Una
universidad ajena al “sistema de precios”
En un reciente artículo, Luis Garicano
señalaba una observación muy interesante sobre nuestra universidad: es una
institución que carece de un sistema de precios –ya sé que el término no
gustará a quienes puedan ver en él un intento de privatización de la enseñanza
superior-. Con esta expresión, Garicano se refiere a un mecanismo que permite
captar de modo fidedigno las preferencias del consumidor. De esta manera, un
sistema de precios (frente a la regulación estatal de la distribución de
mercancías que, de acuerdo con este economista, propondrían Syriza y Podemos)
tiene como mínimo dos grandes virtudes difícilmente discutibles. La primera es
que proporciona a los individuos incentivos para actuar en pro del bien común
partiendo de la satisfacción de los intereses personales. Es la famosa idea de
Adam Smith de que “el panadero se
levanta a las cinco porque quiere tener el pan listo por la mañana, cuando
lleguen los compradores” (todos los entrecomillados son citas literales de
Garicano). La segunda se refiere a que el estado jamás podrá tener el mismo
nivel de información sobre las preferencias de los consumidores del que gozan
los propios consumidores y los distribuidores locales de mercancías. El ejemplo
que aduce Garicano es que si se duplicara el precio del café, cada consumidor
determinaría si le merece la pena consumir té –si es que este fuera más barato-
o gastar más dinero en café. Del mismo modo, el tendero o el transportista
locales sabrían cuánto café debería haber, respectivamente, en su mostrador o
en su remolque.
Todo
este excurso es para presentar la idea de que, de acuerdo con Garicano, la
universidad española, al ser ajena al sistema de precios, es víctima de dos
serios problemas. El primero, más bien falso, es que “todos los profesores, los
que trabajan mucho y los que no hacen nada, ganan prácticamente lo mismo”. El
segundo, que me parece mucho más acertado, es que no existen “mecanismos que
transmitan las preferencias, o el conocimiento local de los alumnos al sistema.
Si una carrera no tiene demanda porque los estudiantes no la ven útil o
interesante, en el mercado los precios caerían, y los profesores se reciclarían
hacia otras áreas con mayor demanda”.
Vayamos por partes. La primera
afirmación (todos los profesores, con independencia de su desempeño, ganan lo
mismo) muestra un preocupante desconocimiento de la realidad de la universidad
española, quizás achacable al hecho de que Garicano es un professor de la Universidad de Londres –y me enorgullece que un
compatriota ocupe este puesto-. Cerca de la mitad del profesorado universitario
tiene contratos precarios y/o inestables y, aun teniendo la misma o muy similar
dedicación docente que un titular o un catedrático, puede cobrar dos, tres,
cuatro,… veces menos. Por otro lado, sería poco acertado decir o sugerir que
los “precarios” tienen peor desempeño. Pero incluso en el caso de que la
afirmación de Garicano se restringiera al “privilegiado” grupo de titulares y
catedráticos, tampoco se sustentaría. Un profesor que publique regularmente
artículos en revistas con prestigio científico o libros –o capítulos de libros-
en editoriales relevantes cuenta con un incentivo económico cada seis años
–seguramente no es gran cosa, pero con el paso del tiempo y ya cerca de la
jubilación, pueden ser más de 600 euros netos mensuales-. Por otro lado, el
titular que no publica tiene muy difícil –aunque, por desgracia, no sería imposible-
convertirse en catedrático –y ser agraciado con un subida salarial del 15% y
que quizás tampoco sea mucho-.
La segunda aseveración, si bien no es
del todo cierta (ya que en el documento de solicitud de ingreso en la
universidad los estudiantes hacen constar sus preferencias por una u otra
titulación), introduce una cuestión muy preocupante: ¿qué hacer con los
estudiantes que cursan una carrera que era una de sus últimas elecciones y a la
que llegan simplemente porque esta tiene una oferta de plazas mayor que la
demanda de estas?
Hoy en día, tenemos titulaciones con muy escasa
demanda estudiantil en primera instancia (en la convocatoria de junio) tras la
Prueba de Acceso a la Universidad –PAU- que, sin embargo, pueden ver completada
su oferta de plazas tras la PAU de septiembre con estudiantes cuya nota de
acceso no da mucho de sí. Es el caso de parte de las titulaciones de
humanidades y de ciencias sociales. Esto plantea, como mínimo, dos problemas: el primero, muy claro, es de
la escasa deseabilidad para estos estudiantes de tal grado y el segundo, no
menor, es que se trata de los estudiantes con peores expedientes en
bachillerato y con las notas más bajas en la PAU. Por otro lado, el profesorado
de estos cursos tiene todas las papeletas para llevar a cabo la profecía que se
cumple a sí misma: el efecto Pigmalión de pensar que mis estudiantes no son
buenos y terminan por no serlo.
