miércoles, 17 de mayo de 2017

La cara oculta de la evaluación

La cara oculta de la evaluación.
¿Cómo escriben nuestros estudiantes universitarios?

Cada cuatrimestre –más o menos desde mediados hasta el final de cada curso- evalúo textos que escriben los estudiantes matriculados en las materias que imparto. Doy –o he dado- clases a alumnos que ya tienen una cierta trayectoria en la Facultad de Sociología: desde quienes están en el segundo cuatrimestre del segundo curso hasta el máster. Es decir, se trata de estudiantes que, según me aseguran, han entregado trabajos escritos en casi todos los cursos en los que se han matriculado y que, generalmente, han pasado con éxito. Tales trabajos son, obviamente, entregados a sus profesores, pero lo habitual es que no les sean devueltos, de modo que los estudiantes desconocen, más allá de la nota, qué han hecho bien, dónde han fallado, qué pueden mejorar. Creo que solo así cabe entender que los alumnos pasen de un curso a otro arrastrando serios defectos en sus escritos. Me refiero a la mejorable redacción, a la ausencia de estructuración del escrito, al uso incorrecto de la ortografía o -entre otros elementos- al defectuoso y escaso léxico. Todo ello hace que numerosas frases y/o párrafos, e incluso la totalidad del trabajo, resulten por completo ininteligibles.

Soy plenamente consciente de que la docencia universitaria no se valora y, en consecuencia, no hay incentivo alguno para meterse en el berenjenal de hacer observaciones a los escritos de los estudiantes. Como ya he indicado en este mismo blog, los quinquenios de docencia se conceden por el mero paso de los lustros. Sin embargo, en tanto que profesores (en este caso, de universidad), nos incumbe formar a personas (ciudadanos y futuros profesionales) capaces de expresarse correctamente por escrito (también oralmente, pero esta es otra cuestión que espero abordar en otra entrada). En realidad, todos los profesores, con independencia de la materia que impartamos e incluso del nivel educativo en el que trabajemos, lo somos de lengua española -o castellana o la de la comunidad autónoma que cuente con otra lengua oficial- y, en consecuencia, a todos nos compete compartir con la Academia de la Lengua la labor de dar esplendor a nuestro idioma común.

Año tras año, me pregunto cómo es posible que los estudiantes lleguen a la universidad, y que continúen en ella, con unos niveles de expresión tan lamentables como los que describiré más abajo. Esto podría mejorar –incluso podría evitarse- si todos los profesores nos implicásemos más en este tema. Se trata de una cuestión extremadamente grave, ya que, al fin y al cabo, la inmensa mayoría de nuestros profesionales, buena parte de la clase política y la totalidad de los docentes salen de las universidades.  

Pese a que la labor de corrección y evaluación de textos es habitualmente tediosa (y aquí incluiría nuestro invisible y creciente trabajo como evaluadores –no retribuidos- de manuscritos enviados a las revistas científicas de nuestros respectivos ámbitos), desde hace ya unos cuantos años, es una tarea que se ve facilitada gracias al uso de procesadores de texto y a la inmediatez en la comunicación que propician los campus virtuales o el correo electrónico.

Antes de entrar en el tema de la corrección y evaluación propiamente dichas, quisiera prestar atención a la facilidad con que un preocupante alto porcentaje de estudiantes (y también algún rector) recurre al plagio y lo poco o nada que se hace para combatir tal lacra (de nuevo pienso en ese exrector). Recientemente, los medios de comunicación (el vídeo de La Sexta no tiene desperdicio) describían el recurso a tal estrategia por parte de una senadora para preparar sus preguntas en la Cámara Alta. La sociedad civil se rasga las vestiduras ante tal comportamiento y lo achaca a la intrínseca corrupción de los políticos. No obstante, esto es algo más habitual de lo deseable también fuera de la política. Raro es el curso en que no tropiezo con un mínimo de tres plagios –y hablo de grupos de menos de treinta estudiantes-. Aún desconozco –y quizás sea ignorancia mía- qué sanción propone la universidad para estos casos: apertura de un expediente, suspenso en la asignatura, escarnio en las redes… Por otro lado, y al menos en estos niveles, es muy fácil detectar un plagio o algo que claramente no ha escrito el estudiante en cuestión. Basta con leer una frase con un léxico sorprendentemente rico o el uso de alguna expresión propia de ciertas jergas  para sospechar sobre quién sea el autor. La comprobación es tan sencilla como escribir –con o sin comillas- el texto sospechoso en Google.

