lunes, 30 de enero de 2017

Enseñar sociología en inglés. Unas reflexiones

Enseñar sociología en inglés. Unas reflexiones
         Durante el primer cuatrimestre del año académico 2016-17 he tenido la suerte de impartir un curso de Sociología de la Educación en inglés. Se trata de una asignatura de cuarto año del grado en Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
         A diferencia de lo que ocurre en otras titulaciones de esta universidad –como, por ejemplo, Magisterio o Ciencias Económicas-, en este caso se trata de una de las tan solo dos asignaturas impartidas en inglés en tal grado. Se me escapan las razones por las que hay tan escasa docencia en este idioma. Más bien parece incluso que existe cierto rechazo a este tipo de experiencias hasta el punto de que esta docencia en mi facultad computa tan solo como un 25% más de horas –creo que es el mínimo posible- que en la impartida en español (las 60 horas de clase del curso en inglés equivalen en el cómputo de la llamada carga docente a 75 horas).
         Como era previsible, se trata de un grupo con no muchos estudiantes (al menos en términos comparativos): un total de veintiséis (que, como también es habitual, no acuden a clase todos los días). De ellos, la mitad son españoles. El resto está constituido mayoritariamente por estudiantes Erasmus (ocho alemanes, dos suecos y una francesa) a los que se añaden dos extracomunitarios (una rusa y una china).
         Los motivos para matricularse en una de las dos asignaturas impartidas en inglés son lo de lo más variopinto y creo que apenas tienen que ver con la asignatura en sí misma y mucho con el idioma. En el caso de los españoles, el deseo de mejorar su nivel de inglés me ha parecido evidente y quizás también lo sea el querer convivir en el aula con gentes de distintos países. Y entre los foráneos,  la razón principal es que se sienten más cómodos en una clase en inglés que en otra en español.
         En general, el nivel de inglés de quienes proceden de países nórdicos es muy bueno (mejor en el caso de los suecos que en el de los alemanes). No es así para el resto de las nacionalidades. En el caso de los españoles, lo habitual es tener un nivel de inglés tremendamente bajo. Solo dos de entre estos últimos han sido capaces de intervenir con cierta solvencia en las clases. De hecho, las estudiantes que más han participado han sido una española y otra sueca.  
         En tanto que profesor, esta docencia -que he asumido por vez primera- ha supuesto un agradable y exigente reto. Era consciente de las dificultades que supondría no tanto la labor transmisiva de conocimientos (que más o menos se puede ensayar previamente), como los continuos debates que hemos mantenido a lo largo del curso. A ello se ha añadido una sobrecarga inesperada: los contenidos de esta asignatura impartida en inglés no coinciden con los de la esta misma materia en español. Cuando -como hasta ahora- he impartido Sociología de la Educación me centraba mucho en el caso español para hablar de temas como la participación escolar, las desigualdades sociales, la creación de itinerarios, los contenidos curriculares y demás. En una clase con estudiantes de muy diferentes naciones no queda más remedio que aportar problemáticas y datos procedentes de otros países. La suerte es que buena parte de lo que se publica en ciencias sociales –y en todas las ciencias- se hace en inglés. A eso hay que añadir el creciente y reciente interés por los análisis comparativos de la educación entre países.
         En este curso, tal y como marca la normativa universitaria, hay dos tipos de clases: las “teóricas” y las “prácticas”. Las primeras –en torno a dos tercios del total de las sesiones lectivas- consisten en la explicación de un tema o de parte de un tema del programa. Las segundas han consistido, en este caso específico, en la exposición - y ulterior debate- por parte de los estudiantes –bien individualmente o en grupos de no más de tres personas- de alguna cuestión del programa, previo consenso con el profesor.
         Las clases teóricas las he dividido en dos secciones: una parte expositiva -a mi cargo- y otra de debate. La primera ocupa en torno a una hora en la que expongo el tema en cuestión, recurriendo ocasionalmente a pequeños –o, a veces, no tan pequeños- fragmentos de vídeo (extraídos de entrevistas o conferencias de investigadores sociales o de películas o series televisivas) que ilustran la explicación. Es sorprendente la enorme cantidad de material que ofrece Internet para esta labor. Si, por ejemplo, quiero ilustrar qué hacen los mejores sistemas educativos para formar a sus profesores, utilizo un fragmento de una entrevista a Darling-Hammond. Una posible limitación es que casi todos estos vídeos son de investigadores angloparlantes. He intentado utilizar vídeos en español pero, de momento, la función de subtitulación en nuestro idioma en Youtube no funciona bien. En todo caso, esto es una prueba más de la importancia de expresarse en inglés. Transcurrida esta hora, los estudiantes forman pequeños grupos o parejas para discutir durante diez minutos sobre alguna cuestión que planteo en torno al tema explicado. A continuación, y durante unos veinte minutos, entramos en un debate en grupo de la totalidad de la clase. Esta es, aproximadamente (es habitual improvisar un poco), la estructura de estas sesiones.
En las clases prácticas se hacen dos exposiciones de veinticinco minutos cada una, seguidas de otros veinte minutos de debate para cada una de ellas. Casi todos los estudiantes han realizado la exposición (cuatro no la hicieron y, en su lugar, optaron por la vía de escribir tres pequeños ensayos). Aquí es donde las diferencias de idioma han sido más clamorosas. Y no solo eso, la solvencia a la hora de exponer ha sido igualmente visible. Los estudiantes alemanes indicaron que desde el shock que supuso el informe PISA en 2000 muchas cosas han cambiado en la educación alemana, entre ellas la de habituar a los escolares a exponer en público. En el caso de una estudiante sueca, no solo estaba acostumbrada a exponer en público, sino que además en Secundaria había recibido clases de teatro.
         Si bien más arriba he indicado que no parecía haber por parte de los estudiantes un interés intrínseco por la asignatura, lo cierto es que los debates han sido enormemente enriquecedores. Al fin y al cabo todos han sido y son estudiantes. Esto ha permitido que aflorasen las experiencias y los conocimientos sobre educación de personas procedentes de muy diferentes países. 
         En definitiva, no puedo más que transmitir mi profunda satisfacción por esta experiencia. Si queremos que la universidad haga honor a su nombre (una entidad universal), no queda más remedio que empezar a diseñar grados o bien monolingües en inglés o, por lo menos, con una mayoría de cursos en este idioma. Antes de acabar, quiero subrayar que para estar a gusto en una clase de este tipo, es imprescindible –salvo que se parta de un nivel bilingüe-  dedicar muchas horas a mejorar la pronunciación y a aprender expresiones tanto académicas como de uso común (common parlance). En unas clases como estas, la improvisación está a la orden del día.
En el siguiente link se pueden consultar las presentaciones en PowerPoint utilizadas en este curso: https://www.researchgate.net/publication/312607347_Sociology_of_education_course




