sábado, 20 de junio de 2015

Un asunto de famlia

Un asunto de familia

En la anterior entrada, hablaba del género literario “jeremiadas del profesorado” y me refería a libros escritos por el propio profesorado. Ahora me adentro en la variedad periodística -de este subgénero- escrita por los familiares de los docentes. En esta ocasión, se trata de un texto publicado en el diario El País por parte del novelista, y “miembro de una familia de profesores”, Julio Llamazares, en el que comenta un lamentable juego, cuyo nombre lo dice todo: “Pegar al profe”. Acaba diciendo, y esto es lo que me interesa aquí, que la docente es una profesión que goza de poco prestigio (“Juego por juego, no sé cuál es peor, si el virtual de una juventud que pega a los profesores como diversión o el real de una sociedad que lo hace de verdad desde hace tiempo con su desconsideración”)  y que está muy mal retribuida (“la misma sociedad que los considera unos pobres hombres sin aspiraciones por dedicarse a una actividad tan poco gratificada económicamente”). Una vez más, y como señalaba en la entrada anterior, se habla a humo de pajas.

¿Es cierto que el profesorado está desprestigiado socialmente? Para saberlo, lo mejor es preguntar a la propia sociedad. En mayo de 2012, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS, estudio 2944) se interesó por el grado de confianza que ofrecen a la gente determinadas ocupaciones. Pues bien, la tercera mejor valorada (tras la de los médicos y la de los bomberos) es la de los profesores. Se podría aducir que esto es lo que piensa la población en general y que lo importante es qué dicen los padres y las madres. Contrariamente a lo que algunos agoreros pudieran pensar, la opinión de los progenitores es aún mejor. Esto es lo que comprobaron Álvaro Marchesi y Eva Mª Pérez (Opinión de las familias sobre la calidad de la educación).
           
            La segunda cuestión es la del salario. Empiezo con una cita de la obra de una investigadora norteamericana, Amanda Ripley,  en su brillantísimo libro The smartest kids in the world. And they got that way (Simon & Shuster, Nueva York, 2012: 86):

Curiosamente, los salarios más altos no coinciden necesariamente con la excelencia. Los profesores mejor pagados del mundo viven en España, donde los adolescentes rinden peor en Matemáticas, Lectura y Ciencia que en los Estados Unidos.

Los datos no dejan lugar a dudas: ya no se puede decir aquello de “pasas más hambre que un maestro de escuela”. De acuerdo con los datos publicados por la OCDE, en el año 2012, en España el salario inicial para un profesor de Primaria, en dólares -transformados por paridad de compra-, es de 35881 dólares y de 40308  para uno de Secundaria. La media para la OCDE, respectivamente, es de 28854 y 31348, y para la UE21, también respectivamente, 29123 y 31738. Es cierto que la diferencia disminuye a medida que aumentan los años de antigüedad pero, aun así, esta sigue siendo netamente favorable para el profesorado español.


La cuestión de por qué los docentes se quejan tanto de su situación sigue siendo un misterio para mí. 

miércoles, 17 de junio de 2015

Con la LOGSE en los talones

Con la LOGSE en los talones
Una valoración de Qué pasó con la enseñanza, Elogio del profesor.
(Pasos Perdidos, Madrid, 2015) de Luisa Juanatey

            He aquí el que posiblemente sea el último libro de un género literario, que sigue gozando de cierto eco mediático, al que podríamos llamar jeremiadas del profesorado. Su protagonista típico es un profesor o profesora (en el caso del que hablaré aquí se trata de una docente ya jubilada) de bachillerato, que accedió a la docencia en un instituto público, a comienzos de la transición (la famosa generación de 1977: “Llegábamos muchos, de golpe, todos jóvenes” p.28), apenas concluidos sus estudios de licenciatura.

El libro de Juanatey describe sus andanzas desde su juventud en la que daba clases, con cierto entusiasmo, a la mitad menos mala académicamente del alumnado (el alumnado del Bachillerato Unificado Polivalente –BUP- tenía que haber aprobado la Educación General Básica –EGB-) hasta el infierno de la LOGSE y su supuestamente inasumible comprehensividad: con esta ley están en las mismas aulas todos los adolescentes entre los doce y dieciséis años sin que medie ninguna selección previa. De hecho, esta es la queja que, en la primera página, recoge la autora (y obsérvese qué modo tan peculiar tiene de hacer historia de la educación):

…dos periodos bien diferentes de la historia de la enseñanza en España. El de los años en que con el –perfectible- sistema BUP y COU los profesores de instituto disfrutábamos de nuestro oficio bonancible con la agradable sensación de hacerlo satisfactoriamente. Y el de los años en que, tras la llegada de la Logse (1990), pasamos a vivir en permanente estado de inquietud por el mal camino que a nuestros ojos llevaba la enseñanza, la pública, especialmente, como ahora ya reconoce todo el mundo por igual.

