miércoles, 17 de junio de 2015

Con la LOGSE en los talones

Con la LOGSE en los talones
Una valoración de Qué pasó con la enseñanza, Elogio del profesor.
(Pasos Perdidos, Madrid, 2015) de Luisa Juanatey

            He aquí el que posiblemente sea el último libro de un género literario, que sigue gozando de cierto eco mediático, al que podríamos llamar jeremiadas del profesorado. Su protagonista típico es un profesor o profesora (en el caso del que hablaré aquí se trata de una docente ya jubilada) de bachillerato, que accedió a la docencia en un instituto público, a comienzos de la transición (la famosa generación de 1977: “Llegábamos muchos, de golpe, todos jóvenes” p.28), apenas concluidos sus estudios de licenciatura.

El libro de Juanatey describe sus andanzas desde su juventud en la que daba clases, con cierto entusiasmo, a la mitad menos mala académicamente del alumnado (el alumnado del Bachillerato Unificado Polivalente –BUP- tenía que haber aprobado la Educación General Básica –EGB-) hasta el infierno de la LOGSE y su supuestamente inasumible comprehensividad: con esta ley están en las mismas aulas todos los adolescentes entre los doce y dieciséis años sin que medie ninguna selección previa. De hecho, esta es la queja que, en la primera página, recoge la autora (y obsérvese qué modo tan peculiar tiene de hacer historia de la educación):

…dos periodos bien diferentes de la historia de la enseñanza en España. El de los años en que con el –perfectible- sistema BUP y COU los profesores de instituto disfrutábamos de nuestro oficio bonancible con la agradable sensación de hacerlo satisfactoriamente. Y el de los años en que, tras la llegada de la Logse (1990), pasamos a vivir en permanente estado de inquietud por el mal camino que a nuestros ojos llevaba la enseñanza, la pública, especialmente, como ahora ya reconoce todo el mundo por igual.

            Aquí ya aparece un modo de razonamiento muy habitual en este tipo de literatura: el supuesto consenso universal, carente del más mínimo sustento empírico. Cualquier lector desprejuiciado –es decir, cualquiera que no sea de la claque de la autora- sospechará que quizás las cosas no sean así. Desde el primero de los informes PISA –el del año 2000-, sabemos que los centros privados obtienen mejores resultados que los públicos debido a que los primeros escolarizan a un alumnado de mayor estatus socioeconómico que los segundos. De no mediar esta diferencia social, los resultados de la escuela pública serían equivalentes a los de privada. Es como si alguien dijera que es peor un hospital que atiende a octogenarios y cada semana cuenta con tres decesos que otro cuyos pacientes son treintañeros que hacen ejercicio físico todos los días y rara vez alguno de ellos se les muere.

            Emulando a Cesare Lombroso (médico y criminalista que podía prever la personalidad criminal de un individuo a partir de su fisonomía), nuestra autora afirma que “nuestros alumnos de entonces, con dieciséis o diecisiete años, tenían el aspecto y la expresión de un veinteañero de ahora” (p. 31), lo que - según ella- explicaría su comportamiento pueril. En todo caso, basta con asistir a una fiesta de graduación en bachillerato para comprobar que esta apreciación es más que dudosa. Sin embargo, cuando se refiere a sus compañeros de profesión este aspecto de alguien que aparenta una edad menor de la real se convierte, por arte de birlibirloque, en una virtud: “el profesor tiene una pinta más juvenil que en general el resto de la gente adulta” (p. 72). Es algo que también detectó George Moustaki en una canción sobre sus amigos: “À les voir on dirait qu'ils auraient rajeuni” (al verlos se diría que han rejuvenecido). En todo caso, no es de extrañar que puedan tener este aspecto juvenil. De acuerdo con la autora estamos ante gente viajada y con tiempo de ocio para viajar:

Viajar. No había nadie que no aspirase a eso. Viajar y conocer. Y para todas esas cosas se necesita tiempo libre. ¡Cuánto amábamos nuestros horarios de trabajo, cuánto las largas vacaciones de la enseñanza, que a nuestro entender deberían ser las de todo el mundo! (p. 28).