martes, 17 de enero de 2017

¿Qué clase de antro feudal es la universidad española?

¿Qué clase de antro feudal es la universidad española?

        Últimamente se suceden noticias dolorosas para la universidad española. Hace unas semanas eldiario.es dio a conocer que Fernando Suárez,  rector de la universidad pública Rey Juan Carlos, había plagiado la mayor parte de su producción científica, labor que le ha dado la posibilidad de cobrar “sexenios” de investigación, haber accedido a la condición de catedrático –igualmente plagiando- y, ulteriormente, convertirse en rector.
Tan solo unos días atrás, la prensa ha informado sobre los abusos sexuales sufridos por dos profesoras y una becaria, cometidos por otro catedrático -Santiago Romero- que en su momento fue decano de la Facultad de Educación de la Universidad de Sevilla.
         Estas dos recientes noticias son en sí mismas muy preocupantes. Sin embargo, lo más inquietante es la impunidad con que durante muchos años estos dos individuos han estado cometiendo las fechorías de las que ahora se les acusa. ¿Cómo es posible que hasta que la prensa no ha metido sus narices en tan turbios asuntos nada de esto hubiera trascendido? ¿Cómo explicar que sin la intervención de la prensa –y de los tribunales en el caso del profesor acosador- estos dos profesores de universidad seguirían campando por sus respetos?
         Lo que ha ocurrido –y que, por desgracia, ocurrirá aún en muchos otros sitios- denota claramente que la universidad es una especie de feudo donde resulta relativamente fácil conculcar las normas más elementales del estado de derecho. Que la carrera docente de tantos candidatos a profesores de universidad dependa de no enojar a quienes tienen el poder es un claro indicio de que la libertad intelectual, que debería ser santo y seña de la universidad, no ha terminado de llegar a tan alta institución educativa. En el blog hayderecho.com, Blanca Villanueva –una excandidata a profesora de universidad que finalmente se decantó por unas exitosas oposiciones a notaría- decía lo siguiente sobre la arbitrariedad en la universidad:

No sabes cuál es el criterio objetivo de selección, si es que existe, ni quién lo pone, ni si se mira con los mismos ojos a todos, ni cuándo vas a poder tener oportunidad de optar a una plaza.

         No me queda más remedio que confesar mi ingenuidad. Creía que tras casi cuatro décadas de democracia estos comportamientos eran cosa de nuestro pasado franquista. Sin embargo, nuestras universidades –hablo de las públicas- son instituciones democráticas: rectores, decanos y directores de departamento son elegidos democráticamente. Entonces, ¿qué falla aquí? Para que sucesos como estos tengan lugar hace falta haber tejido previamente una red de complicidades y de miedos, lo que permitiría explicar cómo incluso profesores con plaza fija –prácticamente intocables- hayan podido contribuir con su ominoso silencio a tal estado de cosas. Pero es que, además, los sindicatos apenas han dicho nada y parte de lo que han dicho es mejor que se lo hubieran callado.
         Estamos hablando de fechorías que se han realizado a lo largo de años y años. ¿Nadie sabía nada sobre las pulsiones lascivas del profesor de la Universidad de Sevilla? ¿Nadie vio nada extraño en los escritos de Fernando Suárez?
         Se me dirá que estos comportamientos son excepcionales. Sin duda. No obstante, el problema es que se pueden realizar durante años sin que pase nada. El profesor acosador ha sido condenado a siete años de prisión. Sin embargo, la Universidad de Sevilla ya era conocedora desde años atrás de las acusaciones contra este profesor y no hizo nada al respecto.
    Y, ¿qué pasará con el plagiador? ¿Se investigarán sus sexenios de investigación y su acceso a la cátedra? Espero equivocarme, pero todo seguirá básicamente igual. El plagiador no se presentará a rector, pero en su lugar puede que lo haga uno de sus adeptos. La cosa está bien clara: what happens in Vegas stays in Vegas

lunes, 9 de enero de 2017

La democracia está en peligro. ¿Puede hacer algo la escuela al respecto?