            Aquí ya aparece un modo de razonamiento muy habitual en este tipo de literatura: el supuesto consenso universal, carente del más mínimo sustento empírico. Cualquier lector desprejuiciado –es decir, cualquiera que no sea de la claque de la autora- sospechará que quizás las cosas no sean así. Desde el primero de los informes PISA –el del año 2000-, sabemos que los centros privados obtienen mejores resultados que los públicos debido a que los primeros escolarizan a un alumnado de mayor estatus socioeconómico que los segundos. De no mediar esta diferencia social, los resultados de la escuela pública serían equivalentes a los de privada. Es como si alguien dijera que es peor un hospital que atiende a octogenarios y cada semana cuenta con tres decesos que otro cuyos pacientes son treintañeros que hacen ejercicio físico todos los días y rara vez alguno de ellos se les muere.

            Emulando a Cesare Lombroso (médico y criminalista que podía prever la personalidad criminal de un individuo a partir de su fisonomía), nuestra autora afirma que “nuestros alumnos de entonces, con dieciséis o diecisiete años, tenían el aspecto y la expresión de un veinteañero de ahora” (p. 31), lo que - según ella- explicaría su comportamiento pueril. En todo caso, basta con asistir a una fiesta de graduación en bachillerato para comprobar que esta apreciación es más que dudosa. Sin embargo, cuando se refiere a sus compañeros de profesión este aspecto de alguien que aparenta una edad menor de la real se convierte, por arte de birlibirloque, en una virtud: “el profesor tiene una pinta más juvenil que en general el resto de la gente adulta” (p. 72). Es algo que también detectó George Moustaki en una canción sobre sus amigos: “À les voir on dirait qu'ils auraient rajeuni” (al verlos se diría que han rejuvenecido). En todo caso, no es de extrañar que puedan tener este aspecto juvenil. De acuerdo con la autora estamos ante gente viajada y con tiempo de ocio para viajar:

Viajar. No había nadie que no aspirase a eso. Viajar y conocer. Y para todas esas cosas se necesita tiempo libre. ¡Cuánto amábamos nuestros horarios de trabajo, cuánto las largas vacaciones de la enseñanza, que a nuestro entender deberían ser las de todo el mundo! (p. 28).

            Está por ver cuando los sindicatos de la enseñanza –o cualesquiera otros- han reivindicado tres meses de vacaciones para todos los trabajadores. La autora se pregunta: “¿Cómo eran entonces las condiciones de trabajo?”. Y a ello responde: “Bueno, pues normales. A mí me lo parecían” (p. 40). Luego, nada tiene de extraño que esta buena vida rejuvenezca a cualquiera. Queda, claro está, averiguar qué sea eso de tener unas condiciones de trabajo normales. Se tiene la impresión de volver a algunos de los debates de la filosofía griega clásica: el mundo es lo que a cada cual le parece que es (cosa que suele suceder en las tertulias televisivas). Ya hace unos años, otro profesor de Secundaria,  Juan José Romera, en su libro Retrato canalla del malestar docente (Toromítico, Córdoba, 2010) detectaba entre algunos de sus compañeros una cierta “alergia a los argumentos basados en datos y una tendencia a echar mano del anecdotario personal”. Añádase a esto la peculiar manera que nuestra autora tiene de citar posibles investigaciones:

            Un día cualquiera (…) el diario informa de que, según varios estudios publicados, la colaboración de padres y madres de alumnos con colegios e institutos es escasa (p. 152).

            Además de tener un aspecto juvenil, el profesorado es generoso:

En cualquier caso el profesor no relaciona directamente su tarea cotidiana con la idea de lucro; dicho más gráficamente se halla en el extremo opuesto a lo que significa trabajar a comisión (p.71).

            Como ya ha explicado en multitud de ocasiones Fernández Enguita, tenemos que distinguir las profesiones liberales de las burocráticas. Las primeras se desenvuelven en el mercado y quienes las ejercen pueden imponer sus honorarios. Sería el caso de la mayor parte de los abogados, de los médicos que desempeñan por libre su actividad, o del profesor que monta una academia (algunas actúan on line y pueden ser enormemente lucrativas). Pero, además, existen las profesiones burocráticas en las que el trabajo se ejerce en el seno de una organización –habitualmente el estado-. Este es el caso de los militares, los jueces, la inmensa mayoría de los médicos y, sin ánimo de alargar la lista, los docentes (desde infantil a la universidad).  

