domingo, 28 de febrero de 2021

La demanda social como criterio de planificación escolar

 

La demanda social como criterio de planificación escolar

Enorme ha sido la polémica que ha desatado la nueva ley educativa por la omisión de la demanda social como criterio para decidir si crear plazas escolares en la red pública o en la concertada.

Lo que sabemos a ciencia cierta es que la mayoría de los centros concertados reciben más solicitudes de matriculación de las que pueden atender. Lamentablemente, este no es el caso de una buena parte de los centros públicos. Nuestro sistema, tal y como en su momento explicó José María Maravall (quien fuera ministro de educación en los años ochenta, cuando se aprobó la LODE), cuenta con una doble red de oferta pública constituida por centros estatales y centros concertados.

En consecuencia, y al menos en teoría, los centros concertados son tan públicos como los estatales: se rigen por similares normas de matriculación, cuentan con un consejo escolar (que, entre otras cosas, decide sobre la contratación y despido del profesorado), son gratuitos… Sin embargo, en la práctica la cosa no es así, pues mayoritariamente no son gratuitos. De acuerdo con un informe reciente, casi el noventa por ciento de ellos cobran a las familias cuotas mensuales supuestamente voluntarias. Esto se convierte en una enorme barrera para las familias con menos recursos.  Cierto es que tales cuotas pueden ser imprescindibles para el funcionamiento de los centros. La solución pasaría por incrementar la cuantía de los conciertos, cuestión anatema para buena parte de la izquierda. En todo caso, conviene aclarar que no siempre tales cuotas se justifican porque sean imprescindibles para el normal funcionamiento de los centros. Algunos colegios concertados introducen actividades intracurriculares en pleno horario escolar por las que cobran. Este podría ser el caso de la “piscina curricular”: el centro cuenta con una piscina climatizada y en ella se realizan sesiones obligatorias de la asignatura de Educación Física por las que todas las familias han de pagar la cuota correspondiente.

Quienes han salido a las calles estos días en protesta por la ley Celaá consideran que no mencionar la demanda social coarta la libertad de elección de centro. Tal libertad consiste básicamente en la posibilidad de elegir entre centros públicos o privados. Los defensores de la libertad de enseñanza consideran que la escuela pública es la escuela única, la que impondría la ideología del gobierno de turno o, si se prefiere, del Estado. Esto, obviamente, no es así. De hecho, en casi todos los países democráticos de nuestro entorno la inmensa mayoría de los centros son públicos y esto no menoscaba la democracia. En realidad, los centros concertados no ofrecen gran diversidad. De hecho, el sesenta por ciento de ellos son colegios de ideario católico (ideario que ofrece una cierta variabilidad: desde la exclusión del infiel al ecumenismo). Y justamente aquí tenemos otro elemento que puede convertirse en una barrera para la matriculación en estos centros si no se es católico. La solución es bien clara: nadie puede ser ni inquirido ni marginado por sus creencias. Esto significa que una familia tiene pleno derecho a que su hijo no asista a la asignatura de Religión Católica en cualquier centro (y, si se diera la circunstancia, abstenerse de rezar al comienzo de la jornada escolar o de cada clase). Lo que no puede hacer –tal y como estableció en su momento el Tribunal Constitucional- es atacar al ideario del centro.

En todo caso, no todos los españoles tienen la posibilidad de elegir entre un centro público o uno concertado. La pública existe incluso en los rincones más remotos del país y, por este motivo, puede considerarse como eje vertebrador del sistema educativo. Sin embargo, este no es el caso de la privada, la cual se concentra en las zonas más ricas de España. Está más presente en comunidades como Madrid o Euskadi, pero es minoritaria en Canarias o Extremadura; es más frecuente en las grandes ciudades que en las poblaciones pequeñas. Por otro lado, encuesta tras encuesta, queda claro que el primer criterio que siguen las familias a la hora de escolarizar a sus hijos es la proximidad domiciliaria (más en el caso de familias de bajo nivel de renta que en el de las más acomodadas). Las autoridades educativas hacen lo correcto al delimitar zonas preferentes de escolarización: no tendría ningún sentido caer en la irracionalidad de sobrecargar el tráfico con autobuses escolares subvencionados que satisficieran el deseo de escolarizar a los hijos en el otro extremo de la ciudad.

