martes, 2 de septiembre de 2014

Libros de texto

Volverán los oscuros libros de texto de tu mochila su peso a colgar

                Cada mes de septiembre, con motivo del comienzo del curso escolar, afloran diversas polémicas relativas a los libros de texto. Las más publicitadas son las referidas a su precio y a su peso. Pocas veces se habla de la posible conveniencia de su pura y simple desaparición: de hecho hay colegios que prescinden de este material. Ni siquiera los padres y madres de la  CEAPA (Confederación Española de Asociaciones de Padres de Alumnos) -de la católica CONCAPA mejor no hablar- los ponen en cuestión. A lo sumo se propone que los paguemos entre todos, vía impuestos, lo que garantizaría la gratuidad de la enseñanza en sus niveles obligatorios y, de paso, el asentamiento definitivo de un material curricular cuyo uso, como trataré de explicar, es más que discutible.

                El mercado de libros de texto es un claro ejemplo de oligopolio. Como se puede ver en este link, la Iglesia católica con Bruño, Edelvives, SM y Edebé; el grupo Hachette Livre (propietario de Anaya) y PRISA (propietario de Santillana) copan este mercado (se puede saber más aquí). Y, apunte adicional, nuestro capitalismo castizo depende enormemente del BOE y eso explica que la sede de casi todas estas editoriales esté en Madrid. De hecho, la edición de libros de texto y de libros oficiales es lo que explica la leve mayor producción editorial de Madrid con respecto a Barcelona. Recientemente el líder de Podemos se quejaba de que no podía hablarse de democracia en una sociedad en la que unas pocas empresas monopolizan la información: lo mismo sucede con la “información” que suministramos a nuestros escolares.

                Por si esto no fuera poco, además de los libros de texto, el consumidor ha de adquirir para-libros de texto (normalmente editados por la mismas editoriales de libros de texto): diccionarios de lengua castellana –y, si es el caso, de la cooficial-, de inglés, de segundo idioma extranjero; libros de lectura (a veces, versiones infantilizadas de obras literarias). Sobre los diccionarios debo decir que desde que el de la Real Academia está en la red, o desde que existen maravillas como wordreference.com, mis dos estantes de diccionarios duermen el sueño de los justos. En un mundo como el actual, ¿qué razones pueden explicar que haya que comprar diccionarios escolares?

                Sobre el peso tan solo apuntaré el marcado contraste en cómo esta sociedad hace lo posible por aligerar los maletines de los altos profesionales (ahí están los Steve Jobs de turno devanándose los sesos para conseguir portátiles tan finos que puedan deslizarse debajo de una puerta) mientras que nuestros colegiales (a veces, más bien sus padres o sus abuelos) cargan con pesadas mochilas o las arrastran (haciendo que la entrada de los colegios se asemeje a una terminal de aeropuerto en horas punta). Reconozco que algunas editoriales se han apiadado de los sufridos consumidores y han dividido cada libro de texto en tres partes: una para cada trimestre.

                Los libros de texto constituyen un material un tanto peculiar. Se trata de libros estacionales, rasgo que comparten con los que se entregan por fascículos. Salvo grandes esfuerzos por parte del consumidor, solo se pueden comprar desde poco antes del comienzo de curso –cada vez es más frecuente que las grandes superficies comerciales den la tabarra con su compra ya desde el mes de junio- hasta el mes de septiembre u octubre. Es más, ni siquiera las bibliotecas los clasifican si es que siquiera los recepcionan. Rara cosa esta: los libros que utilizan los menores para formarse son difícilmente accesibles para el resto de los ciudadanos (salvo, claro está, que tengan hijos en edad escolar). La cosa parece clara: quien quiera saber algo sobre, por ejemplo, el sexenio revolucionario, seguramente no consultará sobre el tema en un libro de texto.