            La autora no tiene empacho en reconocer que a la profesión docente se accede sin saber qué sea eso de enseñar: “Como en tantas otras cosas fuimos en esto una generación espontánea. Y más espontánea aún en lo que se refiere a cómo enseñar” (p. 38). Leyendo esto, me asalta la pregunta de si alguien en su sano juicio acudiría a un dentista que confesara estar aprendiendo su oficio sobre la marcha (bueno, quizás sí el personaje que Jack Nicholson interpreta en La tienda de los horrores de Roger Corman). Pese a ello, nuestra profesora no duda en denigrar a los expertos, a los que llega a considerar poco menos que dictadores:

El experto es psicólogo y pedagogo, por supuesto: la autoridad competente. Igual que por supuesto era militar aquella famosa autoridad competente que tanto se demoraba en llegar al Congreso (p. 39).

No tiene desperdicio la equiparación del poder del experto con el que hubiera derivado del cañón del fusil si hubiera prosperado el putsch de febrero de 1981. La autora parece haberle cogido cierto gusto a las metáforas militares: no en vano un capítulo lleva por título “los años de plomo”. Más adelante, lanza más dardos contra los investigadores educativos:

Un experto es aquel que dice, o de quien se dice, que es un experto (p.  85).

Sin duda, debemos estar ante la profesión más extraña del mundo. ¿Cómo es posible que una profesión para cuyo ejercicio se requiere formación universitaria pueda pretender vivir de espaldas a los avances científicos sobre  cuestiones del tipo de cómo aprende la gente, qué sea un centro educativo como organización, cómo cambia la sociedad y un gigantesco etcétera? ¿Toleraríamos que un médico no estuviera al tanto de los avances en la investigación referida a su especialidad?

No muy lejos de los expertos se encuentran, en una singular jerarquía del desprecio, los asesores de formación permanente, todos aquellos que, para desempeñar su labor innovadora, han tenido que abandonar las aulas.

Se hicieron sindicalistas liberados, se fueron a la enseñanza de adultos, se pidieron una comisión de servicio para ser directores (…) y, por último, parte de ellos se consolidaron como formadores de formadores (p. 94).

            La autora es consciente de la desigual distribución social del éxito y del fracaso escolar:

Los institutos también están llenos de un clasismo interno que los responsables no dejarán nunca de haber notado, si han tenido voluntad de ello. El alumnado hace años que se fabrica sus propios itinerarios –moldea su presente y su porvenir- eligiendo el grupo de los vagos o el de los estudiosos a base de matricularse en unas asignaturas u otras. Todo profesor sabe que en el grupo A de los cursos Logse se va a encontrar con alumnos aceptablemente preparados (que en buena mayoría procederán de familias de profesionales o, digamos, de un estrato social determinado), mientras que en el D, el E o el F se encontrará a un montón de chiquillos a quienes su familia y el sistema encaminan tranquilamente a multiplicar su propio problema de falta de estímulo y preparación reforzándolo con el de sus restantes compañeros de grupo (p. 47).
           
Según Juanatey, son los propios alumnos quienes libremente eligen la soga de su “muerte” escolar. La realidad, obviamente, nada tiene que ver con esto. Los grupos suelen configurarse a partir de los expedientes escolares de la educación primaria. Esto permite que quienes llegan con problema en Lengua o Matemáticas sean escolarizados en grupos de refuerzo. Contrástese esta interpretación de cómo se agrupa el alumnado por niveles con la que da otro profesor,  Fernando J. López, en su libro La edad de la ira (Madrid, Espasa, 2011, p. 58).[1]

            El sistema funciona así, me temo. Se eligen los grupos de acuerdo con la antigüedad, así que los que tienen más experiencia se quedan con los alumnos disciplinados y tranquilos del A y, a veces, hasta del B. Mientras que el C, el D y, cómo no, el terrible E –donde suelen aglutinarse los alumnos conflictivos o con menos rendimiento- se quedan para los nuevos. 

Últimamente, la existencia de secciones bilingües en los institutos ha permitido una nueva segregación más. Quienes van a estas secciones suelen ser los alumnos de mayor estatus socioeconómico.

             Y, para acabar, no quiero dejar de mencionar que esta generación de profesores, a la que pertenece la autora, tuvo que luchar contra injusticias propias de una sociedad absurdamente jerárquica y clerical como lo era aún la España de los años setenta:

Porque llegamos, por ejemplo, a institutos de ciudad donde los catedráticos tenían reservada su propia zona en el bar de profesores (compartir el bar con los alumnos era cosa que a nadie se le pasaba por la cabeza). El catedrático daba clase de 9 a 12 (p. 34).