Como se decía más arriba, el hecho cierto es que los centros concertados tienen más demanda que los públicos. Dado que es así, ¿por qué negar a las familias la posibilidad de satisfacer su deseo? Si tenemos una doble red de escolarización pública, ¿por qué privilegiar a una en detrimento de la otra? Esto nos llevaría a la cuestión de por qué no se prefiere con mucha mayor intensidad la escuela pública. Y aquí es donde creo que la izquierda falla estrepitosamente. Si se quiere que la pública sea atractiva, mucho tiene que cambiar esta red. Para empezar, y sin ánimo de ser exhaustivo, raro es el centro público que cuenta con un proyecto educativo estable: su existencia depende de la voluntad de sus profesores (y, en ocasiones, de su mera estabilidad en el centro). Una libertad de cátedra mal entendida, unida a los desafueros que permite la condición funcionarial, impide que los centros públicos tengan una unidad de propósito. El tránsito de la primaria a la secundaria –que en la enseñanza pública implica cambiar de centro- es en muchas ocasiones un verdadero calvario. Recuerdo que en una investigación sobre jornadas de puertas abiertas, un instituto de secundaria de un barrio popular de Madrid se quejaba del bajo nivel de matemáticas con que llegaban sus alumnos desde la primaria. Esto posiblemente no sea un problema en los centros concertados, dado que mayoritariamente imparten ambos niveles educativos. Es decir, en la pública no solo falla la coordinación intracentro sino que lo mismo sucede con la intercentros.

Negar o limitar con criterios harto discutibles a casi un cuarto de la población con hijos en edad escolar la posibilidad de matricular a sus retoños en un centro concertado implica situar el debate escolar en el lugar que conviene a las tres derechas y en el que tiene todas las de ganar. Para mí la solución es muy clara: finánciese adecuadamente a la red concertada; téngase en cuenta la demanda de la gente y, sobre todo, promuévase una entusiasta y profunda renovación de la escuela pública. Lo importante es evitar la aparición de centros burbuja y de centros gueto.

Ciencia para todos

 

Ciencia para todos

 

En un ejercicio de transparencia encomiable, la ANECA (Agencia Nacional de la Evaluación de la Calidad y de la Acreditación) ha publicado la asignación de puntos para cada tipo de publicación científica que permite la obtención de tramos de investigación (también llamados sexenios, debido a que se conceden por periodos de seis años no necesariamente consecutivos) por parte del profesorado universitario. Pese a que esto podría parecer una cuestión meramente corporativa que solo incumbiría a los universitarios, la cosa –tal y como explicaré- trasciende a este colectivo.

 

                Quienes se presten a ser evaluados han de presentar cinco publicaciones. Para obtener una evaluación positiva es necesario obtener un mínimo de treinta puntos sobre los cincuenta posibles (cada publicación puntúa hasta un máximo de diez).

 

                En todas las áreas de conocimiento (ingeniería, física, matemáticas, filosofía, ciencias sociales, economía…) priman –con distinto grado de intensidad- las publicaciones en revistas en las que los artículos, presentados de modo anonimizado, son evaluados por otros dos investigadores sin contacto entre sí (es lo que se llama el doble ciego o evaluación por pares). La posición más alta la ocupan las revistas etiquetadas como JCR. A estas les siguen las que pertenecen al grupo SJR. El resto de revistas tiene menos valor.

