martes, 16 de junio de 2015

Ponga una catáfora en su vida, o ¿para qué sirve la Selectividad?

Ponga una catáfora en su vida, o ¿para qué sirve la Selectividad?

            En estos días, la prensa ha aprovechado la realización de las Pruebas de Acceso a la Universidad (PAU o, simplemente, Selectividad) para lanzar al lector el reto de si sería capaz de aprobar este examen. Ya anticipo que a mí no me cabe la más mínima duda de que yo lo suspendería. La pregunta que me planteo es ¿de qué sirve un examen que certifica unos conocimientos –y quizás algunas destrezas, pero no muchas- que la mayor parte de las personas con formación universitaria sería incapaz de aprobar?

Me voy a fijar en tan solo dos de los exámenes (el lector interesado puede  encontrar estos ejercicios y otros más aquí): Historia (en la UCM) y Lengua castellana (en Cataluña). En el primero, el estudiante consigue la mayor parte de los puntos simplemente vertiendo sobre el papel de examen los contenidos de los epígrafes. Cuatro de ellos se obtendrían respondiendo a cuatro de entre seis cuestiones –un punto por cuestión- que se desarrollan en no más de diez líneas. Estas son las cuestiones:

1.       Conquista y romanización: la pervivencia del legado cultural romano en la cultura hispánica.
2.       Los reinos cristianos en la baja edad media: organización política e instituciones en el reino de Castilla y en la Corona de Aragón.
3.       El descubrimiento de América.
4.       La España del siglo XVI: el modelo político de los Austrias. La unión de reinos.
5.       La crisis de 1640.
6.       La España del siglo XVIII: reformas en la organización del Estado. La monarquía centralista.

            Otros 4,5 puntos se consiguen con el desarrollo de un tema o del comentario de un texto. El desarrollo de un tema es básicamente lo mismo que las seis cuestiones anteriores, con la diferencia de que esta vez se trata de un conjunto de epígrafes relacionados con un mismo tema (en este caso, el periodo de la Segunda República que va desde el bienio negro a las elecciones de febrero de 1936). El comentario de un texto se divide en dos partes. La primera –que permite alcanzar hasta 1,5 puntos- consiste en resumir sus ideas fundamentales y la segunda vuelve a ser la respuesta a una serie de epígrafes.

            La prueba de Lengua castellana y literatura de la Generalitat de Cataluña se divide en tres partes. La primera –que permite obtener hasta cuatro puntos- consiste en una serie de preguntas que tratan de comprobar que el estudiante ha comprendido el texto en cuestión –que, dependiendo de la opción, es un fragmento de una novela o de un ensayo de economía-. Otros tres puntos corresponden a la expresión escrita (dos de ellos se obtendrían a partir de la respuesta a una cuestión del programa de la asignatura y otro más dependería del desarrollo de un ejercicio consistente en pasar las formas verbales de un pequeño párrafo del presente al pasado imperfecto). Finalmente, los otros tres puntos proceden de sendas preguntas –entre otras la de la catáfora, que da título a esta reflexión- del epígrafe llamado “reflexión lingüística”, pese a que las respuestas nada tienen que ver con la reflexión (quizás el examinador haya querido limpiar su conciencia con esta trampa terminológica).

La práctica totalidad de las cuestiones no va mucho más allá de regurgitar los contenidos aprendidos en esa academia en que parece haberse convertido el Segundo curso de Bachiller. Es una estructura de examen muy semejante al  “cantar” –pero aquí en silencio- los temas en las oposiciones a los puestos de la nobleza de estado: técnicos de la administración civil, abogados del estado, economistas del estado, registradores de la propiedad, etc.  Parece que difícilmente esto del cantar pudiera considerarse una destreza clave en la economía del conocimiento en la que, pese a esta casta nobiliaria, estamos instalados desde hace unos cuantos años.

Quizás lo más interesante –desde el punto de vista de la creatividad y del desarrollo de una personalidad autónoma- es el comentario de una tabla con datos como los relativos a la participación en el referéndum español de 1976. Es probable que tal cuadro lo hayan podido ver los alumnos durante segundo de bachiller. Lo deseable es que no hubiera sido así. De este modo, el ejercicio consistiría en ser capaz -a partir del conocimiento previo- de construir una explicación coherente de un tipo de cuadros con los que muy probablemente los estudiantes se encontrarán a lo largo de su vida.

En tanto que profesor de universidad, lo que a mí me preocupa, y mucho, es que la práctica totalidad de mis estudiantes –imparto clases en segundo y cuarto del grado de Sociología, y de un máster en mi universidad, pero también he dado clases y evaluado a estudiantes en otras universidades- es incapaz de escribir un texto con un mínimo de coherencia, en el que haya conexión conceptual entre un párrafo y otro, o un epígrafe y otro. En definitiva, una incapacidad desconcertante para desarrollar un argumento. La cosa es mucho más grave si a esto añado que es muy habitual encontrarse con frases que carecen de sujeto, o si lo tiene este no concuerda con el predicado, por no hablar de las faltas de ortografía (si no me equivoco, esto se controla en la PAU pero, por lo que se ve, con poca efectividad).