Quizás lo más grave es que se trata de libros que tampoco interesan a la comunidad científica. Los investigadores de materias que se imparten en la educación preuniversitaria no suelen preocuparse por cuáles sean los contenidos con que se forma a los menores en sus áreas de investigación. Esto es gravísimo: significa que son libros que se salvan de ser analizados. Esto no ocurre en otras áreas. Nadie se imagina que una novela no sea objeto de algún comentario en alguno de los muchos medios de comunicación de que disponemos. Y si nos vamos a la investigación científica, uno de los criterios fundamentales para que un libro sea valorado en las peticiones de tramos de investigación del profesorado universitario es que sea objeto de recensiones por otros miembros de su comunidad científica. Con más frecuencia de la deseada, también en la universidad algunos libros se utilizan al modo de los libros de texto. La diferencia es que, en este caso, no son libros estacionales y lo habitual es que se puedan adquirir en librerías y estén disponibles en las bibliotecas. Recuerdo el caso de un libro que publicó un profesor sobre estructura social el cual cayó en manos de otro profesional de la materia, quien dedicó una ponderada y dura crítica a esta obra en la principal revista científica de su área. De este modo, toda la comunidad científica tiene la posibilidad de saber que la calidad de tal libro es, como poco, dudosa.
               
Esta ausencia de mirada crítica permite que pasen incongruencias como las de este libro de texto de cuarto de la ESO (J. A. Martínez, F. Muñoz y M.A. Carrión, Lengua Castellana y Literatura, Madrid, Akal, 2008). En un momento dado, los autores se ven en la tesitura de decir algo sobre los principales poetas de la generación del 27. Esto es lo que escriben sobre Gerardo Diego.

GERARDO DIEGO (1896-1987). Su extensa obra poética se caracteriza por su variedad formal y temática. En ella conviven el vanguardismo ultraísta y creacionista, el neopopularismo, el gongorismo y los moldes clásicos. Algunos títulos son Imagen, Manual de espumas, Fábula de Equis y Zeda, Alondra de verdad, etc. (p. 268).
               
                No solo es que la jerga sea incomprensible, sino que en ningún lado del libro se explica qué sean el vanguardismo ultraísta o el neopopularismo. Si alguien se toma la molestia de consultar la Wikipedia podrá fácilmente comprender tal jerigonza. Poco más adelante el libro ha de bregar con los innumerables literatos de hoy en día lo que le fuerza a caer en el mayor de los ridículos telegráficos.

JOSÉ MARÍA MERINO conjuga en sus relatos el gusto por narrar con la experimentación técnica: Novela de Andrés Choz, El caldero de oro, La orilla oscura,… (p. 333).

La pregunta que uno se puede hacer es qué sentido tiene esto. Si se tratara de preparar unas oposiciones para notaría, cabría entenderse. Pero, si lo que se pretende es crear un público lector, parece que no vamos por buen camino.

 Por fortuna, a veces, especialistas como Álex Grijelmo denuncian este mundo absurdo. En una entrevista con Juan Cruz (El País, 24 de septiembre de 2006) con motivo de la presentación de su libro La gramática descomplejizada (Taurus, Madrid, 2006), indicaba que en los textos de secundaria uno puede tropezarse con estos horrores:

El complemento predicativo es un sintagma adjetivo que complementa a los verbos predicativos y concuerda en género y número con el sintagma nominal.
El complemento de régimen verbal es un sintagma preposicional que se forma mediante la preposición que exige el verbo y un sintagma nominal.

                Incluso, asignaturas recientes como es el caso de la Economía cuenta con libros de texto con igual pretensión abstrusa. He aquí un ejemplo tomado de un texto de Economía de la editorial Edebé (p. 67) para primer curso de bachiller:

El equilibrio del consumidor es el punto de tangencia de la curva de indiferencia más alta posible con la línea de restricción presupuestaria, dónde el consumidor alcanza la máxima satisfacción.[1]

Todo ello para decir que  uno compra lo que más le gusta o le interesa siempre y cuando tenga dinero.

                Los libros de texto no suelen invitar a ser trascendidos. Lo que en ellos se plantea aparece como una suerte de verdad revelada, indiscutible y fáctica donde no caben más puntos de vista que los de sus autores. En estas condiciones es poco frecuente el uso de bibliografías que inciten a ir más allá, a poner en duda lo que se dice en ellos. Por mucho que pudiera pesar a las editoriales de libros de texto, libros y libres son palabras casi homónimas. Un libro que no incite a la libertad debería ser puesto en duda. 

                Y, para no dejar mal sabor de boca, quien quiera conocer cómo un centro público funciona sin libros de texto puede leer este artículo.
               