En el primer instituto adonde yo llegué todavía mandaba el cura. Era un instituto de pueblo, y aún no se concebía poner en cuestión la autoridad natural (p. 35).

            Como conclusión, estamos ante un libro que ofrece una excelente descripción del ethos profesional de quienes accedieron a la docencia en Secundaria en los inicios de la transición. Amén de tratarse de un profesorado joven, recién salido de la universidad, le tocó en suerte tener en sus aulas a un alumnado moderadamente motivado que podía albergar esperanzas en las expectativas de movilidad social de la escuela. La LOGSE supuso tener que atender en las mismas aulas a toda la población con un profesorado en muchas ocasiones reacio a considerar que su trabajo consiste en mucho más que en la mera transmisión de conocimientos.



[1] Fernando J. López es, además, autor de la brillante y divertidísima obra de teatro De mutuo desacuerdo

martes, 16 de junio de 2015

Ponga una catáfora en su vida, o ¿para qué sirve la Selectividad?

Ponga una catáfora en su vida, o ¿para qué sirve la Selectividad?

            En estos días, la prensa ha aprovechado la realización de las Pruebas de Acceso a la Universidad (PAU o, simplemente, Selectividad) para lanzar al lector el reto de si sería capaz de aprobar este examen. Ya anticipo que a mí no me cabe la más mínima duda de que yo lo suspendería. La pregunta que me planteo es ¿de qué sirve un examen que certifica unos conocimientos –y quizás algunas destrezas, pero no muchas- que la mayor parte de las personas con formación universitaria sería incapaz de aprobar?

Me voy a fijar en tan solo dos de los exámenes (el lector interesado puede  encontrar estos ejercicios y otros más aquí): Historia (en la UCM) y Lengua castellana (en Cataluña). En el primero, el estudiante consigue la mayor parte de los puntos simplemente vertiendo sobre el papel de examen los contenidos de los epígrafes. Cuatro de ellos se obtendrían respondiendo a cuatro de entre seis cuestiones –un punto por cuestión- que se desarrollan en no más de diez líneas. Estas son las cuestiones:

1.       Conquista y romanización: la pervivencia del legado cultural romano en la cultura hispánica.
2.       Los reinos cristianos en la baja edad media: organización política e instituciones en el reino de Castilla y en la Corona de Aragón.
3.       El descubrimiento de América.
4.       La España del siglo XVI: el modelo político de los Austrias. La unión de reinos.
5.       La crisis de 1640.
6.       La España del siglo XVIII: reformas en la organización del Estado. La monarquía centralista.

            Otros 4,5 puntos se consiguen con el desarrollo de un tema o del comentario de un texto. El desarrollo de un tema es básicamente lo mismo que las seis cuestiones anteriores, con la diferencia de que esta vez se trata de un conjunto de epígrafes relacionados con un mismo tema (en este caso, el periodo de la Segunda República que va desde el bienio negro a las elecciones de febrero de 1936). El comentario de un texto se divide en dos partes. La primera –que permite alcanzar hasta 1,5 puntos- consiste en resumir sus ideas fundamentales y la segunda vuelve a ser la respuesta a una serie de epígrafes.

            La prueba de Lengua castellana y literatura de la Generalitat de Cataluña se divide en tres partes. La primera –que permite obtener hasta cuatro puntos- consiste en una serie de preguntas que tratan de comprobar que el estudiante ha comprendido el texto en cuestión –que, dependiendo de la opción, es un fragmento de una novela o de un ensayo de economía-. Otros tres puntos corresponden a la expresión escrita (dos de ellos se obtendrían a partir de la respuesta a una cuestión del programa de la asignatura y otro más dependería del desarrollo de un ejercicio consistente en pasar las formas verbales de un pequeño párrafo del presente al pasado imperfecto). Finalmente, los otros tres puntos proceden de sendas preguntas –entre otras la de la catáfora, que da título a esta reflexión- del epígrafe llamado “reflexión lingüística”, pese a que las respuestas nada tienen que ver con la reflexión (quizás el examinador haya querido limpiar su conciencia con esta trampa terminológica).

La práctica totalidad de las cuestiones no va mucho más allá de regurgitar los contenidos aprendidos en esa academia en que parece haberse convertido el Segundo curso de Bachiller. Es una estructura de examen muy semejante al  “cantar” –pero aquí en silencio- los temas en las oposiciones a los puestos de la nobleza de estado: técnicos de la administración civil, abogados del estado, economistas del estado, registradores de la propiedad, etc.  Parece que difícilmente esto del cantar pudiera considerarse una destreza clave en la economía del conocimiento en la que, pese a esta casta nobiliaria, estamos instalados desde hace unos cuantos años.

