Se puede ver una versión en vídeo de esta entrada en
https://www.youtube.com/watch?v=oPjw2Nw5WkU
Un homenaje a los
libros en el día de San Jordi.
Aprovecho esta festividad para
describir mi experiencia con los libros durante el periodo previo a mi entrada
en la universidad y a lo largo de los cinco años de mis estudios de licenciatura
en sociología.
A diferencia de muchos
escritores, mi acceso a la cultura libresca empieza a la edad de los dieciséis
años (quizás un tanto tardía). Vázquez Montalbán decía de sí mismo ser un niño
de balcón (y, por ende, lector), yo lo era más de calle (aunque moderadamente).
En aquel entonces, España estaba en plena transición a la democracia (cuando se
celebraron las primeras elecciones, en junio de 1977, yo tenía quince años).
Fue un periodo en el que buena parte de la conversación pública (no solo en los
medios de comunicación, sino en las calles y en las familias) giraba en torno
al cambio político. Esto, y el hecho casual de que un amigo de un amigo me revelara
que tres estaciones de metro más allá de mi casa había una biblioteca pública
en la que se prestaban libros, me convirtió en un apasionado de los libros, amor
que continua hoy en día. En todo caso, y como dijera Marx, los libros son mis
esclavos, están para servirme. En definitiva, no soy un bibliófilo.
En mi casa había algo de capital
cultural en forma de libros y de prensa. En lo que se refiere a los primeros, he
de decir que jamás vi ni a mi madre ni a mi padre leer libro alguno. Sin
embargo, en mi hogar había una colección de los premios Nobel de literatura, la
cual me permitió un primer contacto con una producción literaria de calidad (se
trata de la colección de la ya desaparecida editorial Plaza &Janés). Javier Krahe decía tener en
casa un montón de libros de autores clásicos que no leía jamás, pero que el
mero hecho de tenerlos le tranquilizaba.
Aparte de esto, mi padre siempre
fue un cliente habitual del quiosco de prensa. De niño recuerdo que en casa siempre
entraban tres periódicos al día: el As (quizás más conocido por la
fotografía de su contraportada que por la información deportiva), el Ya
y el Pueblo (donde recuerdo haber leído los capítulos de la historia de
los jugadores de rugby perdidos en los Andes). Más tarde -y desde el primer número-
entró todos los días en mi hogar El País, del cual no me convertí en
lector diario hasta un año después de su aparición, en 1976. Además de la prensa
nacional, también llegaban hebdomadarios como Camb16 (luego fue Cambio
16, cuando la palabra cambio no suscitaba sospechas para la censura), Interviú
(que al igual que el diario deportivo citado anteriormente era posiblemente
más conocido por sus fotos de mujeres dispuestas a mostrar sus encantos corporales)
y Mortadelo (bueno, Rosendo Mercado decía, en una famosa canción, que se
educaba con El Papus y no con el ABC).
Al margen de la literatura, mis
primeras lecturas eran de libros de historia como el de Gabriel Jackson sobre
la Segunda República, la historia de España de Alfaguara, la entonces trilogía
de Arnold Hauser (Historia social de la literatura y el arte). Añado -entre
otros muchos libros- las obras escogidas de Marx y Engels y, enorme temeridad,
el libro de Nikos Poulantzas Poder político y clases sociales (Muñoz
Molina contaba que lo adquirió y terminó por intercambiarlo por un libro de literatura:
pésima opción).
Igualmente, en los benditos quioscos,
también compraba revistas de sesudo análisis político como Zona Abierta donde
escribían intelectuales de la izquierda española y mundial o El Viejo Topo.
Creo que este escaso capital cultural
me sirvió de barrera para no haber militado en partidos sectarios del tipo de,
por ejemplo, la Organización Revolucionaria de Trabajadores. Recuerdo horrorizado
haber acudido a una reunión en el local que este partido tenía cerca de mi casa
en la que un tipo -relativamente joven- peroraba sobre cómo el pensamiento Mao Tse-tung
sería la guía para la salvación de España y del mundo entero. Y eso por no
hablar de Enver Hoxha y su nuevo hombre albanés. Sigo sin comprender cómo tantas
personas cultivadas e inteligentes se metían en estas sectas. Con el tiempo, muchas
de ellas terminaron por sumarse al pesebre del PSOE de Felipe González.
Antes de matricularme en Sociología,
me di una vuelta por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Allí vi que
había estudiantes que portaban libros como, por ejemplo, el Contrato Social
de Rousseau. Pese a ello, la verdad es que luego comprobé que la mayoría de mis
futuros compañeros no eran precisamente grandes lectores. Sin embargo, debo
reseñar que no había tantos manuales como ahora, lo que forzaba a leer
directamente a los autores señeros en diferentes asignaturas. A modo de
ejemplo, en Historia se podía leer la Historia económica de la población mundial
de Cipolla (pronunciado “chipola”); en Filosofía de las Ciencias Sociales, La
estructura de las revoluciones científicas de Kuhn; en Sociología del Trabajo,
Trabajo y capital monopolista de Braverman, en Comportamiento Político, Los
partidos políticos de Duverger… Y, dada mi pasión por el rock, hago un
aparte para el curso de Sociología del Conocimiento a cargo de Luis
Martín Santos, en uno de cuyos seminarios leímos la Sociología del rock
de Simon Frith. Y, teniendo en cuenta mi especialidad en la sociología de la educación,
hay dos libros clave: Escuela, ideología y clases sociales en España del
malogrado Carlos Lerena y Aprendiendo a trabajar (en aquel entonces, Learning
to Labour, libro que generosamente me prestó Mariano Fernández Enguita: un
profe enrollado) de Paul Willis.
A ello hay que sumar que, en
varias asignaturas, el profesorado había confeccionado unos libros de fotocopias
de lecturas que contenían papers y capítulos de libros. Este era el caso
de Estructura Económica o de Estructura Social Contemporánea.
Mis circunstancias personales -el
hecho de que por motivos laborales fui no asistente o semiasistente- durante
los cuatro primeros años de carrera, me llevaron a compensar esta escasa asistencia
con la adquisición y lectura de infinidad de libros (hoy abarrotados en mi
despacho de la facultad y que duermen el sueño de los justos tras mi paso al
libro electrónico). Quiero aprovechar este apunte para decir que hubiese sido imposible
haber completado estos cuatro cursos de no haber contado con el apoyo (en forma
de apuntes e información diversa) de algunos de mis compañeros y compañeras (gracias Edurne, gracias Miguel) de
la carrera (sin amistades no hay futuro).
Concluyo este pequeño homenaje al
libro. Aquí he citado libros de no ficción. Sin embargo, la mayor parte de la
lectura que promueve nuestra escuela se refiere a novelas (quizás algún día
escriba específicamente sobre mi consumo de literatura). Está muy bien leerlas,
pero cada vez es más imprescindible y accesible la lectura de libros de física,
de astronomía, de historia, de filosofía y, claro está, de sociología. Es una
pena que nuestra universidad, o al menos los grados en sociología, no sean
capaces de crear un público lector. Lo que está claro es que los libros nos
hacen libres y su ausencia nos conduce al desastre.
Salud y lectura.