[1] Estudio del currículum oculto antiecológico de los libros de texto (octubre de 2006), en http://www.ecologistasenaccion.org/IMG/pdf/Informe_curriculum.pdf

¿Qué he hecho yo para merecer este plagio?

¿Qué he hecho yo para merecer este plagio?

                Un prolífico y brillante compañero escribe un excelente artículo (se puede leer aquí) sobre el plagio que practican algunos estudiantes universitarios al hilo del cual haré dos comentarios. El primero es un intento de explicación, a partir de mi propia experiencia escolar, sobre por qué muchos de los estudiantes que plagian, en realidad no son conscientes de estar cometiendo fechoría alguna. Y el segundo se adentra, igualmente partiendo de mis propias vivencias, en otro tipo de plagio.
                Cuando era alumno de primaria y de secundaria, era relativamente habitual que nuestros profesores nos encargaran hacer un trabajo –colectivo o individual- sobre tal o cual tema. Como en aquel entonces –hablo de la década de los setenta del siglo pasado- no existía Internet, lo que se hacía era ir a la biblioteca más cercana –en mi caso, recuerdo la de una entidad bancaria- y copiar párrafo tras párrafo de las numerosas enciclopedias que rebosaban en sus estantes lo que creíamos que guardase relación con el tema propuesto. En ningún caso recuerdo por parte del profesorado algún comentario sobre tan inútil tarea de amanuense. La única excepción que viene a mi memoria es la de un trabajo que hice sobre el franquismo cuando cursaba primero de BUP (tendría catorce años). Para mi sorpresa, el profesor me felicitó porque consideraba que había seguido el esquema -tan querido por la escuela de los Annales- de causas, hechos y consecuencias. Lo cierto es que yo simplemente me limité a hacer lo que sabía: copiar de aquí y de allí. Siendo el capital cultural de mi familia más bien bajo, nadie tuve a quien consultar. Debe ser que, a veces, suena la flauta .
                Supongo que esto es lo que sigue ocurriendo hoy en día y por eso no es extraño que algunos profesores exijan que los trabajos sean manuscritos –de nuevo, la inutilidad de lo amanuense- en el entendido de que no serán el mero fruto del copy and paste. Si así es como formamos a nuestros alumnos, ¿qué tiene de extraño el plagio en la universidad?
                Continúo con el segundo aspecto que quería comentar y que ahonda en las razones del plagio. En el colegio en el que estudié –un centro privado que ahora alardea de cierto impostado postín- era el director quien decidía qué libros de texto tenían que comprar los alumnos. En ocasiones, algunos profesores –por regla general, los más preparados, los cuales acabarían por desembocar en los institutos públicos de nueva creación de la transición- se rebelaban frente a tal arbitrariedad –de claros tintes crematísticos- utilizando otro libro de texto, del cual leían en voz alta párrafos enteros a modo de apuntes (los cuales constituían el saber oficial). Esto no solo ocurre en algunos centros privados. También sucede con aquellos profesores que se integran en un instituto de secundaria –por un traslado, por ejemplo- una vez que su departamento ya ha decidido qué libros toca utilizar. En todo caso, convertir en apuntes lo que aparece en un libro de texto distinto al oficial entraría también en la categoría de plagio.
                En definitiva, el alumno y el estudiante no son otra cosa que una construcción social, y su comportamiento es mayormente un reflejo de lo que –consciente o inconscientemente- les enseñamos desde la institución escolar –la cual incluye, no se olvide, a la universidad-.

                En todo caso, que nadie tema. Para que haya un delito de plagio es preciso que además de copiar, exista un constatable afán de lucro, lo que no sucede en ninguno de los ejemplos comentados. 

¿Deben ser los profesores funcionarios públicos?

¿Deben ser los profesores funcionarios públicos?

