El debate sobre el
exceso y la irracionalidad de los deberes en nuestro país va cobrando cada vez
más fuerza (tal y como se puede ver en este extraordinario vídeo de
poco más de tres minutos). Con el tipo de escuela que tenemos y con la manera
en que suele enseñarse en ella, es poco menos que imposible que mengüe el tiempo
dedicado a los deberes y que estos realmente sean de utilidad. Se me ocurren,
como mínimo, dos alternativas a la situación actual.
La
más simple consistiría en aprovechar al máximo el tiempo escolar, dejando para
el extraescolar actividades que o bien se hacen dentro del aula o,
sencillamente, no se realizan. Si -como parece- hay un problema de falta de
tiempo, algunas de las tareas que se acometen dentro del horario escolar (buena
parte de ellas agrupadas bajo el rótulo de complementarias), como leer en
silencio al comienzo de la mañana en Primaria, el visionado de películas, la
asistencia a exposiciones u obras de teatro y otras actividades similares,
sería mejor –e incluso aconsejable- hacerlas fuera del horario escolar.
En
mi opinión, la escuela debería tratar de organizar una parte sensata del tiempo
extraescolar. Todo alumno –sea de Primaria o de Secundaria-, al igual que cada
adulto, debería reservar parte de su tiempo –qué menos de una hora diaria para
los más pequeños y bastante más en Secundaria- a la lectura de libros y de
prensa generalista. Lo habitual es que la lectura de libros se concentre de
modo absurdamente exclusivo en obras literarias. Además de estas, nuestros
estudiantes deben leer libros científicos (de historia, de matemáticas, de
ciencias sociales, de arte, de astronomía), biografías, memorias, etc. Igualmente
se debe promover, en todos los tramos de edad, la lectura de prensa
generalista. Obviamente, habría que seleccionar, en función de la edad, el tipo
de artículos a los que prestar atención (parece claro que un texto de Paul
Krugman sobre el multiplicador fiscal no sería muy aconsejable para alumnos de Primaria, aunque quién sabe). En definitiva, se trataría de que el alumnado
fuese capaz de buscar información y de generar conocimiento por sí mismo, de
manera que esto se pudiera contrastar con lo que se ve en las aulas. Sin duda,
esto significa negociar el poder omnímodo del que actualmente dispone el
profesor en el aula: una suerte de “dictador” de verdades indiscutibles (que,
además, ya se conocen de antemano).
La
mayor parte de las actividades complementarias, o quizás todas, se pueden hacer
fuera del horario escolar. ¿Es que no pueden ver los estudiantes por su cuenta
una película incluida en la programación curricular en su casa, o en el centro
cultural del barrio, con sus amigos o sus familiares? ¿Por qué destinar varias
horas lectivas a una actividad que además suele implicar interferir en los
horarios de otras asignaturas, especialmente en la Secundaria? O, ¿no sería
posible que los propios padres –o, en su caso, organizaciones de voluntarios-
llevasen a sus hijos, y a hijos de otros, a ver una exposición en el Thyssen o
que fueran con ellos a recolectar hojas de árboles en el campo? Igualmente
tendría cabida la “cultura menos culta”. ¿Qué habría de malo en acudir a ver un
partido de fútbol en el Manzanares? De este modo, se promovería una mayor
implicación de las familias en la enseñanza y un mayor diálogo entre los
estudiantes y sus progenitores.
Aún nos queda la espinosa cuestión
de los deberes. Liberando tiempo intraescolar, estos se podrían hacer en clase.
En uno de los centros de Secundaria (el cosladeño IES “Miguel
Catalán”) en los que he hecho trabajo etnográfico, los deberes se hacen en
los llamados grupos interactivos. Aquí, el aula –en este
caso de Primero o Segundo de la ESO- se organiza en pequeños grupos
heterogéneos en los que varios adultos –unas madres y/o unos estudiantes de los
cursos superiores (desde Cuarto de la ESO a Segundo de Bachiller)- se encargan de
que en cada uno de ellos se produzcan interacciones, de manera que quien –o
quienes- más sabe de una materia o de un aspecto de ella, enseñe a sus
compañeros. Las personas ajenas al aula no tienen por qué saber sobre el tema que se
esté trabajando. Por ejemplo, en una clase de Matemáticas cada adulto se
encarga de hacer dos de los diez ejercicios con cada grupo. La profesora
titular de la materia circula de mesa en mesa resolviendo las dudas que se
puedan plantear los alumnos y explicando cómo se hacen los ejercicios. Los
resultados de todo ello son espectaculares y, en general, el rendimiento se ha
incrementado notoriamente como se encarga de demostrar el departamento de Orientación
con sus periódicos y exhaustivos análisis de las calificaciones.
Me falta hablar de la segunda
opción. Se trata de la clase invertida (flipped classroom).
Consiste, básicamente, en que el alumnado aprenda la lección fuera del aula -mediante
vídeos y lecturas- de modo que el tiempo lectivo se dedique a aclarar las dudas
de lo que se ha visto y leído previamente. La idea me gusta (se está poniendo
en práctica en algunos centros privados), pero no sé si resuelve la cuestión
del exceso de trabajo de nuestros escolares. En todo caso, es una propuesta que
promueve el trabajo autónomo de los estudiantes fuera del aula (ellos deciden
si trabajan por su cuenta, en red o presencialmente con sus compañeros) y el
cooperativo dentro del aula (resolviendo entre todos, con la imprescindible ayuda
del profesorado, las dudas que surjan). Espero, en ulteriores entradas de este
blog, ser capaz de aportar más información sobre esta experiencia (sobre todo
si me resultara posible visitar algún centro que la lleve a cabo).
En fin, soluciones hay. Otra cosa es
hasta dónde puede llegar nuestra voluntad de resolver los problemas.