastante difícil elaborar una opinión que merezca tal nombre.
El problema con que tropieza este tipo de evaluación es que choca frontalmente contra la  experiencia escolar –sea la Secundaria o la universitaria- de la inmensa mayoría del estudiantado.  En nuestra docencia, rara vez se solicita su opinión sobre esta o aquella cuestión curricular a los estudiantes. Basta con ver, a modo de ejemplo, las “cuestiones” a las que han de responder en la PAU: la generación del 98, el sexenio revolucionario. Esto no son preguntas: son meros epígrafes de los libros de texto. Sin duda, este tipo de aprendizaje estaría muy bien si la pretensión de nuestro sistema educativo fuera la de formar a futuros abogados del Estado, profesión para cuyo acceso se pide ser capaz de “cantar” –así se dice en la jerga de los opositores- a un ritmo pautado varios temas elegidos al azar de entre unos cuatrocientos. La verdad es que por muchas vueltas que le doy al asunto, no consigo entender cómo en la época de Google se puede mantener este sistema de mandarinato. El problema es que privilegiar a este tipo de funcionarios –como hace el actual gobierno- resulta muy dañino para nuestra escuela, nuestro futuro y, sobre todo, nuestros alumnos.
Como he indicado más arriba, en este caso se trata de alumnos del último año del grado, los cuales -en consecuencia- pueden percibir como algo lejano tanto la PAU como el Bachiller. Esto significa que cuatro años en la universidad no cambian las cosas y que - y esto es lo peor- quizás en la educación superior no vayamos mucho más allá del dictado de apuntes o de la escucha pasiva de la palabra sacerdotal del profesor de turno.
En varios de los escritos de este blog me he quejado de la ausencia de proyectos educativos en los centros escolares, especialmente en los públicos –aunque los de los privados no son como para tirar cohetes-. Sabido es que en los institutos de Secundaria más que un proyecto de centro lo que sucede es que cada profesor tiene su propio proyecto. Lo mismo ocurre en la parcela de la universidad que yo conozco. He participado en la elaboración de al menos dos planes de estudio en mi facultad y puedo asegurar que jamás he oído que nos planteáramos qué tipo de profesional queremos formar, si tenemos que potenciar –y hasta qué grado- las destrezas oratorias del estudiantado –tanto en español como en inglés-, la capacidad para elaborar un argumento y defenderlo, la redacción coherente, el trabajo en equipo y un largo etcétera. En un contexto como este, yo también tengo mi propio proyecto educativo –yo también debo ser víctima del individualismo burgués-, el cual parece difícilmente compatible con el resto de proyectos educativos.

Estamos insertos en una época de cambios acelerados. La información está disponible en la red. Si se quiere escuchar a los mejores especialistas en una materia, Youtube o las TED talks suplen con enormes ventajas y eficacia a la docencia transmisiva. En estas condiciones, condenar al estudiantado a estar sentado y callado escuchando una sucesión de discursos inconexos enlatados en sesiones de una hora u hora y media es ir claramente contracorriente. Estamos frente a un tsunami de imprevisibles consecuencias y mi impresión es que esta universidad va a ser barrida por él. 

lunes, 7 de marzo de 2016

Mi respuesta a Alberto Royo

          En su blog, Alberto Royo contesta a mis comentarios acerca del artículo que el diario El Mundo publicó con relación a un reciente libro de este profesor. El principal problema que veo a su réplica es que, al igual que Don Quijote tomara por gigantes lo que no eran sino molinos de viento, su autor no duda en atribuir a quien de él discrepa palabras y actitudes que no ha manifestado. De este modo, y por sorprendente que pueda parecer, Royo me sitúa en el bando de “quienes desprecian el saber y la cultura”, de “quienes quieren convertir al profesor en un mono de feria”. Lo que me pregunto es: ¿quiénes son tales gentes tan aviesas? No contento con esto, afirma que lo “que ha cambiado es sencillamente que hoy se cuestiona que el niño deba aprender”. Mi pregunta vuelve a ser la misma: ¿quién cuestiona esto?  O, más adelante, se pregunta si “se considera que tener un cierto orden en clase es una humillación para los alumnos”, afirmación que pertenece en exclusiva a su peculiar cosecha personal. Para aclarar estos extremos, Royo me remite a la lectura de su libro, condición que parece establecer como indispensable para que pudiera reflexionar sobre un artículo de periódico en el que se recogía alguna de mis opiniones (razón por la cual escribí una entrada en mi blog).