 

                En el caso del área en la que trabajo, la de ciencias sociales, los solicitantes de un tramo deben contar con un mínimo de dos publicaciones (a las que también se llaman papers) en revistas JCR o SJR. El resto, hasta las cinco publicaciones que han de presentar los candidatos, pueden ser más artículos de revistas y/o libros o capítulos de libros en editoriales que aparecen en el ranking SPI (Scholarly Publishers Indicators). Justamente, este es un aspecto al que considero se debe prestar especial atención. Mientras que con un artículo publicado en una revista JCR del más alto nivel (las que están en el cuartil superior o Q1) se obtienen diez puntos, el máximo que se puede conseguir por un libro es de siete (la puntuación oscila entre tres y siete: un margen muy amplio que podría dar lugar a evaluaciones arbitrarias). Creo que no hay nada que objetar a que se exija un mínimo de publicaciones en revistas con evaluación por pares (y quizás, de paso, podríamos poner en duda la legitimidad de las clasificaciones JCR y SJR). Sin embargo, tal y como está configurado el baremo, se desincentiva claramente la publicación de libros. No es así en todas las áreas. Por ejemplo, en filosofía un libro puede dar lugar a diez puntos. Si bien es cierto que un libro podría ser el resultado de sumar artículos previamente publicados, esto no es lo habitual. Quiero decir con esto que el grado de esfuerzo que supone publicar un libro es normalmente muy superior al de un artículo en una revista, por muy prestigiosa que sea esta. La publicación de libros científicos contribuye a la calidad del debate público en las sociedades democráticas. Habitualmente, los libros se dirigen a un público más amplio que los artículos en revistas especializadas. Con un sistema como el español, un físico del renombre de Lawrence Krauss posiblemente no habría publicado un libro como La historia más grande jamás contada… hasta ahora: ¿Por qué estamos aquí?

 

La penalización de los libros puede deberse a que, a diferencia de lo que ocurre con las revistas más prestigiosas, la mayor parte de las editoriales no cuenta con evaluación por pares. Esto significa que pudiera ocurrir que un libro se publicara más por razones mercantiles que por motivos científicos. Es por ello que la presentación de indicios de calidad en forma de citas y de recensiones es más que conveniente. El problema que esto puede plantear es que si un libro se publica al final de un sexenio, lo más probable es que no haya transcurrido suficiente tiempo para aducir tales indicios. También sucede que una editorial de nueva creación tardará años en subir puestos en el ranking SPI y eso si es que no desaparece. Esto igualmente pasa con las revistas –tardan años en ocupar posiciones de prestigio-, pero tienen más capacidad de perdurar, ya que detrás de ellas puede estar alguna universidad u organización científica.

 

Igualmente, las reseñas de libros están en peligro. Reseñar un libro es un trabajo considerable. Mi propuesta sería equiparar la publicación de cinco reseñas (de libros del área científica a la que se pertenezca), en revistas de cierto prestigio, a una –y solo a una- de las cinco publicaciones que se piden para solicitar un sexenio. Y yendo un poco más allá, también se podría hacer lo mismo con quizás diez tribunas (o artículos de opinión) en periódicos –o solo diarios- seleccionados a partir de su difusión (al igual que en las editoriales, aquí tampoco hay evaluación por pares). De este modo, incitaríamos a la comunidad científica a implicarse en el debate público y en la creación de una ciudadanía informada. De hecho, hay medios digitales que publican artículos que nada tienen que envidiar a un paper.

 

Antes de acabar, me parece imprescindible hacer una reflexión sobre las publicaciones que cuentan con varios autores. En un ámbito tan jerarquizado como la universidad y con tanto personal que precisa medrar en su carrera profesional, no sería de extrañar que algún autor (-a) consiguiera sus sexenios con publicaciones colectivas en las que quizás su participación no fuera más allá de estampar su prestigiosa y/o poderosa firma. Es decir, puede que fuese conveniente limitar el número de artículos colectivos que se presenten a evaluación (al menos en algunas áreas).

 

                En definitiva, de acuerdo con lo aquí propuesto, se podría obtener un sexenio con dos artículos en revistas de máximo prestigio y con otras tres publicaciones. Estas últimas podrían ser más artículos, un bloque de cinco reseñas, un bloque de diez tribunas de prensa y libros (o capítulos). El objetivo final consiste en aunar la investigación científica rigurosa con su difusión –no menos rigurosa- al conjunto de la sociedad.