Quizás lo más interesante –desde el punto de vista de la creatividad y del desarrollo de una personalidad autónoma- es el comentario de una tabla con datos como los relativos a la participación en el referéndum español de 1976. Es probable que tal cuadro lo hayan podido ver los alumnos durante segundo de bachiller. Lo deseable es que no hubiera sido así. De este modo, el ejercicio consistiría en ser capaz -a partir del conocimiento previo- de construir una explicación coherente de un tipo de cuadros con los que muy probablemente los estudiantes se encontrarán a lo largo de su vida.

En tanto que profesor de universidad, lo que a mí me preocupa, y mucho, es que la práctica totalidad de mis estudiantes –imparto clases en segundo y cuarto del grado de Sociología, y de un máster en mi universidad, pero también he dado clases y evaluado a estudiantes en otras universidades- es incapaz de escribir un texto con un mínimo de coherencia, en el que haya conexión conceptual entre un párrafo y otro, o un epígrafe y otro. En definitiva, una incapacidad desconcertante para desarrollar un argumento. La cosa es mucho más grave si a esto añado que es muy habitual encontrarse con frases que carecen de sujeto, o si lo tiene este no concuerda con el predicado, por no hablar de las faltas de ortografía (si no me equivoco, esto se controla en la PAU pero, por lo que se ve, con poca efectividad).

La PAU, por desgracia, tampoco evalúa la capacidad de expresión oral y el modo en que un estudiante puede defender, en una controversia pública, su punto de vista. Si en este país existiera el hábito de consensuar las leyes educativas, quizás nos podríamos plantear la conveniencia de sustituir la PAU –como quiere hacer la LOMCE- por unas pruebas razonables al finalizar el bachillerato (exit exams).- Estas no tendrían que consistir en la aberración de los centenares de preguntas tipo test de las reválidas que tan infausta ley propone.

Es una pena que no se haya aprovechado el debate sobre las reválidas de la LOMCE y la supresión de la PAU para plantearse de qué modo evaluar la madurez intelectual del estudiantado de Bachillerato. Un examen de nivel que contemple destrezas genéricas como el modo en que se redacta, se razona, se procesa la información, etc., podría ser de gran utilidad. En concreto, este sería, por ejemplo, el modelo de las Coalition Schools en los Estados Unidos, en las que el título de educación secundaria se obtiene en pruebas públicas, similares a las de nuestras tesis doctorales, ante tribunales constituidos por profesores del centro y por algún adulto nombrado por cada estudiante (si se quisiera una evaluación, tanto interna como externa, se podría contar con la presencia de profesores de diferentes centros). En este tipo de pruebas, cada estudiante presenta en público investigaciones o ensayos para cada una de las áreas de conocimiento, sean asignaturas o bloques curriculares más interdisciplinares. De paso, solventaríamos en buena medida el actual carácter escasamente democrático de la evaluación, al convertirla en una actividad pública y genuinamente colegiada. Luis Garicano explicaba una forma similar de examen de fin de etapa, esta vez en Holanda.

Recientemente tuve la oportunidad de asistir  (…) a la presentación de los proyectos de final de bachillerato en un Technasium. Un Technasium es un instituto de bachillerato especializado para estudiantes que quieren en el futuro estudiar materias técnicas y científicas, desde ingenierías a matemáticas o ciencias naturales. (…) En el Technasium los proyectos adquieren una importancia especial. El proyecto de fin de estudios (último año de bachillerato) requiere 200 horas de trabajo por estudiante (equivalente a cinco semanas de trabajo a tiempo completo).
En el Technasium de Amersfoort, observé fascinado la presentación de seis proyectos. Un grupo tenía que diseñar, bajo la supervisión de un despacho de arquitectura, la infraestructura de una pequeña urbanización de vacaciones: carreteras, energía sostenible, puentes. Los cálculos incluían el tipo de puentes sobre el canal y sus soportes, el grosor de las carreteras, el tipo de energía usada, la forma de guardar el exceso de energía. Otro grupo tenía el encargo de diseñar un sistema para ayudar a los ancianos a levantarse de la cama sin ayuda. Resolvieron el reto con la ayuda de un brazo articulado para la parte alta del cuerpo y un soporte con un pequeño motor para las piernas, todo ello controlado con un sencillo control remoto. Un tercer grupo investigó las anormalidades cromosómicas en dos pacientes del Hospital Universitario de Utrecht. Un cuarto grupo diseñó un robot que pudiera llevar bebidas de una habitación a otra, evitando obstáculos. Otro grupo nos dejó con la boca abierta cuando tuvo que disculparse al explicar que su presentación había sido declarada confidencial por el cliente: el cliente, una empresa líder en tratamiento de aguas, había decidido que el proyecto había desarrollado conocimiento patentable y no quería que nada fuera presentado hasta que existiera la patente.