         Recurriendo al arte de birlibirloque, dice que la izquierda –en la que al parecer, y sin que venga al caso, creo que me incluye- “hace tiempo que renunció a defender la instrucción pública como palanca de ascenso social”. Sin embargo, quien escribe el prólogo de su libro es, según sus propias palabras, “progresista, socialdemócrata declarado”. ¿En qué quedamos? ¿Ha entregado el prólogo a un izquierdista, el cual, en consecuencia, sería un renegado de la escuela pública? A renglón seguido, descubrimos que el prologuista debe ser un izquierdista quizás de los buenos, de los que defienden el conocimiento. Según parece, en nuestra escuela no se trabaja a partir del conocimiento. Sin embargo, lo que en ella tenemos es una saturación de asignaturas –hasta trece en primero de la ESO-, cada una de las cuales está sobrecargada de conocimientos. Es tanto lo que se pretende abarcar, que se cae en el mayor de los ridículos. Véase a modo de ejemplo, cómo un libro de cuarto de la ESO (J. A. Martínez, F. Muñoz y M.A. Carrión, Lengua Castellana y Literatura, Madrid, Akal, 2008), en su afán por explicar la práctica totalidad de los poetas de la generación del 27, no le queda más remedio que recurrir a un resumen irrelevante de algún aspecto de cada uno de sus miembros:

Ø GERARDO DIEGO (1896-1987). Su extensa obra poética se caracteriza por su variedad formal y temática. En ella conviven el vanguardismo ultraísta y creacionista, el neopopularismo, el gongorismo y los moldes clásicos. Algunos títulos son: Imagen, Manual de espumas, Fábula de Equis y Zeda, Alondra de verdad, etc. (p. 268).

Y lo mismo sucede con el proteico empeño por referenciar a buena parte de los novelistas actuales.

Ø JOSÉ MARÍA MERINO conjuga en sus relatos el gusto por narrar con la experimentación técnica: Novela de Andrés Choz, El caldero de oro, La orilla oscura,… (p. 333).

¿Qué se pretende con estas pequeñas píldoras de información? ¿Correrán los estudiantes a la biblioteca a leer los libros de estos autores?

Aquí se puede ver el modo cómo ahogamos en un océano de ejercicios de Matemáticas, repetitivos hasta el aburrimiento, a nuestros estudiantes de Secundaria. La comparativa con lo que ocurre en Singapur –país cuyos resultados en esta materia son mucho mejores que los de España- no tiene desperdicio.

El problema de todo esto, y lo saben muy bien los propios profesores, es que el conocimiento que pretende transmitir nuestra escuela es sencillamente inabarcable.  

En mi escrito, hacía referencia, y así lo recoge Royo, a que elementos como la autoridad  "pueden fácilmente traducirse en una docencia de carácter unidireccional en la que la palabra queda monopolizada por el profesor condenando, de este modo, al alumnado al silencio y, muy posiblemente, a la ausencia de aprendizaje". Desde aquí, Royo no tiene empacho alguno en considerar que el hecho de que la docencia pudiera ser unidireccional equivale a poner en duda la honradez del profesorado. Sin embargo, que es mayoritariamente unidireccional –lo que, además, dista de ser un insulto- es algo que, para nuestra desgracia, constató un equipo de la OCDE en una visita escolar a la fue invitado por el gobierno de Canarias. Esto es lo que decía:

Muchos profesores sólo exigen a sus alumnos que memoricen los contenidos de una asignatura para poder aprobar los exámenes. Este estilo de enseñanza no conlleva la obtención de buenos resultados en el informe PISA ni en la educación en general.

Royo se pregunta “por qué es más importante el "aprender a aprender" que el "aprender"”.  Muy sencillo: aprender a aprender consiste en adquirir conocimientos a lo largo de toda la vida.  Se aprende a aprender a partir de conocimientos, no en el vacío.

         Royo no tiene problema alguno en negar la realidad cuando afirma que actualmente “la diferencia cultural entre el maestro y el alumno es, en mi opinión, más acusada que nunca”. Por fortuna, esta vez dice que es su opinión. Sin embargo, el problema es que esto no es una cuestión sobre la que se pueda opinar. El nivel cultural (y educativo) de la población española –y la evidencia de que disponemos es abrumadora- se ha elevado considerablemente desde los primeros años de la democracia. Si no fuera así, literatos como Muñoz Molina, y tantos otros, no podrían vivir de su obra. Cosa distinta es que cierto prejuicio elitista impida ver lo que es una realidad incontestable.