Nada más lejos de mi intención, en cuanto sigue, que ridiculizar a los estudiantes, aunque aquí me refiera a sus trabajos. En todo caso, se trataría de ridiculizar a un sistema –o puede que, más bien, a un profesorado- incapaz de cumplir con la elemental tarea de enseñar a sus estudiantes a expresarse, a estructurar ideas, a ordenar la información, a desarrollar un criterio propio.

         Hace unos días la prensa se hacía eco del escaso respeto por la ortografía del que había hecho gala el presidente de la comisión gestora del PSOE, Javier Fernández, en una misiva dirigida a Pablo Iglesias. El uso inadecuado de los signos de puntuación es también moneda habitual en la práctica totalidad de los escritos estudiantiles.

         Gracias a páginas web como la de Fundación del Español Urgente (www.fundeu.es), resulta sencillo encontrar explicaciones a fallos muy frecuentes, incluso entre personas cultas. Una de ellas, reiterada hasta la saciedad, es el uso de la estructura “sustantivo + a + infinitivo” (“cuestiones a plantear”, “noticia a destacar”). Lo mismo cabe decir de la menos tolerable expresión “acorde a” (“acorde a estos factores…”)

         A veces, algún estudiante pretende abarcar mucho más de lo que razonablemente sería posible, llegando a plantearse preguntas cuyas respuestas ocuparían varias tesis doctorales, y que además no guardan relación con el tema elegido. Así, hay quién pretende en un escrito responder a las dos siguientes cuestiones: “¿Qué es la movilidad social?  y ¿La educación?” (sic).

No es infrecuente el paso del plural al singular, de modo que se rompe la concordancia de la frase. Por ejemplo, en una misma oración se dice que “las mujeres” han llegado “a superar al hombre de actividad, empleo y paro” (sic).
        
Las palabras tienen uno o varios significados, pero no necesariamente el que el hablante cree que tienen. En un fragmento de Alicia en el país de las maravillas se explica el modo en que los poderosos –y los estudiantes no lo son - manipulan el lenguaje.

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.

En uno de sus trabajos, un estudiante, refiriéndose al hecho de que las mujeres son más longevas que los hombres, indica que esto se traduce en un “predominio” de aquellas sobre estos, como si se hubieran convertido en las dirigentes de la sociedad –o, por lo menos, del grupo poblacional de la tercera edad-. O, hablando sobre el desmesurado crecimiento del desempleo tras el hundimiento de la construcción, otro alumno cita como causa del tal desbocado incremento el paro entre los constructores (es decir, los empresarios), pese a que se quiere hablar del conjunto de los trabajadores –especialmente los menos cualificados- de este sector. O, hablando sobre teóricos de las ciencias sociales, hay quien escribe que los autores tienen –no se dice mantienen, plantean, defienden- posturas –como si de la práctica del Pilates se tratara-.

En el libro La ambición del César, Amando de Miguel y José Luis Gutiérrez describían la tendencia de Felipe González a utilizar palabras largas, en el entendido de que hay quien parece creer que estas suenan mejor que las cortas aunque, en más ocasiones de las que se cree, un sufijo cambia el significado del lexema. Este es el caso, de un estudiante que se refiere a la “intencionalidad de trabajar”. Tal y como puede verse en la web de Fundeu -a la que no me cansaré de agradecer su labor-, intencionalidad no es lo mismo que intención. La distorsión de los significados afecta también a expresiones propias de las ciencias sociales. Así, la movilidad social puede ser definida como el “cambio de ámbito”, sea este profesional o de estatus.