En el caso de países como “Australia, Dinamarca, Inglaterra, Escocia, Finlandia, Francia, Irlanda, Holanda y buena parte de Canadá y Alemania, por ejemplo, los exámenes de fin de la secundaria superior (…) tienen lugar durante un periodo de dos semanas o más. Los exámenes de cada asignatura duran alrededor de tres horas y exigen que los estudiantes escriban ensayos, describan experimentos y muestren qué pasos han seguido para resolver un problema” (Bishop 2005: 4).

Y, finalmente, una cuestión nada baladí. ¿Por qué han de corregir las pruebas de la PAU tan solo los especialistas en las asignaturas de Segundo de Bachiller? Si de lo que se trata es de evaluar el modo en que un estudiante razona, estructura sus argumentos, su riqueza léxica, etc., cualquier profesor –quizás con un mínimo de tramos de investigación: hemos de pedir que quien evalúe sea alguien habituado a publicar en medios de cierto prestigio- podría encargarse de esta labor (aunque, se me dirá, con razón, cómo es que toleramos que de la dirección y evaluación de trabajos de fin de grado se puedan encargar quienes no cuentan ni siquiera con un tramo). Quizás, de este modo, evitaríamos que el futuro de los estudiantes dependiera de que a los dieciocho años supieran qué es una catáfora. Ya me gustaría encontrarme un día con un estudiante que me dijera que su peculiar estilo literario se debe a su pasión por lo catafórico.