         Lo mismo cabe decir de su desacertada afirmación de que “no ha habido mutación genética en la especie humana que justifique el que un niño aprenda hoy de manera diferente a como lo hacía ayer”. Lo que sí sabemos hoy en día es en qué modo la gente puede aprender más eficazmente. Basta con pensar en los trabajos de Howard Gardner y de Lawrence Steinberg (espero que no sean despachados como meros charlatanes)

         Dado que considero que uno de los fallos de la LOGSE ha sido no contar con profesores para la ESO, Royo llega a la conclusión de que, en realidad, lo que creo es que los profesores de Secundaria son “directamente "inútiles"” (a este hombre no le cuesta lo más mínimo hacer el recorrido que lleva a la descalificación). Sin embargo, lo que yo digo es que se tendría que haber pensado en un grupo o cuerpo de profesores de la ESO, el cual podría proceder de nuevas contrataciones o de profesores en activo. De hecho, y lamento no contar con datos científicos al respecto, es altamente probable que el primer ciclo de la ESO funcione razonablemente bien cuando de él se encargan maestros en lugar de profesores de Secundaria.


         Si uno entra en el blog de Royo, verá que quizás se considera una suerte de alter ego de Atticus, el protagonista de Matar a un ruiseñor, del cual en un momento dado, se dice: “Atticus me dijo que borrase los adjetivos y tendría los hechos (“Atticus told me to delete the adjectives and I'd have the facts”). Justamente, esto es lo que no hace Royo: llena su argumentario de insultos. No hace falta que nadie le obsequie con improperios. Él solito se las apaña para recopilarlos y desde ahí lanzarse por la senda de la discordia. 

