martes, 7 de mayo de 2024

¿Y si prohibiéramos el uso de los portátiles en las aulas universitarias?

    ¿Y si prohibiéramos el uso de los portátiles en las aulas universitarias?

 

Cada vez son más las comunidades autónomas que han decidido prohibir el uso de los móviles en los centros educativos preuniversitarios. En el caso de la universidad -al menos esto es lo que dicta mi experiencia- el problema que tenemos no está tanto en los móviles como en los ordenadores portátiles. Si bien es cierto que muchos estudiantes los usan para tomar apuntes, lo cierto es que, salvo que se pongan en modo avión, suponen una fuente constante de distracción cuando no un elemento creador de una burbuja en la que el alumnado se abstrae por completo de lo que suceda en clase.

El profesorado, por muy interactiva que sea la clase, tiene muy difícil competir con la atención inmediata que requieren los mensajes que se puedan recibir en línea o simplemente con la tentación de navegar en la red.

Me ha pasado ya en varias ocasiones tener que recriminar a algún estudiante su completa concentración en lo que ve o escribe en su ordenador al margen de lo que se esté trabajando en clase. Y esto ocurre incluso en momentos -o en sesiones enteras- en las que la clase se basa en la participación del estudiantado o en las que recorro el pasillo del aula con la intención de acercarme a quienes toman la palabra.

Se trata de un descaro sorprendente. Sin embargo, lo más llamativo es que los estudiantes me cuentan que hay algunos profesores cuya docencia no va más allá de leer apuntes -sí, todavía hay quien hace esto: al fin y al cabo, a los profesores nos pagan por el tiempo que pasamos en clase- que exigen silencio absoluto -lo que implica la interdicción de los portátiles- hasta el extremo de expulsar a quien ose romperlo.

La posible prohibición de los portátiles cuenta con otro argumento que va más allá de la economía de la atención. Se trata de que es sabido que se retiene mejor la información cuando se toman notas manuscritas que cuando se escribe en un teclado.

Dado que la libertad de cátedra consiste en que cada profesor puede hacer lo que considere más oportuno, es muy posible que en adelante indique a mis estudiantes que en mis clases no se podrá hacer uso de los portátiles.

Entiendo que pueda haber docentes que alienten el uso de móviles y portátiles en su clase. Esto es lo que puede suceder si se recurre a aplicaciones del tipo Kahoot, pero este no es mi caso: el pensamiento complejo tiene difícil encaje en ejercicios de respuesta múltiple.

 

 

Observaciones a mi artículo sobre los planes de estudio de Sociología

             Un amigo, licenciado en Físicas, me ha hecho algunas observaciones al artículo que publiqué en la RES (https://recyt.fecyt.es/index.php/res/article/view/100537) sobre los planes de estudio de Sociología. Estas son mis consideraciones que, como se verá, darían para otro paper.

           

La primera de sus apreciaciones se refiere a que deberíamos ser más exigentes, cosa que me parece podría traducirse en un fuerte abandono en primer curso. Mi planteamiento sería que en este primer año deberíamos entusiasmar a los estudiantes -con independencia de cuál sea su nivel previo: en clase ningún profesor sabe nada sobre la trayectoria escolar previa de sus alumnos-. Es decir, en primero los profesores deberíamos hacer ver a los estudiantes la importancia de conocer e interpretar la realidad social en la que vivimos. En este sentido, creo que nuestros estudiantes deberían ser ávidos lectores de prensa (la comunidad de la UCM tiene acceso gratuito a El País). En general, deberían ser grandes lectores (y soy consciente de que cada vez hay menos lectores de libros que no sean novelas). No hay la más mínima duda de que la lectura es la herramienta más poderosa con que contamos para pensar. Es lo que decía Kant: sapere aude. Yo hablaría no solo del atrevimiento, sino del placer de aprender. A esto hay que añadir la importancia de saber expresarse (oralmente y por escrito), lo que no se puede lograr si no se es un buen lector. Los estudiantes tienen que ver en primero si les interesa o no seguir en un grado que pretende formar a un intelectual, si no crítico sí por lo menos capaz de analizar la realidad social en la que vive y opinar con fundamento sobre ello, lo que no equivale a tener por modelo de buen alumno al aspirante a ser profesor de universidad. Es por esto por lo que hace ya unos cuantos años un buen número de profesores de mi facultad participó en una reunión en la que se planteó que los compañeros más comprometidos con la investigación y con la docencia -una forma de evitar decir los mejores profesores- pasaran a dar clases en primero en lugar de refugiarse en los doctorados, los másteres y los últimos cursos. Esto no pasó de ser un brindis al sol.

           

La segunda observación se refiere a algo tan difícil de detectar como es la vocación del estudiantado. Lo que yo propondría sería realizar una entrevista personal como ocurre con el caso de quienes desean acceder a la titulación por la vía de mayores de 25 o de 40 años. Si, por ejemplo, el candidato no sabe nada sobre cuestiones como -por poner algunos ejemplos a vuelapluma- el conflicto de Palestina, el ascenso de la extrema derecha, los dilemas de la socialdemocracia, las desigualdades de género, … no debería permitírsele matricularse. Un compañero me contó que un estudiante no sabía qué era eso de la Revolución rusa. ¿Cómo se puede haber cursado el bachillerato e ignorar esto? Añado más leña al fuego: hace unos días salió a relucir en una de mis clases de segundo curso el nombre de Ortega con motivo de una lectura de un texto de Bourdieu. Solo a dos estudiantes les sonaba el nombre de nuestro más reputado filósofo. Se puede ver en qué consiste la entrevista a los aspirantes a estudiar magisterio en las universidades de Finlandia en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=ERvh0hZ6uP8&ab_channel=WISEChannel

 

            La tercera apreciación incide en algo tan complejo como es la necesidad de definir los conocimientos que debe haber adquirido un sociólogo al finalizar el grado. Se podría resolver este problema si tuviéramos un proyecto de facultad -o de la profesión sociológica- democráticamente elaborado en el que se establecieran no solo tales conocimientos, sino las destrezas que se deberían haber adquirido en el grado. Para comprobarlo, se podría plantear que cada estudiante compareciera ante una comisión que calibrase qué sabe, cómo se expresa, cómo desarrolla un argumento. El trabajo de fin de grado -siempre y cuando no fuera lo que tenemos actualmente- podría servir a este fin.