lunes, 1 de junio de 2015

Apuntes para una nueva ley educativa

Apuntes para una nueva ley educativa

Parece altamente probable que las formaciones políticas que se han conjurado para derogar la actual ley educativa vigente (la LOMCE: Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa) contarán con mayoría parlamentaria suficiente para hacerlo. Lo fundamental de tal cambio sería conseguir un sistema educativo que garantice una educación de exquisita calidad para todo el alumnado.
Creo que es fácil convenir en que el principal problema de nuestro sistema educativo es el de las muy altas tasas de fracaso escolar (porcentaje de alumnos que no consigue el título de Educación Secundaria Obligatoria –la ESO-) y de abandono escolar temprano (tanto por ciento de jóvenes que no ha alcanzado una credencial de secundaria superior, es decir, Bachillerato o Ciclos Formativos de Grado Medio) y el tremendo clasismo de ambas.
La LOMCE trata de resolver el problema del abandono –el del clasismo, al no estar ni  siquiera en su punto de mira, lo agrava- rompiendo con el carácter comprensivo de la ESO, y para ello crea dos itinerarios en este nivel educativo dirigido al alumnado con bajo rendimiento: el derivado de los programas de mejora del aprendizaje y del rendimiento a partir de los catorce años y la Formación Profesional Básica desde los quince. Esta ley recurre al subterfugio de que hay que atender los diferentes talentos del alumnado, lo que en la práctica se traduce en enviar al de menor rendimiento a una vía educativa de segunda categoría. Hace ya un par de décadas, y a partir de lo observado en las aulas, la investigadora norteamericana Jeannie Oakes describió las enormes diferencias, en términos de contenidos y de expectativas, entre los grupos menos académicos y el resto. Conviene tener presentes varios aspectos fundamentales: en realidad no hay grupos académicamente homogéneos (no a todos se le dan igualmente bien todas las materias de un curso escolar), una vez que un alumno es encasillado en un itinerario de bajo rendimiento es muy difícil que salga de él y resulta poco menos que temerario decidir sobre el desempeño escolar futuro a partir del pasado (especialmente si tenemos en cuenta la enorme plasticidad del cerebro adolescente tal y como explicaba en su último libro el psicólogo Laurence Steinberg).
            Habría que dejar muy claro, y esto debiera ser uno de los núcleos del consenso en torno a una ley educativa, que la ESO es un nivel terminal desde el que se puede optar por el Bachillerato, la Formación Profesional de Grado Medio o por la cada vez menos aconsejable salida al mercado de trabajo. Dado que la ESO es lo mínimo –en realidad, ahora mismo menos de lo mínimo- que todo ciudadano ha de adquirir para no estar en serio riesgo de caer en la marginalidad social, no se termina de entender que nuestro sistema no haga todo lo posible para que prácticamente la totalidad de la población se gradúe en este nivel (como sucede en la mayoría de los países de nuestro entorno). Nada más lejos de mi intención que rebajar la exigencia académica. Antes al contrario, se trata de que todo el mundo alcance el nivel de conocimientos y de competencias exigibles en la educación básica, lo que podríamos llamar el salario escolar mínimo. A diferencia de lo que previsiblemente ocurra aquí, en Francia la prueba externa que se realiza al finalizar la primaria se plantea con el objetivo, no de que haya más suspensos, sino de cerciorarse de que todo el alumnado llegue en buenas condiciones a la secundaria inferior. Nadie debe salir de la ESO con la etiqueta de alumno de Bachillerato o de Formación Profesional. Cada cual debe decidir con entera libertad si estudia una cosa o la otra. Es más, y aunque este debate ya se planteó hace unos años, el Bachillerato debería poder cursarse, si es que así se desea, en varios años al modo de los estudios universitarios. No es de recibo que la repetición de curso conlleve volver a estudiar las asignaturas ya aprobadas.
            Visto desde fuera, resulta difícilmente comprensible la resistencia numantina de importantes sectores del profesorado a que la ESO sea un nivel comprensivo. Buena parte del problema se debe a que, en realidad, y después de todo lo que ha llovido desde que en 1990 se aprobara la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo), seguimos sin tener profesores de la ESO. La que se podría llamar generación de 1977 –año en el que entró en la enseñanza secundaria un enorme contingente de profesores- ha marcado un cierto sesgo elitista en la profesión: la enseñanza secundaria no debe ser para todo el mundo. Al fin y al cabo, se trata de profesores que superaron una oposición para enseñar Bachillerato –el BUP de aquel entonces- a la población escolar que había aprobado la Enseñanza General Básica-. La LOGSE cambió radicalmente las tornas: no solo estaría en los mismos centros y básicamente cursando las mismas asignaturas todo el alumnado hasta los dieciséis años, sino que incluso se ampliaba hacia abajo –desde los doce años- el público de los centros de secundaria. Aquí se ha cometido una temeridad tremenda: nuestros profesores de medias –salvo los que vayan llegando desde el Máster de Formación del Profesorado de Secundaria y quizás los de Educación Física- son especialistas en una disciplina (Matemáticas, Filología, Biología, etc.) pero nada saben, en el momento del acceso a la profesión, sobre qué sea un centro como organización, cómo vincularlo con el entorno, cómo trabajar en equipo, cómo aprenden los adolescentes… Su labor consistiría básicamente en transmitir conocimientos con mayor o menor fortuna. Esto es lo que constató un equipo de la OCDE que visitó diversas escuelas en Canarias en 2012. En el informe resultante de tal estancia se constató que “el estilo de enseñanza de muchos profesores de secundaria sigue siendo el de ponerse de pie frente al resto de la clase y transmitir el contenido de la materia a los alumnos, sin pararse a comprobar si los alumnos entienden”. De acuerdo con el estudio estatal sobre la convivencia, en la secundaria obligatoria, el 34,4% de los estudiantes declara no entender la mayoría de las clases y un alarmante 67,7% indica que estas no despiertan su interés.