            Está por ver cuando los sindicatos de la enseñanza –o cualesquiera otros- han reivindicado tres meses de vacaciones para todos los trabajadores. La autora se pregunta: “¿Cómo eran entonces las condiciones de trabajo?”. Y a ello responde: “Bueno, pues normales. A mí me lo parecían” (p. 40). Luego, nada tiene de extraño que esta buena vida rejuvenezca a cualquiera. Queda, claro está, averiguar qué sea eso de tener unas condiciones de trabajo normales. Se tiene la impresión de volver a algunos de los debates de la filosofía griega clásica: el mundo es lo que a cada cual le parece que es (cosa que suele suceder en las tertulias televisivas). Ya hace unos años, otro profesor de Secundaria,  Juan José Romera, en su libro Retrato canalla del malestar docente (Toromítico, Córdoba, 2010) detectaba entre algunos de sus compañeros una cierta “alergia a los argumentos basados en datos y una tendencia a echar mano del anecdotario personal”. Añádase a esto la peculiar manera que nuestra autora tiene de citar posibles investigaciones:

            Un día cualquiera (…) el diario informa de que, según varios estudios publicados, la colaboración de padres y madres de alumnos con colegios e institutos es escasa (p. 152).

            Además de tener un aspecto juvenil, el profesorado es generoso:

En cualquier caso el profesor no relaciona directamente su tarea cotidiana con la idea de lucro; dicho más gráficamente se halla en el extremo opuesto a lo que significa trabajar a comisión (p.71).

            Como ya ha explicado en multitud de ocasiones Fernández Enguita, tenemos que distinguir las profesiones liberales de las burocráticas. Las primeras se desenvuelven en el mercado y quienes las ejercen pueden imponer sus honorarios. Sería el caso de la mayor parte de los abogados, de los médicos que desempeñan por libre su actividad, o del profesor que monta una academia (algunas actúan on line y pueden ser enormemente lucrativas). Pero, además, existen las profesiones burocráticas en las que el trabajo se ejerce en el seno de una organización –habitualmente el estado-. Este es el caso de los militares, los jueces, la inmensa mayoría de los médicos y, sin ánimo de alargar la lista, los docentes (desde infantil a la universidad).  

            La autora no tiene empacho en reconocer que a la profesión docente se accede sin saber qué sea eso de enseñar: “Como en tantas otras cosas fuimos en esto una generación espontánea. Y más espontánea aún en lo que se refiere a cómo enseñar” (p. 38). Leyendo esto, me asalta la pregunta de si alguien en su sano juicio acudiría a un dentista que confesara estar aprendiendo su oficio sobre la marcha (bueno, quizás sí el personaje que Jack Nicholson interpreta en La tienda de los horrores de Roger Corman). Pese a ello, nuestra profesora no duda en denigrar a los expertos, a los que llega a considerar poco menos que dictadores:

El experto es psicólogo y pedagogo, por supuesto: la autoridad competente. Igual que por supuesto era militar aquella famosa autoridad competente que tanto se demoraba en llegar al Congreso (p. 39).

No tiene desperdicio la equiparación del poder del experto con el que hubiera derivado del cañón del fusil si hubiera prosperado el putsch de febrero de 1981. La autora parece haberle cogido cierto gusto a las metáforas militares: no en vano un capítulo lleva por título “los años de plomo”. Más adelante, lanza más dardos contra los investigadores educativos:

Un experto es aquel que dice, o de quien se dice, que es un experto (p.  85).

Sin duda, debemos estar ante la profesión más extraña del mundo. ¿Cómo es posible que una profesión para cuyo ejercicio se requiere formación universitaria pueda pretender vivir de espaldas a los avances científicos sobre  cuestiones del tipo de cómo aprende la gente, qué sea un centro educativo como organización, cómo cambia la sociedad y un gigantesco etcétera? ¿Toleraríamos que un médico no estuviera al tanto de los avances en la investigación referida a su especialidad?