domingo, 28 de febrero de 2016

Dad una oportunidad a la paz escolar

Hace unos días, el diario El mundo publicó un interesante reportaje bajo el belicista título de “Guerra en la escuela”. Su autora, siguiendo cierta tradición maniquea tan del gusto de las tertulias, divide a quienes estudian científicamente u opinan sobre el mundo de la educación en dos grupos: los “pedagogos” y los “antipedagogos”.
El origen del reportaje se sitúa en la publicación de sendos libros de dos profesores de Secundaria: Ricardo Moreno y Alberto Royo. Ambos coinciden con el prologuista del libro del primer autor, Arcadi Espada, en el recurso a la descalificación gratuita, cuando no al insulto, de cualquiera que ose discrepar de ellos. Así, Moreno no tiene empacho en considerar que existe una poderosa secta pedagógica (de hecho el título de su libro es material incendiario: La conjura de los ignorantes. De cómo los pedagogos han destruido la enseñanza) que ha recurrido a todo tipo de desvaríos para deteriorar nuestro sistema educativo. Royo no le va a la zaga -pese a que su prologuista es más moderado, salvo cuando de la educación se trata, que el del anterior libro- y no duda en calificar de charlatán a alguien como Ken Robinson (amén de Punset y de Coelho). Parece un poco contradictorio que los autores de estos dos libros pongan tanto énfasis en la autoridad del profesor para, a renglón seguido, insultar a todo aquel que no le gusta. Mala lección pedagógica, si se me permite el uso de este término para ellos abominable.
Fui entrevistado por la periodista autora de este reportaje y debo decir que, pese a que el artículo me parece correcto, no me considero parte del grupo de los pedagogos, si tal cosa incluye el desprecio del “esfuerzo, el mérito, la autoridad, la disciplina, la exigencia, la memoria y la evaluación”. Reflexionar sobre cada uno de estos términos daría para varios artículos. Por centrarme en algunos de ellos, ¿quién, en su sano juicio, podría negar, la importancia de estos factores? Que yo sepa, los únicos que parecen negar el esfuerzo, y quizás la memoria, son algunos mercachifles que se dedican a la venta de cursos de inglés. Autoridad, disciplina y exigencia son palabras polisémicas. Pueden fácilmente traducirse en una docencia de carácter unidireccional en la que la palabra queda monopolizada por el profesor condenando, de este modo, al alumnado al silencio y, muy posiblemente, a la ausencia de aprendizaje. En definitiva, se trataría de un modelo en el que el profesor debe ser obedecido por el mero hecho de serlo, con independencia de que sea arbitrario o se limite a leer el libro de texto. Ya no estamos en una sociedad en la que la diferencia cultural entre el maestro y sus alumnos –y las familias de estos- sea tal que aquel pueda ser venerado incondicionalmente (como se puede ver, a modo de ejemplo, en la película La lengua de las mariposas). Son muchas las cosas que han cambiado desde que los dos autores que aquí nos convocan accedieron a la docencia y sus prologuistas dejaron los pupitres escolares.
La LOGSE, aprobada por el parlamento español en 1990, estableció que todos los menores deberían estar escolarizados en un tronco común –la Educación Primaria y la ESO- entre los seis y los dieciséis años. Anteriormente, tal tronco concluía a la edad de los catorce años, al finalizar la EGB. Quienes suspendían este nivel educativo no tenían más opción que cursar Formación Profesional o –estábamos en otra España- irse de la escuela. El problema es que esta era una división no solo escolar, sino fundamentalmente social. La extensión de la escolaridad obligatoria se tradujo en que un profesorado habituado a la relativa placidez del BUP –para cuyo acceso se exigía haber aprobado la EGB- tendría ahora que bregar con todo tipo de alumnos –inmigrantes, gitanos, hijos de familias desestructuradas, “objetores” escolares y tutti quianti- y además hacerlo desde edades más tempranas –doce años en lugar de catorce-. La LOGSE, y creo que este fue su gran error, no contempló un nuevo profesorado –bien por reciclaje o nuevo acceso- para la ESO. A esto se añade que buena parte de los docentes de Secundaria entró en la profesión en los primeros años de la transición, una época marcada por cierto deseo de superar el desierto cultural del franquismo (contra el que lucharon muchos de estos mismos profesores) con una sociedad movilizada en favor de la construcción de centros escolares de Secundaria. Al igual que ocurrió con buena parte del país, las expectativas generadas por la transición no se correspondieron del todo con la realidad (y en esta, siento decirlo, habría que incluir un cierto grado de apoltronamiento derivado de la condición funcionarial de quienes de ella abominaron cuando fueron más jóvenes). En definitiva, estamos ante un grupo generacional –buena parte de él ya sexagenario y/o  recientemente jubilado- que ha marcado el ethos de la profesión.  
Los aspectos que el artículo atribuye a los “pedagogos” (“la motivación, la creatividad, la originalidad, la integración, el coaching y la empatía”) resultan esenciales en cualquier proceso educativo que se precie de tal. Como se puede comprobar en la página web de CEDEFOP, en un país como el nuestro -pese a la crisis-, crece el porcentaje de empleos que requieren titulación superior y decrece considerablemente el de los que se pueden desempeñar con una educación básica. Esto implica que, salvo que apostemos por una sociedad más polarizada que la actual, debemos hacer que nuestra escuela garantice a todo el mundo la adquisición de unos conocimientos y de unas destrezas mínimas que le permita desenvolverse con cierto grado de éxito en el mercado de trabajo y en el desempeño de su condición de ciudadano. En términos prácticos, esto significa que prácticamente el cien por cien de nuestros estudiantes ha de conseguir una credencial de Secundaria Superior (Bachillerato o Formación Profesional de Grado Medio). Pero, no acaba aquí la cosa. No sabemos qué empleos van a existir en el futuro, ni cómo van a evolucionar. Esto significa que hemos de preparar a la gente para un futuro incierto, lo que convierte en fundamental la formación permanente, el aprender a aprender. Si se sale hastiado de nuestra escuela, es difícil que se asuma el reto de aprender continuamente (y no solo en el trabajo).

Antes de terminar, quiero indicar algo muy importante. La supuesta tribu pedagógica no estaría compuesta solo por pedagogos, sociólogos y psicólogos. En el ámbito de las ciencias sociales habría de incluirse a un buen puñado de economistas (entre ellos los de la mismísima OCDE). Y, más allá, habría que incorporar a una neurociencia que nos dice insistentemente que  niños y adolescentes aprenden más trabajando en grupo y haciéndolo sobre cuestiones que conectan con sus intereses cognitivos (lo que, dependiendo de cómo se enseñe, incluiría buena parte del currículo actual y mucho más). Y, quizás lo más importante de todo, dentro de la propia profesión docente hay infinidad de "pro-pedagogos" (traidores, quizás). Moreno y Royo señalan que los "pedagogos" son los responsables del derrumbe de la escuela pública. Si esta deja que la iniciativa innovadora la lleven centros como los de los jesuitas de Cataluña (con una excelente labor, por cierto), tendremos que empezar a entonar un réquiem por la enseñanza estatal. 