Cosas tan elementales, y probadas científicamente una y otra vez en los últimos años, como que los adolescentes aprenden mejor en grupo, se compadecen mal con el predominio de aulas en las que alumnos y alumnas se sitúan en bancos aislados frente al profesor. Una investigación promovida por la empresa Humanyze demuestra que los empleados que hablan más con sus compañeros en los tiempos de descanso son los más productivos.
            A partir de aquí, nadie puede sorprenderse por los escandalosos porcentajes de alumnos repetidores de curso: casi la mitad de los alumnos varones ha repetido al menos un curso a la edad de quince años. Se sabe (y el máximo responsable de los informes PISA, Andreas Schleicher, lo repite cada vez que nos visita) que la repetición es una medida, además de costosísima, inútil, ya que lejos de servir para que el repetidor se recupere, en realidad le aleja cada vez de sus compañeros que siguen adelante. Para colmo, tal y como lo acredita el último informe PISA, un alumno de bajo estatus socioeconómico tiene 3,5 veces más probabilidades de haber repetido curso que los de más alto estatus.
            Casi con total seguridad, las pruebas externas (las de tercero y sexto de Primaria y las que son preciso aprobar para obtener los títulos de la ESO y del Bachiller) van a agravar los problemas del fracaso escolar y del clasismo del sistema. Sin duda, este tipo de evaluaciones podría contribuir a la igualdad, ya que no dependería de la suerte de caer en un colegio u otro  el que se aprenda o no aquello que se considera indispensable haber adquirido en cualquiera de los niveles educativos, o que las notas sean artificialmente más altas (o más bajas). La polémica sobre las bondades de estas evaluaciones data de hace varias décadas. Quizás donde más se han estudiado sus efectos es en los Estados Unidos. Tras años y años de pruebas externas estandarizadas los resultados de este país en los informes PISA no han mejorado. Dependiendo de cómo se configuren, existe el riesgo cierto de que al final se produzca el efecto del teaching to the test (enseñar para el examen), cosa que parece ocurrir en el último curso de Bachiller con la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU). Sin embargo, y pese a los innumerables riesgos de este tipo de pruebas, considero que una evaluación externa (o semiexterna, en la que participasen, en la proporción que la ley estimara oportuna, profesores de dentro y de fuera del centro del que se trate) que no se reduzca a un examen de lápiz y papel sería muy conveniente. Me refiero a una prueba que permitiera comprobar, entre otras cosas, aspectos que señalara el economista Luis Garicano: “un nivel avanzado de confianza en el uso de las matemáticas y la estadística; una capacidad elevada para escribir un argumento, no solo correcto gramaticalmente, sino razonado con claridad y convicción; y un nivel avanzado de inglés”. Para ello, habría que erradicar unas clases que “son demasiado blandas, rutinarias y memorísticas”.
            Si las pruebas externas son de tipo test vamos a consolidar esa escuela en la que prima la repetición de saberes ya conocidos, la memorización pasiva. Llovería sobre mojado. Para percibir esta hipertrofia de lo memorístico-pasivo basta con asomarse a los  libros de texto y a los deberes con que estos y los profesores controlan buena parte del tiempo extraescolar del alumnado. Cualquiera que no sea un autor de libros de texto –o, más bien, del BOE que le sirve de guión- puede fácilmente comprobar la imposibilidad de aprender la mayor parte de cuanto allí se pretende explicar. ¿Nadie es consciente de que no tiene el más mínimo sentido pretender abarcar tantos conocimientos? Los deberes para casa suelen consistir en repetir ejercicios una y otra vez y muchas veces se pierde casi todo el tiempo y energía en la escritura amanuense de sus enunciados.
            ¿Podría ser una solución a los problemas del fracaso y del clasismo que hubiera más escuela pública o que no mengüe la que ya existe, tal y como se plantea desde el frente anti-LOMCE? Pudiera ser, pero tengo serias dudas. La escuela pública que tenemos –a la que más bien habría que llamar estatal-burocrática- no va mucho más allá de certificar el fracaso escolar de los grupos sociales cuyo capital cultural está más alejado del de la escuela –lo que más eufemísticamente el PISA llama grupo de bajo estatus socioeconómico y cultural-. Si alguien acude a un instituto de secundaria muy probablemente se tope con un profesorado que considera que a su centro acude el peor alumnado de su entorno (inmigrantes, clase baja, etc.) y que con él hay poco qué hacer.  Si este es el mensaje, ¿qué tiene de extraño que quien pueda asumir la ilegal cuota mensual de los colegios concertados no se plantee optar por la pública? Si a esto añadimos que en los institutos públicos de secundaria –a los que acuden niños y niñas desde los doce años de edad- el alumnado se va a casa antes de las tres –no suele haber comedor-, poco probable parece que escolaricen a sus retoños aquellas familias cuyos dos cónyuges trabajen a jornada completa. Quizás lo más preocupante para los centros públicos es su casi imposibilidad de configurar equipos docentes estables e identificados con un proyecto educativo (caso de que existiera). El alto porcentaje de funcionarios en expectativa de destino, de interinos y demás es una dificultad casi insuperable. Pero es que, además, a los centros públicos llegan los profesores, no porque se identifiquen con el posible proyecto de centro, sino por su simple deseo a partir de los puntos acumulados por la mera antigüedad y el desempeño de puestos directivos. Obviamente, la privada no cuenta con estos problemas. Y no solo eso, el ejemplo de las escuelas de los jesuitas en Cataluña muestra por dónde debería ir el cambio educativo: globalización curricular, varios profesores en el aula, trabajo en equipo y por proyectos.
La educación obligatoria (aunque aquí también incluiría a la secundaria postobligatoria) ha de tener como objetivo conseguir que prácticamente todos los jóvenes salgan de la escuela convertidos en personas cultas y solidarias, con capacidad para seguir aprendiendo a lo largo de su vida, con interés por la lectura, por las manifestaciones artísticas, por los avances científicos. En definitiva, deberíamos aspirar a que la escuela cree ciudadanos participativos y responsables y trabajadores innovadores. Es preciso aprender a convivir, a amar al prójimo, a respetar a quienes no piensan como nosotros y a participar democráticamente en la vida de la polis.