martes, 22 de septiembre de 2020

Inmigrantes del desarrollismo

 

Inmigrantes del desarrollismo

 

El gobierno de Madrid ha decretado el confinamiento de varias zonas de Madrid. En una de ellas se incluye el barrio en el que viví los primeros veinticuatro años de mi vida y donde han vivido la mayor parte tanto de mis familiares como de mis amigos. La presidenta madrileña declaró que la extensión de la pandemia en barrios como el mío se debe al modo de vida de los inmigrantes. Es muy posible que tal modo de vida sea, en aspectos sustanciales, similar al que muchos de nosotros teníamos en los años del desarrollismo.

 La vivienda familiar de mi infancia no debía llegar ni a los 40 metros cuadrados y en ella vivíamos cuatro personas: mis padres, mi hermano y yo mismo. Al poco de nacer mi hermana menor nos mudamos a otra casa algo más grande en la misma calle: un quinto piso sin ascensor.

            La gente de mi entorno –al igual que mi propia familia- vivía en casas tan pequeñas como la mía, en muchas ocasiones con más hijos que en mi hogar, a los que a veces se unía el abuelo o abuela del pueblo, quien compartía habitación con alguno de aquellos. Debo decir que jamás consideré que mi vivienda pudiera ser pequeña ya que, salvo en los días más crudos del invierno, una parte significativa de las horas de vigilia transcurrían en unas calles llenas de niños.

                 Aunque nunca fui consciente de ello, la mayor parte de mis vecinos eran inmigrantes de la España interior. De hecho, y pese a que yo mismo, mis padres y mis abuelos (no así mis abuelas) somos madrileños (pero no tengo ocho apellidos madrileños), en mi casa se coló más de una expresión o palabra típica de algunas regiones de España que ni siquiera aparecen el Diccionario de la Lengua (por ejemplo, “pachasco”).

                Poco a poco, la gente más joven del barrio –y a medida que se formaban matrimonios- se fue mudando a otras zonas de Madrid. Algunas familias fueron realojadas desde sus infraviviendas a casas en barrios que en aquel entonces eran periféricos, como San Blas. El grueso de la gente joven de entonces ha sido sustituida por población inmigrante y ocupa nuestras casas de entonces. La principal diferencia es que cuando yo era niño se podía jugar en las calles, ya que apenas había coches.

Sin llegar al extremo de los protagonistas de las películas del oeste o de alguna reina de Castilla, la higiene diaria –ducharse, por ejemplo- no era como hoy en día. Un amigo mío decía que los inmigrantes huelen mal. Dejando aparte el calibre de este insulto racista, nosotros –él también vivía en este mismo barrio confinado- no éramos ejemplo de pulcritud, sin que ello signifique que fuéramos desaseados. Por cierto, esto mismo decían los burgueses del olor de los mineros ingleses, tal y como lo contaba Orwell en The Road to Wigan Pier. Esto del olor era una peculiaridad de los conquistadores españoles de América. De hecho, las gentes de las poblaciones indígenas esparcían incienso al paso de nuestros compatriotas para combatir el mal olor. En una entrevista, Carmen Maura decía que sus bisabuelos fueron de los primeros madrileños en asearse a diario. En todo caso, desconozco por completo cuáles sean los hábitos higiénicos de la población inmigrante.

 En definitiva, creo que si la pandemia actual hubiese tenido lugar en la España de los sesenta, también –especialmente en la calle de Velázquez- habría quien diría que la culpa de su extensión sería nuestro modo de vida. El problema, claro está, no es el modo de vida, sino las condiciones materiales de existencia.