El pasado 18 de Agosto el New York Times publicaba una interesante reflexión sobre los problemas que plantea el carácter fijo del contrato laboral del profesorado. El artículo parte de la preocupación expresada por un maestro entusiasta (hijo y nieto, a su vez, de maestros) ante el hecho de que el profesorado tenga garantizado de por vida su puesto de trabajo, lo que en los Estados Unidos se llama la tenure. La tenure, de acuerdo con este profesor, desincentiva la innovación y promueve esta típica actitud antipedagógica consistente en decir: yo lo enseñé y no es mi culpa que el alumno no aprenda. ¿Cuántos de nuestros estudiantes han transitado por una primaria plagada de actitudes de este tipo que les ha conducido al abandono temprano en una secundaria en la que también preponderan tales actitudes? De hecho, una sentencia de un juez de California considera que la tenure es una violación de los derechos de los niños ya que no les asegura un buen profesor. En Colorado se abolió la tenure y todo profesor que quiera tener un empleo fijo –lo que implica no someterse a pruebas periódicas- ha de demostrar que sus estudiantes han mejorado en tres años consecutivos. En el caso de que durante dos años consecutivos sus estudiantes no hayan mejorado, pierde la protección de su empleo.

                Conviene no asustarse por una cuestión como esta: no se trata de reducir empleos. En países mucho más igualitarios y con una proporción mucho más alta de empleo público que el nuestro –como sería el caso de Suecia- prácticamente no hay funcionarios (lo que sí hay son empleados públicos). ¿Hasta qué punto la condición funcionarial del profesorado –desde infantil a la universidad- puede haberse convertido en una patente de corso contra la ciudadanía?
               
Es sabido que uno de los grandes problemas de la enseñanza pública es la enorme dificultad que experimentan los centros estatales para configurar equipos docentes sólidos (sin duda, la clave para que un centro funcione bien). Esto se traduce en una disparatada concepción de la libertad de cátedra según la cual el profesor se  coordina con sus compañeros si así lo desea. De hecho, no es infrecuente que llegue a un centro que trabaja sin libros de texto alguien incapaz de funcionar sin ellos. Los derechos funcionariales permiten que cada dos años el profesorado pueda cambiar de centro siempre y cuando cuente con los puntos suficientes (los cuales básicamente dependen de la antigüedad y del desempeño de puestos de gestión) lo que explica que muchos colegios e institutos situados en lugares socialmente privilegiados sean “cementerios de elefantes”. Cuando se ha planteado la posibilidad de que el centro pueda seleccionar a su profesorado, desde el corporativismo docente –del que hacen gala todos y cada uno de los sindicatos- se ha puesto el grito en el cielo. Conviene no perder de vista que los pocos centros públicos innovadores y democráticos que tenemos en este país seleccionan –o, al menos, lo intentan denodadamente- a su profesorado de un modo u otro (para lo que suelen depender del subterfugio de  que la administración de turno conceda plazas en comisión de servicio).

En esto, sin ningún género de dudas, la enseñanza privada (concertada o no) está en una clara situación favorable. Muy posiblemente donde más se note esta ventaja sea en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). El encaje de este nivel en nuestro sistema educativo dista de estar resuelto. De hecho, en realidad, el problema fundamental es que en la pública no disponemos de profesores de secundaria obligatoria. En la red estatal, la ESO se imparte en los Institutos de Educación Secundaria (IES), los cuales son centros en los que la mayor parte de sus docentes lo que desea es ser profesor de Bachillerato –nivel en el que supuestamente podría desplegar su sabiduría de especialista-. Lo mismo sucede, por cierto,  en la universidad: ¿qué porcentaje de catedráticos da clases en los primeros cursos?

Dado que, a diferencia de lo que ocurre en la privada, los IES escolarizan todo tipo de gentes (desde los hijos de profesionales universitarios a los retoños de gente sin formación intelectual), lo que suelen hacer es crear itinerarios que separen a los “buenos” de los “malos” alumnos. Si el IES cuenta con una sección de idioma extranjero (sobre este tema se puede ver aquí una interesante reflexión), la tarea es muy fácil: los “buenos” van a los grupos de tal sección y el resto es condenado a transitar por aulas cuyo elevado porcentaje de suspensos es una prueba empírica de la profecía que se cumple a sí misma. Si no hay sección, es suficiente con poner en los grupos D o E de primero de la ESO a los que precisen refuerzo de Matemáticas o de Lengua. Rara vez la privada cuenta con este problema, ya que tiende a escolarizar al alumnado de mayor nivel socioeconómico y educativo, por lo que sus itinerarios pueden consistir en la invitación al “mal” alumno a que busque un centro –normalmente público- que case con su pésimo desempeño. En todo caso, conviene tener presente que hay centros privados que, gracias justamente a esta posibilidad de configurar sus plantillas, pueden practicar una enseñanza claramente inclusiva (este sería el caso, por ejemplo, del colegio Brot-Madrid o de los centros de la Fundación Hogar del Empleado).