domingo, 24 de enero de 2016

No aguanto ir al colegio


El pasado 21 de enero, el diario El Mundo publicó un editorial relativo al trágico suicidio de un niño de once años (de cuya carta de despedida he extraído la frase que da título a esta entrada), presuntamente víctima del acoso escolar. El periódico propone como solución “integrar la prevención, revisar el papel de los centros y afinar la legislación judicial”, al tiempo que subraya el rol esencial del profesorado en la detección de este problema.  Sin especificar en qué puedan consistir, plantea que “los colegios dispongan de los instrumentos adecuados para evitar abusos, insultos, vejaciones y daños físicos entre niños”.  Sin ánimo alguno de menoscabar las buenas intenciones de tan oportuna publicación, mi impresión es que su contenido, más allá de la importancia mediática de un editorial, es mera palabrería.
Muy probablemente, la clave del problema del acoso escolar reside en el propio funcionamiento de nuestro sistema educativo. Para esta escuela, un buen alumno es básicamente una persona que ocupa un asiento, no interrumpe el funcionamiento de la clase, hace sus deberes y responde cuando le pregunta el profesor. Nada de esto implica que mantenga buenas relaciones con sus compañeros, que sea solidario o  que sepa trabajar en equipo. Es decir, un buen alumno podría ser alguien aislado de cuyos sentimientos nadie en la escuela tendría por qué saber nada. Es más, si es un alumno con buenas notas se dará por supuesto que no tiene problema alguno (como ocurría con el adolescente – an “A”  student- protagonista de la película Gente corriente). Justamente, esto es lo que puede explicar que la sociedad se entere del sufrimiento de un niño cuando ya es demasiado tarde.
            La mejor estrategia de prevención sería promover una escuela en la que lo habitual fuese el diálogo. El aprendizaje por medio de escenarios dialógicos no solo resulta más eficaz que el modelo del opositor a los cuerpos del Estado (el cual parece el preferido por la escuela y por el actual gobierno en funciones), sino que permite algo tan esencial para la vida en sociedad como es el conocimiento del otro. En colegios como Trabenco (un centro público de Infantil y Primaria de Leganés, justamente la ciudad en la que vivía el niño), los alumnos comienzan la jornada escolar con una actividad llamada asamblea (aunque a mí me gustaría más que se llamase ágora). Reunidos en círculo -y muchas veces sentados en el suelo-, cada niño ha de exponer ante sus compañeros una noticia (la cual podría ser una información procedente de la prensa o algo que le ha pasado a él). El hecho de exponer en público tiene enormes y obvias ventajas que van desde ordenar la información, opinar sobre ella y desarrollar el arte de la oratoria. Más allá de todo esto, esta actividad permite que los niños se conozcan mejor (el tipo de noticias seleccionadas, y el modo en que se exponen, dice mucho acerca de cómo es una persona), que puedan ponerse en la piel del otro y que, en definitiva, capten la diversidad de personas que hay en cualquier entorno. En estas asambleas, además,  se invita a que los niños se evalúen entre sí con un ánimo positivo (con apreciaciones del tipo “hoy lo has hecho muy bien”, “no nos hemos terminados de enterar” o “siempre eliges cierto tipo de noticias”). En una ocasión visité uno de los centros de Secundaria en los que buena parte de los alumnos de Trabenco se matricula. En los grupos de discusión que hice, una de las cosas que me dijeron es que, en el patio de recreo, los únicos que se acercaban a los alumnos inmigrantes eran ellos.
            No contento con todo esto, el colegio Trabenco organiza una asamblea –esta vez sí me parece correcto el término- a la que asisten los delegados y subdelegados de cada uno de los grupos. Aquí se habla de aspectos generales del centro entre los que, como cabría esperar, se incluyen los problemas de convivencia.

            En definitiva, bien pueden estar los cambios normativos (los cuales, para gentes tan conservadoras como los editorialistas de El Mundo, pasan por endurecer la legislación de menores), la preocupación mediática, el teléfono de ayuda al alumno y demás. Sin embargo, mientras que el día a día en el aula encierre a cada alumno en su universo particular, seguiremos lamentando suicidios infantiles y adolescentes. Vivimos en un país de abogados o, si se quiere afinar más, juristas (lo han sido todos los presidentes de gobierno de la democracia salvo el más efímero de ellos). Por tanto, nada tiene de extraño que la solución de los problemas se suela fiar a la supuesta capacidad taumatúrgica de las leyes en lugar del diálogo y del mutuo entendimiento.