        A veces hay que hacer un ejercicio de adivinación para saber el significado de una expresión. En un trabajo se puede leer que la educación “contribuye en mayor parte a la movilidad social”. Previamente no se ha hablado de ningún otro elemento que en parte –menor, se entendería- pudiese explicar la movilidad social. Es de suponer que con la expresión “en mayor parte” se pretende aludir al factor que explicaría en mayor medida la movilidad.

Es frecuente que se recurra a expresiones perifrásticas que, en realidad, denotan un escaso conocimiento de la jerga, no ya de las ciencias sociales, sino del mero periodismo o incluso del hablar común. Así, en lugar de hablar del mercado de trabajo se utiliza la expresión, mucho más amplia y confusa, de “plano económico”.

Cuanto he referido aquí no es exclusivo –desgraciadamente- de la facultad en la que trabajo. He tenido ocasión de corregir escritos de estudiantes del máster de Formación del Profesorado de Secundaria, los cuales proceden de las titulaciones más diversas, y el problema es idéntico. Aunque en menor medida, estos mismos defectos los observo en algunos de los manuscritos enviados a revistas científicas que he aceptado evaluar.


         Llegados aquí, cabe preguntarse qué hacer ante este panorama. La respuesta a esta cuestión alargaría enormemente esta entrada y, muy posiblemente, requeriría una elaboración colectiva. He apuntado que el profesorado debería devolver, con las correspondientes observaciones, los textos de los estudiantes. Pero quizás lo más importante -y de esto no he hablado- es que, desgraciadamente, resulta posible aprobar un grado universitario sin apenas haber leído nada (y se nota mucho qué estudiante lee), y está claro que sin el ejercicio cotidiano de la lectura resulta poco menos que imposible escribir bien. Y es una pena, porque la biblioteca de la Facultad de Sociología de la UCM es la joya de la corona de este centro. 

martes, 9 de mayo de 2017

Unas reflexiones sobre las presidenciales francesas

La victoria de Macron permite respirar con cierta tranquilidad a la democracia francesa durante al menos cinco años más. Sin embargo, el mar de fondo de insatisfacción con el actual estado de cosas por parte de los grupos sociales menos privilegiados tiene visos de continuar, e incluso de agravarse, en el quinquenato que se inicia estos días.

Recientemente, he leído un par de artículos periodísticos que invitan a acometer una reflexión muy seria sobre el actual estado de cosas. Uno de ellos comenta la obra Le crépuscule de la France d'en haut (El crepúsculo de la Francia de arriba) escrito por el geógrafo Christophe Guilluy (un izquierdista celebrado por la derecha, según se señala aquí). Este libro denuncia las tremendas desigualdades entre la Francia de las grandes ciudades (cosmopolita, beneficiada por la globalización) y la Francia de las provincias. Guilly describe el ascenso de una nueva burguesía, de una nueva clase social, con alto nivel educativo que ocupa las posiciones clave del CAC40 (equivalente al español Ibex35) y genera ese discurso legitimador de la actual sociedad globalizada que no duda en considerar retrógrados (serían buena parte de los votantes del Frente Nacional) a quienes no se adaptan a los nuevos tiempos. Es un tipo de narrativa que recuerda mucho al supuesto espíritu modernizador del que hacen gala tantos dirigentes del PP, especialmente los más jóvenes.