           

La cuarta observación menciona la singularidad del primer curso. A mi modo de ver habría que replantearlo radicalmente. Mi impresión es que es un batiburrillo de asignaturas inconexas que no permite que el estudiante se haga una idea de si la sociología le podría interesar.

           

La quinta consideración alude a la historia contemporánea. Esto es de traca. Es justamente lo contrario que aconsejara Ockham: no multiplicar los entes sin necesidad. Apunto que tenemos un serio problema con las asignaturas afines a la Sociología. El corporativismo de la universidad se traduce en que; si una asignatura contiene en su título la palabra economía, o historia, o filosofía…; los departamentos que imparten tales materias pueden participar en su conformación -total o parcial-. La solución, quizás, sería anteponer la palabra sociología a tales nombres. De este modo, tendríamos sociología económica, histórica o filosofía de las ciencias sociales. En todo caso, creo que sería conveniente que estas materias las impartieran especialistas en ellas, es decir, economistas, historiadores, filósofos… Lo que sí debería quedar muy claro es que trataría de economía, historia o filosofía para sociólogos.

           

La sexta observación tiene que ver con las Matemáticas. Su enseñanza es todo un desafío para nuestro sistema educativo. Da igual que en Bachiller se hayan cursado las Matemáticas “de verdad” o las aplicadas a las ciencias sociales: el nivel es bajo. Esto lo vemos en la existencia de cursos “0” en ingenierías, en Económicas…

           

La séptima apreciación es sobre las técnicas de expresión oral. En mi opinión, su enseñanza no debería dar lugar a una asignatura -como ocurre en algunas facultades-. El movimiento se demuestra andando y la mejor manera de aprender a expresarse es hacerlo en clase en todos -o en la mayoría- de los cursos. Una vez más, el profesorado tendría que ponerse de acuerdo en qué es expresarse bien. Lo que yo veo -incluso entre estudiantes internacionales que vienen de los mejores centros del mundo: Berkeley, Sciences Po de París, …- es que para ellos exponer es leer en voz alta -casi siempre atropelladamente- lo que previamente han escrito. En estas condiciones, es difícil que su exposición provoque un debate. Esto hace que al final lo que tenemos es una especie de partido de tenis en el que yo interacciono con el estudiante.

           

La octava indicación habla sobre los dobles grados. En mi opinión, nunca deberían haber existido. No sé muy bien por qué se crearon. En mi facultad creo que es fruto del deseo de atraer a los buenos estudiantes del bachiller de ciencias sociales. El plan Bolonia contemplaba grados de cuatro años -en lugar de tres, lo que hubiera sido lo más sensato- y másteres de entre uno y dos años en los que especializarse en una enorme variedad de titulaciones incluso ajenas a la del grado cursado. En consecuencia, no parece que tuvieran mucho sentido los dobles grados. Pero hay una razón de mayor peso para rechazarlos y no es otra que el número de horas de trabajo que supone. Los estudiantes de grados “simples” se matriculan en sesenta créditos por curso. Cada crédito equivale a entre 25 y 30 horas de trabajo, es decir, y si nos vamos a 25 horas, 1500 horas por curso (cosa que en Sociología nadie se lo cree). En el caso de los dobles grados, hablamos de 72 créditos, es decir, 1800 horas. Un estudiante que apruebe todo en primera convocatoria -lo que debería ser lo habitual- tendría que desarrollar esas 1800 horas en un periodo de nueve meses -excluyo junio, julio y agosto-. Esto supondría que habría de trabajar nueve horas y media en los días laborables -que incluyen los días igualmente laborables de Navidades, Semana Santa y las festividades de Santo Tomás y la del “santo” de cada facultad. Es decir, se trataría de un estudiante sobrexplotado. ¿Dónde quedaría el tiempo para hacer deporte, formarse como un ciudadano culto que va al cine o lee novelas, que participad de la vida de la sociedad civil…?

 

            Y, finalmente, junto al desastre de las matemáticas, el del inglés. En España, el conocimiento de idiomas es una marca de clase social. Tendríamos que garantizar que quien acaba el bachiller tiene como mínimo el nivel B2 de inglés. Esto implicaría cambiar radicalmente la enseñanza de este idioma (y en este vídeo aporto algunas ideas: https://www.youtube.com/watch?v=RhwYi-cgcw0&ab_channel=RafaelFeito). Además, esto es una cuestión de la sociedad en su conjunto. Tener películas y series dobladas, por ejemplo, no ayuda.

 

Soy conocedor de la labor que la Federación Española de Sociología está haciendo con respecto a estas cuestiones. Mucho me temo que cuanto se pueda proponer termine ahogado en las aguas de borrajas de una abusiva interpretación de la libertad de cátedra. Mucho me temo que, en realidad, no estoy hablando de los problemas que tenemos en la Sociología. Más bien, es un problema que afecta a la universidad como institución y no solo en nuestro país.