La PAU, por desgracia, tampoco evalúa la capacidad de expresión oral y el modo en que un estudiante puede defender, en una controversia pública, su punto de vista. Si en este país existiera el hábito de consensuar las leyes educativas, quizás nos podríamos plantear la conveniencia de sustituir la PAU –como quiere hacer la LOMCE- por unas pruebas razonables al finalizar el bachillerato (exit exams).- Estas no tendrían que consistir en la aberración de los centenares de preguntas tipo test de las reválidas que tan infausta ley propone.

Es una pena que no se haya aprovechado el debate sobre las reválidas de la LOMCE y la supresión de la PAU para plantearse de qué modo evaluar la madurez intelectual del estudiantado de Bachillerato. Un examen de nivel que contemple destrezas genéricas como el modo en que se redacta, se razona, se procesa la información, etc., podría ser de gran utilidad. En concreto, este sería, por ejemplo, el modelo de las Coalition Schools en los Estados Unidos, en las que el título de educación secundaria se obtiene en pruebas públicas, similares a las de nuestras tesis doctorales, ante tribunales constituidos por profesores del centro y por algún adulto nombrado por cada estudiante (si se quisiera una evaluación, tanto interna como externa, se podría contar con la presencia de profesores de diferentes centros). En este tipo de pruebas, cada estudiante presenta en público investigaciones o ensayos para cada una de las áreas de conocimiento, sean asignaturas o bloques curriculares más interdisciplinares. De paso, solventaríamos en buena medida el actual carácter escasamente democrático de la evaluación, al convertirla en una actividad pública y genuinamente colegiada. Luis Garicano explicaba una forma similar de examen de fin de etapa, esta vez en Holanda.

Recientemente tuve la oportunidad de asistir  (…) a la presentación de los proyectos de final de bachillerato en un Technasium. Un Technasium es un instituto de bachillerato especializado para estudiantes que quieren en el futuro estudiar materias técnicas y científicas, desde ingenierías a matemáticas o ciencias naturales. (…) En el Technasium los proyectos adquieren una importancia especial. El proyecto de fin de estudios (último año de bachillerato) requiere 200 horas de trabajo por estudiante (equivalente a cinco semanas de trabajo a tiempo completo).
En el Technasium de Amersfoort, observé fascinado la presentación de seis proyectos. Un grupo tenía que diseñar, bajo la supervisión de un despacho de arquitectura, la infraestructura de una pequeña urbanización de vacaciones: carreteras, energía sostenible, puentes. Los cálculos incluían el tipo de puentes sobre el canal y sus soportes, el grosor de las carreteras, el tipo de energía usada, la forma de guardar el exceso de energía. Otro grupo tenía el encargo de diseñar un sistema para ayudar a los ancianos a levantarse de la cama sin ayuda. Resolvieron el reto con la ayuda de un brazo articulado para la parte alta del cuerpo y un soporte con un pequeño motor para las piernas, todo ello controlado con un sencillo control remoto. Un tercer grupo investigó las anormalidades cromosómicas en dos pacientes del Hospital Universitario de Utrecht. Un cuarto grupo diseñó un robot que pudiera llevar bebidas de una habitación a otra, evitando obstáculos. Otro grupo nos dejó con la boca abierta cuando tuvo que disculparse al explicar que su presentación había sido declarada confidencial por el cliente: el cliente, una empresa líder en tratamiento de aguas, había decidido que el proyecto había desarrollado conocimiento patentable y no quería que nada fuera presentado hasta que existiera la patente.

En el caso de países como “Australia, Dinamarca, Inglaterra, Escocia, Finlandia, Francia, Irlanda, Holanda y buena parte de Canadá y Alemania, por ejemplo, los exámenes de fin de la secundaria superior (…) tienen lugar durante un periodo de dos semanas o más. Los exámenes de cada asignatura duran alrededor de tres horas y exigen que los estudiantes escriban ensayos, describan experimentos y muestren qué pasos han seguido para resolver un problema” (Bishop 2005: 4).

Y, finalmente, una cuestión nada baladí. ¿Por qué han de corregir las pruebas de la PAU tan solo los especialistas en las asignaturas de Segundo de Bachiller? Si de lo que se trata es de evaluar el modo en que un estudiante razona, estructura sus argumentos, su riqueza léxica, etc., cualquier profesor –quizás con un mínimo de tramos de investigación: hemos de pedir que quien evalúe sea alguien habituado a publicar en medios de cierto prestigio- podría encargarse de esta labor (aunque, se me dirá, con razón, cómo es que toleramos que de la dirección y evaluación de trabajos de fin de grado se puedan encargar quienes no cuentan ni siquiera con un tramo). Quizás, de este modo, evitaríamos que el futuro de los estudiantes dependiera de que a los dieciocho años supieran qué es una catáfora. Ya me gustaría encontrarme un día con un estudiante que me dijera que su peculiar estilo literario se debe a su pasión por lo catafórico.


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