            El otro artículo ha sido publicado en el New York Times por el novelista francés Edouard Louis con el significativo título de “¿Por qué mi padre vota a Le Pen?”. Louis describe su infancia en un pequeño pueblo del norte de Francia en el que la práctica totalidad de la población trabajaba en la misma fábrica. Su padre dejó de trabajar antes de los despidos masivos debido a un terrible accidente laboral que terminó por llevar a la pobreza a su familia (completada con una madre ama de casa y cuatro hermanos más). Antes de aprender a leer, Louis –nacido en la década de los noventa- ya sabía lo que era pasar hambre y tener que ir a casa de sus tíos para pedir comida. A los dieciocho años tuvo la suerte de convertirse en estudiante de Filosofía en París (fue el primer miembro de su familia en llegar a la universidad). El contraste entre el ambiente parisino y el de su localidad natal, le llevó a escribir un libro sobre su experiencia personal en el norte de Francia. En un muestra clara de la preocupante ignorancia de que hace gala la Francia acomodada de la otra Francia, el primer editor –parisino, para más señas- rechazó el manuscrito  aduciendo que la pobreza descrita en su novela había dejado de existir hacía más de un siglo. No es extraño que Louis considerase que la gente de la que se habla en las noticias no es nunca la de su infancia y adolescencia. Toda su familia vota a Le Pen –antes al padre y ahora a su hija- y lo hace, entre otros posibles motivos, en un intento claro de luchar por la visibilidad social que alimenta la demagogia del Frente Nacional –en claro paralelismo con la practicada al otro lado del Atlántico por Trump-. El partido socialista hace tiempo que dejó de hablar de la desigualdad de clase o de la pobreza para refugiarse en un lenguaje tecnocrático que oculta su genuflexión ante el neoliberalismo.

            En estas condiciones, y tal como se puede ver en el cuadro de más abajo, nada tiene de extraño que Le Pen haya obtenido más votos entre la clase obrera que Macron (56% frente a un 44%).




Desigualdades sociales ante la educación

Artículo publicado en la revista  Religión y Escuela, 310 (mayo de 2017) (pp. 22-25)
https://www.researchgate.net/publication/316787397_Desigualdades_sociales_ante_la_educacion

Desigualdades sociales ante la educación

Los datos sobre las desigualdades sociales ante la educación son cada vez más apabullantes. Una edición tras otra, el principal informe internacional de evaluación educativa, el PISA, pone de manifiesto que los peores resultados se concentran en el alumnado de más bajo estatus socieconómico (índice que se construye a partir del nivel educativo –años de escolarización- de sus padres, de la riqueza familiar y de los recursos educativos de que dispone el hogar). De acuerdo con un informe de la OCDE de 2016 (Low-Performing Students), el estudiante prototípico que fracasa en la escuela vive en una familia monoparental de bajo estatus socioeconómico y de origen inmigrante, habla en su hogar un idioma distinto al de la escuela, no ha recibido educación previa a la primaria, ha repetido algún curso y está matriculado en Formación Profesional.

            La escuela pretende ser una institución ajena a las desigualdades sociales. ¿Qué es lo que podría explicar que a ciertos grupos sociales les sea más fácil tener éxito en ella que a otros? En realidad, la escuela actual, más allá de la alfabetización básica (“las cuatro reglas”) requerida para incorporarse al rutinario trabajo de las fábricas de la Revolución Industrial, está pensada para una minoría de personas de sexo masculino, raza blanca y un cierto nivel de riqueza. El sociólogo francés Pierre Bourdieu decía que la escuela maneja el capital cultural de las clases medias y altas, de manera que quien no sepa desenvolverse con él está abocado al fracaso. Es algo que explicaba muy claramente, no sin cierta ingenuidad marcadamente clasista, Gómez Trinidad (exportavoz de Educación del Partido Popular y hoy miembro del Consejo Escolar de Estado), quien en unas declaraciones al diario El País (14 de febrero de 2010) afirmaba lo siguiente:

En el Bachillerato se debe adquirir la cultura media de la clase media. (…) Yo creo que la cultura que se tiene que conseguir en 4º de ESO es para poder moverse, es decir, lo que es una alfabetización básica, que se sepa leer, etcétera. Pero más allá de esa alfabetización se necesita un conocimiento de nivel medio, de lo que son las estructuras de este mundo, un bagaje educativo... Y eso es lo que se consigue en el Bachillerato. Un chaval de la ESO no tiene por qué salir conociendo las estructuras políticas o una profundización de la historia que sí se tiene en el Bachillerato.