No muy lejos de los expertos se encuentran, en una singular jerarquía del desprecio, los asesores de formación permanente, todos aquellos que, para desempeñar su labor innovadora, han tenido que abandonar las aulas.

Se hicieron sindicalistas liberados, se fueron a la enseñanza de adultos, se pidieron una comisión de servicio para ser directores (…) y, por último, parte de ellos se consolidaron como formadores de formadores (p. 94).

            La autora es consciente de la desigual distribución social del éxito y del fracaso escolar:

Los institutos también están llenos de un clasismo interno que los responsables no dejarán nunca de haber notado, si han tenido voluntad de ello. El alumnado hace años que se fabrica sus propios itinerarios –moldea su presente y su porvenir- eligiendo el grupo de los vagos o el de los estudiosos a base de matricularse en unas asignaturas u otras. Todo profesor sabe que en el grupo A de los cursos Logse se va a encontrar con alumnos aceptablemente preparados (que en buena mayoría procederán de familias de profesionales o, digamos, de un estrato social determinado), mientras que en el D, el E o el F se encontrará a un montón de chiquillos a quienes su familia y el sistema encaminan tranquilamente a multiplicar su propio problema de falta de estímulo y preparación reforzándolo con el de sus restantes compañeros de grupo (p. 47).
           
Según Juanatey, son los propios alumnos quienes libremente eligen la soga de su “muerte” escolar. La realidad, obviamente, nada tiene que ver con esto. Los grupos suelen configurarse a partir de los expedientes escolares de la educación primaria. Esto permite que quienes llegan con problema en Lengua o Matemáticas sean escolarizados en grupos de refuerzo. Contrástese esta interpretación de cómo se agrupa el alumnado por niveles con la que da otro profesor,  Fernando J. López, en su libro La edad de la ira (Madrid, Espasa, 2011, p. 58).[1]

            El sistema funciona así, me temo. Se eligen los grupos de acuerdo con la antigüedad, así que los que tienen más experiencia se quedan con los alumnos disciplinados y tranquilos del A y, a veces, hasta del B. Mientras que el C, el D y, cómo no, el terrible E –donde suelen aglutinarse los alumnos conflictivos o con menos rendimiento- se quedan para los nuevos. 

Últimamente, la existencia de secciones bilingües en los institutos ha permitido una nueva segregación más. Quienes van a estas secciones suelen ser los alumnos de mayor estatus socioeconómico.

             Y, para acabar, no quiero dejar de mencionar que esta generación de profesores, a la que pertenece la autora, tuvo que luchar contra injusticias propias de una sociedad absurdamente jerárquica y clerical como lo era aún la España de los años setenta:

Porque llegamos, por ejemplo, a institutos de ciudad donde los catedráticos tenían reservada su propia zona en el bar de profesores (compartir el bar con los alumnos era cosa que a nadie se le pasaba por la cabeza). El catedrático daba clase de 9 a 12 (p. 34).

En el primer instituto adonde yo llegué todavía mandaba el cura. Era un instituto de pueblo, y aún no se concebía poner en cuestión la autoridad natural (p. 35).

            Como conclusión, estamos ante un libro que ofrece una excelente descripción del ethos profesional de quienes accedieron a la docencia en Secundaria en los inicios de la transición. Amén de tratarse de un profesorado joven, recién salido de la universidad, le tocó en suerte tener en sus aulas a un alumnado moderadamente motivado que podía albergar esperanzas en las expectativas de movilidad social de la escuela. La LOGSE supuso tener que atender en las mismas aulas a toda la población con un profesorado en muchas ocasiones reacio a considerar que su trabajo consiste en mucho más que en la mera transmisión de conocimientos.



[1] Fernando J. López es, además, autor de la brillante y divertidísima obra de teatro De mutuo desacuerdo

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