La democracia está en peligro. ¿Puede hacer algo la escuela al respecto?
La victoria electoral de Donald Trump y la creciente amenaza del posible acceso de la extrema derecha al gobierno en distintos países de Europa ha disparado las alarmas sobre la solidez de la democracia. Nada garantiza que no pueda desaparecer, como ya ocurriera en buena parte de Europa en los años treinta del siglo pasado. El giro de una preocupante porción del electorado de los países democráticos de Occidente hacia posiciones políticas marcadas por el odio, por la exclusión del otro y por la negación de la verdad es un claro síntoma de que algo va mal.
            Creo que es fácil estar de acuerdo en que la escuela debiera ser la principal institución a cargo de la formación de una ciudadanía democrática. De hecho, la mayoría de los últimos atentados de los que ISIS se ha hecho responsable han sido acometidos por personas educadas en sociedades democráticas de Europa.  Una escuela que condena al silencio y a la pasividad a su alumnado, en la que el fracaso escolar –y la consiguiente exclusión social- se concentra de modo abusivo en los sectores sociales vulnerables, es un caldo de cultivo para una intransigencia que -en el peor de los casos- puede conducir al terrorismo.
            En mi opinión son, como mínimo, tres las cosas que podrían hacerse desde la escuela. La primera sería democratizar las relaciones sociales dentro del aula. Esto es lo que hacen las escuelas democráticas de las que hablan Apple y Beane. En este tipo de centros se fomenta el diálogo entre los alumnos, se promueve que pongan de manifiesto sus inquietudes. Las maneras como se puede hacer tal cosa son variadas. En colegios de los que ya he hablado en alguna ocasión –como los CEIP Trabenco en Leganés o La Navata en Galapagar- las clases dan comienzo con la llamada “asamblea”, un tiempo –unos treinta minutos- y un escenario que permiten el mutuo conocimiento, la resolución del conflictos y el aprendizaje de las cosas más variadas por medio del diálogo. Lo habitual es que la asamblea consista en el comentario público en clase de una noticia por parte de un alumno. Tal comentario no solo permite desarrollar el tan descuidado arte de la oratoria, sino que además posibilita que los demás conozcan al compañero que expone –por el tipo de noticias que selecciona, por cómo se dirige a los demás y por un largo etcétera de detalles- y que se contrasten opiniones diversas. La cosa no acaba aquí. En estos centros se tiende a trabajar por proyectos cuya temática ha sido elegida por los propios niños. De este modo, además de incrementar considerablemente el interés por aprender, se fomenta un enfoque globalizado del conocimiento escolar. En un grupo de discusión que hice con antiguos alumnos de Trabenco cuando estaban cursando Primero y Segundo de la ESO, estos comentaban que eran los únicos que en el patio de recreo se acercaban a hablar con sus compañeros inmigrantes.
            El segundo elemento consistiría en promover el conocimiento a partir de la experimentación científica. Tal y como se suelen enseñar las ciencias –desde la Física a la Historia-, para la mayor parte de los alumnos el conocimiento científico puede tener la misma validez que el pensamiento mágico, las supersticiones o la religión. Por desgracia, en la escuela es poco habitual experimentar con el conocimiento científico, el cual va mucho más allá del derivado de las llamadas ciencias naturales y de la consiguiente visita al laboratorio del centro. A modo de ejemplo, un historiador –y no ese cuenta-cuentos en que muchas veces se convierte el profesor de historia- es alguien que trabaja con datos, que es capaz de elaborar modelos de cambio social, que pone de manifiesto que la historia no es una mera sucesión de acontecimientos –normalmente protagonizados por los reyes y otros prohombres-. Para hacer ciencia no hace falta ser un investigador consagrado. Hace unos años daba cuenta de la experiencia con los números de Fibonacci realizada por alumnos de Segundo de la ESO en el IES Arcipreste de Hita en Azuqueca de Henares, la cual les había llevado a participar en una feria internacional de la ciencia en Berlín. Muy posiblemente, quien esté habituado a saber de dónde procede el saber científico será menos susceptible de ser engañado por la infinidad de noticias y aseveraciones falsas que circulan por Internet (muchas de ellas propaladas por políticos irresponsables como es el caso de Donald Trump).
            El último elemento sería dar cumplimiento al precepto constitucional de que los profesores, los padres y -en su caso- los alumnos participen en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos públicos, lo que incluye a los concertados. Difícilmente el alumnado pasará de ser un convidado de piedra en el consejo escolar de su centro si día a día, en su aula y en su quehacer escolar, no decide absolutamente nada. Por desgracia, la experiencia que muchos alumnos pueden adquirir de su implicación en el consejo escolar es que la democracia es un paripé.
            Obviamente, ninguna de estas propuestas garantiza la desaparición del odio político y de los comportamientos antidemocráticos. No obstante, una escuela que fomente la inclusión, en la que nadie se sienta extraño, en la que se promueva el conocimiento de quien es distinto a uno mismo, contribuiría a la consolidación de los valores democráticos.
 Para acabar, recomiendo ver los dos primeros minutos de este corto vídeo extraído de la película Lugares comunes: https://www.youtube.com/watch?v=EIGch65ayJ0

¿Puede ser rutinario el trabajo docente?