            De ser esto así, nada tiene de extraño que todo el mundo trate de rehuir la Formación Profesional (tanto la Básica como la de Grado Medio: la Superior es otra cosa). Esto nos sitúa en el crucial debate sobre a qué edad separar a los estudiantes orientados hacia la Universidad de aquellos que a lo máximo a lo que pueden aspirar es a la Formación Profesional. Esto está muy claro en los recurrentes debates que vivimos en España desde poco antes del fin de la dictadura franquista. En 1970 se aprobó la Ley General de Educación (LGE), la cual extendía el tronco común de la educación hasta los catorce años –el final de la Educación General Básica-. Entonces, como posteriormente y ahora, se levantó la sospecha de si tal mezcolanza de alumnos no bajaría el nivel educativo. El debate se volvió a plantear, esta vez en un contexto democrático, con motivo de la aprobación –bajo un gobierno del PSOE- de la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo –LOGSE-, la cual extendía la comprehensividad hasta los dieciséis años –coincidiendo con el final de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO)-. Las leyes que ha aprobado el Partido Popular –la Ley de Calidad de la Educación (LCE) y lo que hoy en día queda de la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Educación (LOMCE)- han tratado siempre de limitar tal comprehensividad. Para ello, esta última incorpora una Formación Profesional Básica para aquellos alumnos de los que se intuye que no finalizarán la ESO, se crean los grupos de refuerzo desde segundo de la ESO, se introducen en cuarto de la ESO dos niveles de Matemáticas -las académicas y las eufemísticamente denominadas aplicadas- y este mismo curso se convierte en una antesala del Bachillerato o de la Formación Profesional (lo que acentúa su carácter propedeútico, pese al carácter terminal que debiera tener la ESO).

            No obstante, durante los gobiernos del PSOE la comprehensividad fue muy limitada. Nuestro sistema educativo ha dispuesto de variados mecanismos para separar el grano de la paja. De entre ellos, cabría destacar dos: el recurso (tremendamente abusivo) a la repetición de curso y a la segregación temprana, esta última por medios tan diversos como la denominada –también eufemísticamente- diversificación curricular (aunque el progresismo del PSOE posponía tal medida a tercero de la ESO) o la mera agrupación del alumnado por niveles en Secundaria a partir del expediente de Primaria.

            La repetición de curso ha sido tan intensa que, en algún momento de nuestra historia reciente, prácticamente la mitad de los alumnos varones de quince años no estaba escolarizada en el curso que correspondía a su edad. De hecho, en pleno boom económico de comienzos de siglo, en el curso 2006-07, el 42,6% del alumnado había repetido al menos una vez. En el curso 2015-16 hemos mejorado. No obstante, 36 de cada 100 de nuestros alumnos han repetido (con diferencias regionales que van de 45 de cada 100 en el caso de Murcia a 27 en el País Vasco). Aun así, muchos profesores insisten en considerar que en nuestro país se regalan los aprobados.

En el segundo volumen de los resultados del último PISA –el de 2015- se recomienda recurrir lo mínimo posible a la repetición de curso, la cual (aparte de ser enormemente costosa: en torno a un 10% del  presupuesto nacional de educación) se asocia a mayores desigualdades y a menor rendimiento. Uno de cada cinco estudiantes de bajo estatus ha repetido mientras que tal cosa solo sucede para el 7% de quienes proceden de familias acomodadas. En España, la posibilidad de ser repetidor es 3,5 veces mayor entre los alumnos de bajo estatus socioeconómico que para el conjunto de los estudiantes con los mismos resultados en PISA. Igualmente, se detecta que los estudiantes que han repetido curso tienden a manifestar actitudes y comportamientos negativos con relación a la escuela. Por fortuna, en los últimos tiempos se ha reducido el recurso a la repetición. Por ejemplo, en Francia –uno de los países que, junto con España y Portugal, contaba con un mayor porcentaje de repetidores- se ha rebajado en 16 puntos sin que esto haya afectado a los resultados en PISA.

