miércoles, 3 de mayo de 2023

¿Tiene sentido llamarse comunista hoy en día? El posible dilema de Yolanda Díaz.

 

¿Tiene sentido llamarse comunista hoy en día?

El posible dilema de Yolanda Díaz.

 

            En su última intervención televisada antes de las elecciones generales de marzo de 1979, Adolfo Suárez blandió el espantajo del marxismo del PSOE para degradar a este partido. La jugada, parece ser, le salió bien: UCD ganó esos comicios.

            Salvando las distancias, algo similar podría ocurrir con las perspectivas electorales de Sumar. Yolanda Díaz es miembro del Partido Comunista, y supongo que no será extraño que se la acuse de ser lo que es: una comunista, es decir, alguien de dudosas credenciales democráticas. En todo caso, no cabe perder de vista que, digan lo que digan las derechas, el PCE es un partido inequívocamente constitucionalista. Por el contrario, cabe albergar alguna que otra duda con respecto al constitucionalismo del Partido Popular, cuyo partido precedente - Alianza Popular- dividió su voto sobre la Carta Magna entre el sí, el no y la abstención.

            Creo que el problema fundamental reside en el hecho de considerarse hoy en día comunista. La de los países llamados comunistas es una experiencia de opresión, dictadura, masacres. Si alguien se llama a sí mismo comunista, ¿significa esto que defiende el totalitarismo? Nos guste o no, para la inmensa mayoría del mundo, y muy especialmente para quienes han padecido tan ignominioso régimen, el comunismo es algo completamente rechazable.

            Cabría la posibilidad de considerar que los primeros años de la Revolución Rusa fueron un ejemplo de lo que podría ser el paraíso de la humanidad. Sin embargo, y desde hace unas cuantas décadas -y quizás desde su comienzo-, sabemos a ciencia cierta que esta revolución no fue otra cosa que la sustitución de una élite por otra (de una casta por otra, si nos ajustamos a la terminología “podemita”), tal y como se temía Bakunin en su confrontación con Marx. La revolución de octubre fue un golpe de estado que condujo a la dictadura de los bolcheviques a costa de una posible democracia de los trabajadores (la rebelión de Kronstadt es un claro ejemplo de ello). Quizá ni siquiera se salven esos diez días que estremecieron el mundo de los que hablara John Reed.

            Hay que resaltar que hubo pensadores marxistas como Rosa Luxemburgo y Anton Pannekoek que, desde el principio, criticaron la deriva autoritaria del bolchevismo. Además de tiránicos, los bolcheviques fueron extremadamente conservadores hasta el extremo de considerar que la organización fordista del trabajo -el colmo de la alienación en el trabajo, tan duramente criticada por Marx- era el modelo que debía seguir la revolución. Como ya advirtiera Gramsci, los “nuevos métodos de trabajo son indisociables de un determinado modo de vivir, de pensar y de sentir la vida: no se pueden obtener éxitos en un campo sin obtener resultados tangibles en el otro”:

En lo que se refiere a la transformación del papel de la mujer, poco tiempo

se tardó en considerar el divorcio como un atentado contra la familia, por no hablar de la prohibición del aborto.

En la enseñanza, los enfoques de la historia basados en el estudio de los cambios socioeconómicos estructurales propuestos por Mikhail Pokrovsky- fueron sustituidos por un desfile de grandes personajes (lo que el historiador británico E.H. Carr -un apologista de la revolución cuyos libros han quedado desfasados por completo- llamaba la teoría de la nariz de Cleopatra). ¿Puede sorprender que Rusia sea gobernada por un fanático nacionalista como Putin?

            Creo que desde la izquierda se debe ser extremadamente crítico con lo que ha sido y, para desgracia de países como China o Corea del Norte, sigue siendo el comunismo. En sus polémicas con alguien tan siniestro como Sartre, Camus lo decía bien claro: si la verdad es derechas, yo soy de derechas. Desde mi punto de vista, llamarse a sí mismo comunista implica tener que suministrar un sinnúmero de explicaciones sobre qué clase de comunista se es (si alguien se anima, puede leer el libro de Alberto Garzón titulado ¿Por qué soy comunista?).

            Chomsky explicaba que considerar que lo que han vivido los países del socialismo real es comunismo viene bien tanto a estos últimos como a los conservadores del mundo occidental. Para los primeros es una fuente de legitimación, para los segundos contribuye a apuntalar el sistema capitalista. Haría falta reflexionar muy seriamente sobre el terrible mal que, para la izquierda -o si se quiere para la aspiración a crear un mundo a la medida de la humanidad, ha supuesto la aberración del socialismo realmente existente. Muchos de quienes no han caído en la alucinación sectaria de considerar que la URSS era una maravilla se han podido inclinar por apoyar opciones reaccionarias de la derecha. Pienso en el mal que pudo suponer para Salvador Allende haber visitado Cuba en 1972, próximas ya las elecciones que podrían haber alumbrado un socialismo democrático. La experiencia chilena tendría que haber sido, y en esto el Chicho estaba profundamente equivocado, la negación radical del castrismo: no se puede defender la democracia apoyando dictaduras.

            Es muy poca la gente que se identifica con el comunismo. En el caso de España, tan solo el 1,8% de la ciudadanía se confiesa comunista (según se puede ver en el barómetro 3257 del CIS de julio de 2019). Es más, de todas las etiquetas posibles es la que cuenta con menos adeptos, frente a -por ejemplo- un 15,7% que se considera socialista, un 6,6% socialdemócrata, un 12% liberal, un 4,4% feminista o un 4,1% ecologista.

            Aun siendo consciente del peso emocional de las palabras, habría que dar el paso de renunciar a un término tan cargado de connotaciones negativas como es el vocablo comunismo. Por desgracia, la experiencia ha contaminado el término hasta tal extremo que habría que arrojarlo al basurero de la historia.