Frente a esta situación, hay varias
soluciones. Una, aparentemente simple –y excluyente-, sería ofrecer menos
plazas, lo que automáticamente haría subir la nota de corte: llegarían al grado
mejores estudiantes que ahora. Pero esto tiene un elevado coste: un menor
número de estudiantes significa también un menor número de profesores. ¿Qué
candidato (-a) a decano ganaría unas elecciones con una propuesta que implique
reducir puestos de trabajo docentes?
Otra solución, esta inclusiva, sería la
del “sistema de precios” y consistiría en tratar de averiguar cómo podrían
aprovechar su tiempo aquellos estudiantes condenados a cursar una carrera que a priori no es de su agrado. Algunos de
ellos, en una estrategia que les llevará a tener que matricularse en más
asignaturas de lo habitual, lo que hacen es cursar primero del grado no deseado
para desde ahí cambiarse al siguiente año a una titulación afín conforme a sus preferencias.
Muchos de ellos terminan por abandonar y otros muchos simplemente pasan de
curso a curso sin aprender gran cosa (al fin y al cabo son carreras fáciles).
A partir de aquí sería muy sensata la
propuesta de Garicano: que el profesorado se reciclara “hacia otras áreas con
mayor demanda”. Creo que podría haber dos alternativas. Una consistiría en que
el profesorado de estas titulaciones impartiera docencia de su disciplina en otros
grados –lo que habitualmente implicaría desplazarse a otros centros de la
universidad- que demandan profesores de esta especialidad. La otra consistiría
en un reciclaje no demasiado traumático y que es crear otras titulaciones. Una vía
consistiría en generar dobles grados –de la titulación con baja demanda con
otro grado más o menos afín como, por ejemplo, un hipotético doble grado de
Sociología y Relaciones Internacionales o de Sociología y Estadística-. El
problema que veo es que, muy posiblemente, reduzca el número de estudiantes
brillantes del grado poco demandado, los cuales podrían sentirse atraídos por
titulaciones más prestigiosas como serían aquellas. La segunda posibilidad
consistiría en crear nuevas titulaciones –aunque en esto hay que ser moderado
dada la proliferación de títulos en nuestras universidades- próximas a la menos
demandada en el entendido de que podrían resultar más atractivas tanto en
términos laborales como sustantivamente.
Sin embargo, hay otra alternativa (y que
es la que me gusta más): elevar el nivel de los estudiantes desde el primer
curso. Al fin y al cabo, el estudiante es una creación social. Mi propuesta
sería contar con profesorado voluntario en el primer curso dispuesto a hacer
ver al estudiantado lo atractivo que puede ser cursar un grado como el que le
ha correspondido. Se trataría de promover un estudiantado que aprenda sobre los
contenidos de ese grado desarrollando destrezas cada vez más valoradas por el
mercado de trabajo y la sociedad en su conjunto: informarse con la lectura de prensa
periódica, artículos y libros –y en diferentes idiomas-; ser capaz de exponer y
desarrollar de un modo inteligible un argumento en público y defenderlo; desarrollar
ideas propias por escrito; trabajar en equipo (en red y presencialmente), etc. En
definitiva, se trataría de que cualquier titulación asegure al estudiante la
adquisición de una serie de destrezas imprescindibles para desempeñarse como
profesional y como ciudadano. Se me dirá que estas destrezas se deben adquirir
en todos los grados (se la Medicina o las Ingenierías). Sin embargo, casi todos
los grados de humanidades y ciencias sociales se prestan, en mayor medida que
el resto, a la contrastación de puntos de vista, lo que aconsejaría poner
especial énfasis en este tipo de habilidades más genéricas y, sobre todo,
polivalentes.
No sabemos qué empleos existirán o
dejarán de existir en los próximos años. En un mundo en permanente cambio, el
mejor legado que una facultad puede dejar a sus estudiantes es la capacidad
para desarrollar una perspectiva en torno a no importa qué problema y, sobre
todo, ser conscientes de que los aprendizajes no concluyen al finalizar el
grado o el máster: hay que aprender a lo largo de toda la vida. Si desde las
facultades –y la escuela, en general- no somos capaces de transmitir nuestro
entusiasmo por la aventura que supone nuestra área de conocimiento no
conseguiremos generar en los estudiantes el deseo de aprender y perfeccionarse
sin fin y, si se me apura, de crear una generación capaz de construir un mundo
mejor.
Concluyo con una matización. Sé de la
pasión, casi enfermiza, de Garicano y sus colegas de Fedea por la modelización
matemática y por los números en general. Me sorprende que, sin aportar ningún
dato empírico, considere a Podemos un partido de extrema izquierda (por lo
menos no lo llama comunista o bolivariano). Podemos, hasta donde conozco, se
presenta a sí misma como una organización ajena al eje derecha-izquierda. Lo
que sí sabemos –basta con ver los sondeos del Centro de Investigaciones
Sociológicas- es que ni su electorado potencial es de extrema izquierda –de
hecho, es muy similar al del PSOE- ni este ve a Podemos como una formación
extremista (sus simpatizantes le otorgan un 2.46 en la escala ideológica
izquierda-derecha). Otra cosa es cómo lo vea el votante Luis Garicano.