martes, 9 de diciembre de 2014

Los males de nuestra universidad

Los males de la universidad española

Desde hace unos días, el diario El país ha asumido la encomiable tarea de analizar el estado de la universidad española. Cuando se trata del sistema educativo, parece que hay una fuerte propensión a caer en el catastrofismo. La nuestra sería una universidad que no selecciona a sus profesores de acuerdo con el mérito, responde a una estructura de clanes, es endogámica y cada profesor explica lo que le da la gana.  El ejemplo más rotundo de este tipo de análisis es el iracundo artículo de Félix de Azúa publicado el 1 de diciembre. Si hiciéramos caso de lo que aquí se dice, para ser profesor titular o catedrático de universidad bastaría meramente con dorar la peana a los jefes de turno de los diferentes clanes universitarios. Sin embargo, la realidad, al menos en los últimos años, dista de ser así. Para ser profesor, en cualquiera de estos niveles, es preciso haber obtenido la acreditación de una agencia nacional de evaluación (la ANECA). En el caso de las cátedras, la acreditación exige obtener un mínimo de 80 sobre 100 puntos posibles. Lo bueno de la acreditación, con independencia de lo criticable que pudiera ser, es que establece unas reglas del juego que recogen criterios y elementos suficientemente plurales para que todo aquel que haya investigado y publicado, que haya impartido una docencia diversa en diferentes instituciones y que –aunque esto es lo que con diferencia menos se valora- haya participado de la gestión de su universidad, en la organización de congresos y demás, pueda conseguirla. Se trata de recopilar, nada más y nada menos, lo que se haya podido hacer a lo largo de un mínimo de diecinueve años (lo habitual es contar con al menos tres tramos de investigación –tres sexenios-). En definitiva, la acreditación certifica no sé si la excelencia pero sí al menos un nivel riguroso y continuado de desempeño. Hoy en día, ya no es posible ser catedrático si no se es investigador. Sin embargo, los anteriores sistemas de selección explican que algo más del 30% de los actuales catedráticos no cuenten con todos los sexenios posibles, lo que difícilmente podría ocurrir entre los acreditados. No obstante, e incomprensiblemente, la ANECA ha acreditado como catedrático a alguna persona sin sexenios. El problema es quién puede reclamar ante este posible fraude. Por otro lado, y esto desmonta el argumento de Azúa, quien está acreditado no deberá su posible plaza a nadie en concreto (al señor feudal de turno).
La situación ha llegado a ser tan irracional que hoy en día resulta prácticamente imposible ser titular antes de los cuarenta años y catedrático antes de los cincuenta. Compárese esto con las edades en que consiguieron sus titularidades y cátedras quienes las obtuvieron antes de la existencia de la ANECA. También bastaría con ver a qué edades se suelen obtener las cátedras en las más prestigiosas universidades americanas (si bien es cierto que, como ejemplo a la contra, se podría citar el de Alemania).
En consecuencia, en lo que se refiere a la selección, algo hemos mejorado. Sin embargo, a mí me parece –y admito que me falta una sólida base empírica en la que apoyarme- que donde puede haber un funcionamiento más oscuro y trufado de clanes es en el terreno de la investigación. La concesión de las ayudas a los proyectos de investigación depende, en demasiadas ocasiones, de las conexiones que uno pueda tener con quienes las conceden –habitualmente catedráticos. Igualmente, los criterios para su concesión o rechazo pueden ser arbitrarios. Y la cosa no acaba aquí. Una vez concedida la investigación, no siempre está claro qué hace cada uno de los miembros del equipo investigador que la haya conseguido. Normalmente éste tiene por investigador principal a un catedrático –que es quien con su prestigio, del tipo que sea, puede facilitar la concesión de la ayuda-. De una investigación se desprenden publicaciones, las cuales podrían ser firmadas por quienes apenas han hecho algo. Y también puede suceder que algún miembro del equipo no publique nada. Solo así cabe explicarse la aparente contradicción que se podía observar en la concesión de un complemento retributivo que hasta hace unos años otorgaba la Comunidad de Madrid. Las puntuaciones de cada profesor eran públicas. Resultaba sorprendente ver cómo había gente que tenía el máximo de puntos en experiencia investigadora y que, pese a contar con antigüedad suficiente, no había obtenido ningún sexenio de investigación –el cual se consigue con al menos cinco publicaciones en revistas de cierto renombre científico-. ¿A qué se dedican estas personas que investigan pero no publican? Y, a su vez, puede haber profesores que publiquen sin haber recibido ninguna ayuda económica para la investigación –cosa más frecuente, supongo, en las humanidades que en el resto de los ámbitos académicos-.