¿Puede ser rutinario el trabajo docente?
Con motivo del último informe PISA, Andreas Schleicher –director general de este estudio- efectuó unas declaraciones al diario El País que quizás deberían convertirse en el eje fundamental del debate educativo en España. De su breve entrevista –poco más de tres minutos- destaco dos aspectos íntimamente conectados entre sí. El primero es que si PISA midiera la memorización de contenidos, España ocuparía una mejor posición en el ranking educativo internacional. El segundo, mucho más preocupante, es que –desde la perspectiva de Schleicher- la docencia es considerada en nuestro país como una actividad rutinaria que consiste en repetir una y otra vez los mismos contenidos. Me pongo en la piel, por ejemplo, del profesor de la ESO en Matemáticas que lleva más de treinta años explicando las ecuaciones de segundo grado del mismo modo –explicación que, por otro lado, se puede encontrar fácilmente en un montón de excelentes vídeos en youtube y, en más de una ocasión, aborda exactamente los mismos ejercicios y problemas- y me resulta fácil entender su más que probable deseo de prejubilarse cuanto antes.
Hace unos días fui entrevistado para un reportaje sobre profesiones apasionantes –yo matizaría que se trataría más bien de profesiones que pudieran ser apasionantes- como, en mi caso, sería la de profesor de universidad. En un momento dado, la entrevistadora me preguntó si todavía preparaba las clases. Si debo ser sincero, confieso que me costó entender la pregunta, sobre todo si consideramos que minutos antes me había referido a que vivimos en un mundo en el que el conocimiento científico se duplica cada pocos años. En este contexto, ¿cómo sería posible tener preparadas las clases para varios años o para toda la vida? Del mismo modo que los profesores finlandeses de Primaria y de Secundaria se plantearían abandonar su profesión si tuvieran que someterse al férreo control curricular al que condenan a nuestros profesores los libros de texto y los contenidos de las asignaturas –y quizás la molicie del corporativismo-, mi profesión apenas me resultaría atractiva de no ser por esta necesidad de estar permanentemente al día. En este sentido, concibo mi trabajo como el de un atleta de élite, el cual si no está en forma, simplemente, no puede participar en competición alguna.
            Si para mí mismo los contenidos curriculares han de estar abiertos permanentemente al aire fresco de la innovación, lo mismo cabe decir con respecto a los elementos con los que evaluar a los estudiantes. Entiendo que mi docencia –otra cosa es que lo consiga y mucho me temo que si lo consigo es en escaso grado- debe promover el pensamiento autónomo de los estudiantes, de manera que yo aprenda con ellos a partir de sus observaciones, de sus ideas y, cómo no, de sus críticas –aunque de esto hay poco: del mismo modo que el señor Jourdain de El burgués gentilhombre hablaba prosa sin saberlo, la gente debe estar de acuerdo con Durkheim cuando afirmaba que las relaciones sociales dentro del aula son de dominación-. Es por esto por lo que promuevo una evaluación basada en las ideas que puedan elaborar los estudiantes en sus exposiciones públicas en clase, su participación, sus escritos y los exámenes. Sé que es posible que me meta en camisa de once varas, pero no comprendo cómo aún puede haber profesores que basen sus exámenes en preguntas de respuesta múltiple las cuales, por definición, no dejan espacio para la expresión del pensamiento propio –que es, quizás, lo que se quiera evitar a toda costa o, lo que sería aún peor, que se considere que las opiniones de los estudiantes no valen la pena-.

            ¿Qué se podría hacer para cambiar esta situación? Con respecto a la docencia universitaria soy poco optimista. Aquí estamos en un escenario en el que esta actividad no se evalúa (lo habitual es que los llamados quinquenios de docencia se concedan por el mero paso del tiempo). De hecho, un profesor universitario es evaluado de modo casi exclusivo por su labor investigadora –aunque viendo el ejemplo del rector de la Universidad Rey Juan Carlos, ni siquiera eso-. No obstante, en el caso de la docencia no universitaria, hay amplio espacio para la esperanza. Ya desde el primer informe PISA –allá por el año 2000-, el tema de qué hacen los profesores de los mejores sistemas educativos del mundo está en el candelero y, sin duda, este se ha convertido en un problema que preocupa no solo a los gestores educativos sino a la opinión pública en general.