            En lo que se refiere la segregación temprana (bien sea desde la Formación Profesional, los grupos de refuerzo o las Matemáticas de distinta calidad), la literatura científica –incluso la que procede de la OCDE- es poco proclive a tal medida. En general, la de la segregación temprana es una historia de rotunda injusticia social. Tal y como explicaba Corbett  Burris (en su libro On the Same Track), Estados Unidos se encontró a comienzos del siglo XX con la necesidad de dar una respuesta a la escolarización de los inmigrantes recién llegados del sur y del este de Europa. La solución consistió en escolarizar a las chicas, a las minorías, a los inmigrantes y a los estudiantes de clase baja en itinerarios de Formación Profesional. Los test utilizados para determinar quiénes irían a la rama profesional y quiénes a la académica contenían claros sesgos en favor de la clase media de raza blanca.

En el caso de Alemania, Becker et al. (en una investigación publicada en 2012 en el Journal of Educational Psychology) descubrieron que los estudiantes matriculados en los itinerarios académicos veían incrementado su cociente intelectual en comparación con sus compañeros enviados a la rama profesional. Estos resultados coinciden casi milimétricamente con los ya descritos hace más de tres décadas por Jeannie Oakes en su clásica obra Keeping Track, resultado de un trabajo de campo en veinticinco escuelas. El agrupamiento por niveles retrasa el aprendizaje de los alumnos menos académicos, hace disminuir su auto-estima y separa a los estudiantes a lo largo de líneas socioeconómicas. Resultan llamativas las diferencias en las respuestas dadas a ciertas preguntas en función del grupo al que perteneciera el alumno. Una de las preguntas era: ¿Qué es lo más importante que has aprendido en esta clase? Entre los alumnos de los grupos avanzados se obtenían respuestas del siguiente tenor: "He aprendido a analizar historias que he leído", "estoy desarrollando una mentalidad abierta", "he aprendido a hacer experimentos". Entre los de los grupos menos académicos las respuestas eran de este tipo: "Me he dedicado a inflar globos luminosos"; "no he aprendido nada, solo los números romanos"; "he aprendido que el inglés es aburrido".

En un estudio publicado por la OCDE, Simon Field et al. (No More Failures. Ten steps to equity in education) se declaran en favor de posponer la segregación temprana. Sucede que los sistemas educativos que separan en la Secundaria Inferior obtienen peores resultados en PISA. Además, cuando se comparan los resultados obtenidos en las pruebas de Primaria realizadas con el PIRLS  (Progress in International Reading Literacy Study) con los del PISA (recuérdese que se refiere a estudiantes de quince años de edad) se detecta que la segregación temprana se asocia a una menor igualdad de resultados e incluso, en ocasiones, hace bajar los resultados globales.

En un reciente estudio de la OCDE, cuyo clarificador título es Ecuaciones y desigualdades. Hacer que las Matemáticas sean accesibles para todos, se indica la necesidad de evitar clasificar a los estudiantes como listos o tontos, rápidos o lentos y, en su lugar, empezar a utilizar frecuentemente mensajes que incidan en la idea de que el éxito en Matemáticas se debe al esfuerzo, a hacer preguntas y a progresar continuamente. Un hallazgo clave es que en la medida en que los estudiantes trabajan con conceptos y tareas matemáticas complejas mejoran sus resultados en PISA (lo que iría en contra de los dos tipos de Matemáticas propuestas por la LOMCE).