¿Qué tiene esto que ver con la tenure? El profesor funcionario con cierta antigüedad no transitará (o apenas lo hará) por los cursos de la ESO –y nadie puede obligarle a ello- y la inmensa mayoría de los que han de bregar con este nivel se limitarán a explicar pese a que su alumnado no lo siga.

La enseñanza privada puede seleccionar a su profesorado pensando en la necesidad de que en sus centros haya docentes de secundaria obligatoria. De hecho, mi impresión es que, al menos en estos momentos, resulta temerario escolarizar en la pública a alumnos de primero de la ESO cuyo rendimiento esté por debajo de la media. En la pública pesará sobre ellos la condena de ser escolarizado en los grupos de menor rendimiento.
               
                Quizás en esto, la derecha esté alcanzando una hegemonía ideológica que la izquierda –me da igual que sea la tradicional o la más rompedora de Podemos- es incapaz de entender. Uno de los rasgos de nuestra transición y de la actual democracia es que España es un país que, con mayor frecuencia de la deseable, se ha preocupado más por el bienestar de sus servidores públicos –los datos comparativos sobre los salarios del profesorado español así lo atestiguan- que por el suministro de un servicio público de calidad. La derecha lo tiene muy claro: el servicio educativo es público, pero no tiene que ser proporcionado ni por funcionarios ni por empleados públicos. En la medida en que la ciudadanía perciba que en los centros privados pueda haber más organización que en los públicos, el camino hacia el crecimiento de la privada quedará aún más expedito de como lo está ahora.


                Mi propuesta sería, no tanto suprimir la condición funcionarial –aunque es algo que no descartaría- como modificar sustancialmente la cultura profesional del funcionariado docente. No es de recibo que los centros escolares sean verdaderos reinos de taifas. De seguir así, más que libertad de elección de centro habría que promover libertad de elección –o de rechazo- de profesor por parte de padres y/o alumnos. Y, cuestión absolutamente fundamental, deberíamos abrir el debate sobre qué hacer con los malos profesores y cómo reconocer a los que tienen un desempeño excelente. 

La invasión de los móviles

La invasión de los móviles
                Hace unos días estuve en el teatro viendo una obra que tenía una pequeña pausa central: simplemente se bajó el telón durante poco más de un minuto. Dado que estaba sentado en un palco, pude observar cómo a una velocidad supersónica multitud de espectadores aprovechaban tan leve lapso de tiempo para consultar sus móviles. Ya previamente a este receso, un par de móviles había sonado con una insistencia tal que temí que los actores paralizasen la obra.
                Si esto ocurre en el teatro, al cual la gente acude voluntariamente, tras haber pagado una entrada y donde se supone un cierto nivel educativo, ¿qué pasará en nuestras aulas? Me referiré a lo que conozco directamente como profesor de universidad. Lo cierto es que en clase rara vez suena algún móvil. Sin embargo, y esta es la preocupación que me producen los estudiantes, cada vez es más habitual que estos hagan alguna que otra consulta, más o menos furtiva, a los móviles. Más allá de la molestia que me pueda provocar el observar que hay gente que se desconecta temporalmente del decurso de la clase, lo que me inquieta es el modo en que este comportamiento pueda afectar al aprovechamiento del tiempo de los estudiantes.

                Supongo que es relativamente fácil pensar que si el móvil vibra es que algo muy importante acaba de suceder, pese a que lo habitual es que se trate de una bagatela más de las muchas con las que nos obsequia la telefonía móvil. Si esto ocurre con los que blanden un celular, no quiero imaginar qué pueden hacer los estudiantes que tienen abierto su portátil o su tableta. Pienso que la solución sería hacer lo que yo mismo hago –aunque no siempre lo cumplo- y que no es otra cosa que cerrar el programa de correo de mi ordenador cuando estoy trabajando ante la pantalla (por fortuna no soy un usuario intensivo del móvil). Es sabido de sobra que, por muy multitarea que pretendamos ser, hay actividades que requieren un nivel de concentración incompatible con las interrupciones que demandan los celulares.