Otro de los temas objeto de crítica es el de la docencia. A falta de un estudio científico sobre el tema, se desconoce el modo en que se enseña en las universidades españolas. Coincido con Félix de Azúa en que es posible que un profesor pueda hacer pasar sus absurdas peroratas –sobre Lola Flores, como él mismo aducía- como el conocimiento científico de su materia. Sin embargo, falta añadir el dato nada baladí de que, a cambio,  ha de aprobar a todos o casi todos sus estudiantes. Dice Azúa que los directores (él usa la palabra jefe) de departamento disfrutan poco menos que de un poder omnímodo. Aunque yo no llego a sus treinta años de experiencia en la universidad, he sido director de departamento durante ocho años. Una de las cosas que más me preocupó es que apenas sabemos qué enseñan nuestros profesores una vez que cierran las puertas de su aula. Y, cuando sabemos que hablan de Lola Flores, nada hay qué hacer, puesto que los estudiantes –lógicamente más interesados en la nota que en el saber- no dicen ni pío. Si no hay ninguna queja, el problema no existe. Creo que se podrá estar de acuerdo conmigo en que hablar de la Lola Flores de turno será más difícil en titulaciones con clara conexión con el mercado de trabajo, como puedan ser la medicina o las ingenierías -¿las carreras serias?-.
Al final, el estudiantado es la víctima de todo esto. La pregunta que uno se puede hacer es por qué los estudiantes no se rebelan frente a este estado de cosas. El estudiantado es, al fin y al cabo, una creación social, es lo que la institución educativa ha determinado que sea. Si, desde primaria, el oficio de alumno consiste en calentar un asiento, memorizar información y regurgitarla en exámenes, ¿qué se puede esperar de él cuando llegue a una universidad que tampoco tiene gran interés en un estudiantado activo y crítico?
Finalmente, el otro gran tema estelar ha sido el de la endogamia. Aquí el énfasis se pone en que los profesores jóvenes, los que acaban de leer su tesis doctoral, no sean contratados por la universidad en la que se formaron. Sin embargo, la endogamia también se podría reducir si llegaran a una universidad profesores procedentes de otras universidades y con una dilatada experiencia académica. Esto último es lo que sucede en países, como Inglaterra o los Estados Unidos, en los que algunas de sus más reputadas universidades compiten por contratar a los mejores profesores. A partir de aquí, cabe explicarse que un professor con más de veinte años de carrera exitosa pueda optar por irse de la Columbia de Nueva York a la californiana Stanford. En España las universidades pagan lo mismo a todos sus profesores de idéntica categoría y tampoco parece que tengamos una Columbia que compita con Stanford. Apunto la idea de que cabría la posibilidad de que, durante alguno de sus años sabáticos, nuestros profesores pudieran ser contratados como docentes en universidades de otros países. ¿Sería un profesor endogámico quien hubiera impartido clases durante un año en, por ejemplo, el Instituto Universitario de Florencia?
En un modelo tan uniforme como el español, pudiera ser que forzar a los más jóvenes a ser docentes en una universidad distinta a aquella en la que se formó se convirtiese en una suerte de exilio temporal que prolongaría el ya conocido fenómeno del guadalajarismo: doy clases en una universidad no muy lejana y sigo viviendo en el mismo sitio en el que estudié –al modo de los diputados cuneros-. El problema es que la España de las autopistas, de los trenes de alta velocidad y de los aeropuertos ha reducido las distancias de tal manera que Guadalajara ahora podría estar en Galicia –habría que preguntar en Ryanair-. En definitiva, la endogamia es un problema, sin duda. No obstante, no se podrá resolver mientras que previamente no se cambien otros aspectos sustantivos de la organización universitaria. La endogamia es, en todo caso, un epifenómeno.

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