Igualmente, el segundo volumen del último PISA (citado más arriba) insiste en esta misma idea de posponer la segregación escolar. Los estudiantes de medios menos favorecidos están claramente sobrerrepresentados en los itinerarios profesionales. Los resultados de PISA demuestran que la edad en que los estudiantes son separados en itinerarios se asocia no solo a unas mayores diferencias entre escuelas sino a una menor equidad en los resultados. En definitiva, cuanto más temprana sea la segregación, mayor es el influjo del estatus socioeconómico en los resultados.

            Los defensores de la LOMCE insisten en la necesidad de potenciar la Formación Profesional. Para ello se aduce el dato de que, comparativamente, en nuestro país la tasa de escolaridad en la red profesional frente a la académica es baja, lo cual no es cierto. Lo que sí es verdad es que la inmensa mayoría de los estudiantes que concluye la ESO –en torno al 80%- elige Bachiller. La Formación Profesional de Grado Medio escolariza a una alta proporción de alumnos de edad claramente superior a los 16 años, lo que contribuye a reforzar su imagen deteriorada, la de un itinerario de segunda categoría. El mercado de trabajo parece compartir este criterio. Así, de acuerdo con el informe de Adecco (Oferta y demanda de empleo en España, 2015), tan solo el 8,3% de las ofertas de empleo demanda un nivel de Formación Profesional de Grado Medio frente a un 17% de ofertas que solicita un nivel de Bachillerato.

            Recientemente, al hilo de la enseñanza del inglés y en inglés estamos asistiendo a una nueva estrategia de segregación. Sabido es el estrecho vínculo existente entre el nivel social y el conocimiento de idiomas. En la medida en que los centros de Secundaria cuenten con secciones bilingües, a estas tenderán a acudir los alumnos de mayor nivel de renta, convirtiendo, de este modo, a los grupos del alumnado “del programa” –los que no cursan materias en inglés- en una suerte de itinerario de inferior categoría fácilmente estigmatizable.

Finalmente, convendría señalar un aspecto en el que las desigualdades sociales son particularmente hirientes y que no es otro que la divisoria entre escuelas públicas, concertadas y privadas. Tanto las concertadas como las privadas obtienen mejores resultados que las primeras. No obstante, si descontamos el efecto que produce el hecho de que aquellas escolarizan a un alumnado de mayor estatus socioeconómico que estas, los resultados en PISA son prácticamente idénticos. Sin embargo, no ocurre lo mismo con aspectos clave, como la repetición de curso –mucho mayor en la pública-. Que a la privada no concertada –y en ausencia de una política de becas por parte de este tipo de escuelas- vayan las familias de mayor estatus (este tipo de centros escolariza al 6,4% del alumnado de España) se explica simplemente por el hecho de su elevado coste económico. Siendo ambas -sobre el papel- igualmente gratuitas, más explicaciones requeriría la diferencia social del alumnado de la concertada con respecto al de la pública. La distribución territorial de la concertada dice mucho con relación al tipo de público que escolariza. A la concertada acude el 25,6% del alumnado español, pero este porcentaje es sensiblemente menor en las regiones más pobres –en Castilla-La Mancha, Extremadura, Canarias y Andalucía es inferior al 21%- y supera el 29% en La Rioja, Navarra, Baleares, Madrid y el País Vasco-. Si hiláramos más fino, podríamos ver que, por ejemplo, en la ciudad de Madrid tiene más presencia en los barrios acomodados que en los más pobres o, si hiciéramos lo mismo con la Comunidad de Madrid, el contraste lo marcaría la escasa presencia de la concertada en el sur de la región. Sin duda, el hecho de que buena parte de los centros concertados cobren subrepticiamente una cuota a las familias los convierte en una suerte de privados low cost.


            En definitiva, y para concluir, la escuela parece ser una institución que se limita a constatar y a certificar las desigualdades que existen en la sociedad, como si no fuera una de sus principales labores combatirlas. Esta función no es, en modo alguno, incompatible con la consecución de la excelencia. Más bien al contrario. Los sucesivos informes PISA muestran que los países educativamente más exitosos son capaces de acometer ambas tareas a la vez.