El pasado 21 de enero, el diario El Mundo
publicó un editorial relativo al trágico suicidio de un niño de
once años (de cuya carta de despedida he extraído la frase que da título a esta
entrada), presuntamente víctima del acoso escolar. El periódico propone como
solución “integrar la prevención, revisar el papel de los centros y afinar
la legislación judicial”, al tiempo que subraya el rol esencial del profesorado
en la detección de este problema. Sin
especificar en qué puedan consistir, plantea que “los colegios dispongan de los instrumentos adecuados para
evitar abusos, insultos, vejaciones y daños físicos entre niños”. Sin ánimo alguno de menoscabar las buenas
intenciones de tan oportuna publicación, mi impresión es que su contenido, más
allá de la importancia mediática de un editorial, es mera palabrería.
Muy probablemente, la clave del
problema del acoso escolar reside en el propio funcionamiento de nuestro
sistema educativo. Para esta escuela, un buen alumno es básicamente una persona
que ocupa un asiento, no interrumpe el funcionamiento de la clase, hace sus
deberes y responde cuando le pregunta el profesor. Nada de esto implica que mantenga
buenas relaciones con sus compañeros, que sea solidario o que sepa trabajar en equipo. Es decir, un
buen alumno podría ser alguien aislado de cuyos sentimientos nadie en la
escuela tendría por qué saber nada. Es más, si es un alumno con buenas notas se
dará por supuesto que no tiene problema alguno (como ocurría con el adolescente
– an “A” student- protagonista de
la película Gente corriente). Justamente, esto es lo
que puede explicar que la sociedad se entere del sufrimiento de un niño cuando ya
es demasiado tarde.
La mejor
estrategia de prevención sería promover una escuela en la que lo habitual fuese
el diálogo. El aprendizaje por medio de escenarios dialógicos no solo resulta
más eficaz que el modelo del opositor a los cuerpos del Estado (el cual parece
el preferido por la escuela y por el actual gobierno en funciones), sino que
permite algo tan esencial para la vida en sociedad como es el conocimiento del
otro. En colegios como Trabenco (un centro público de Infantil y Primaria de
Leganés, justamente la ciudad en la que vivía el niño), los alumnos comienzan
la jornada escolar con una actividad llamada asamblea (aunque a mí me gustaría
más que se llamase ágora). Reunidos en círculo -y muchas veces sentados en el
suelo-, cada niño ha de exponer ante sus compañeros una noticia (la cual podría
ser una información procedente de la prensa o algo que le ha pasado a él). El
hecho de exponer en público tiene enormes y obvias ventajas que van desde
ordenar la información, opinar sobre ella y desarrollar el arte de la oratoria.
Más allá de todo esto, esta actividad permite que los niños se conozcan mejor
(el tipo de noticias seleccionadas, y el modo en que se exponen, dice mucho
acerca de cómo es una persona), que puedan ponerse en la piel del otro y que,
en definitiva, capten la diversidad de personas que hay en cualquier entorno.
En estas asambleas, además, se invita a
que los niños se evalúen entre sí con un ánimo positivo (con apreciaciones del
tipo “hoy lo has hecho muy bien”, “no nos hemos terminados de enterar” o
“siempre eliges cierto tipo de noticias”). En una ocasión visité uno de los
centros de Secundaria en los que buena parte de los alumnos de Trabenco se
matricula. En los grupos de discusión que hice, una de las cosas que me dijeron
es que, en el patio de recreo, los únicos que se acercaban a los alumnos
inmigrantes eran ellos.
No contento con
todo esto, el colegio Trabenco organiza una asamblea –esta vez sí me parece
correcto el término- a la que asisten los delegados y subdelegados de cada uno
de los grupos. Aquí se habla de aspectos generales del centro entre los que,
como cabría esperar, se incluyen los problemas de convivencia.
En definitiva,
bien pueden estar los cambios normativos (los cuales, para gentes tan conservadoras
como los editorialistas de El Mundo, pasan por endurecer la legislación
de menores), la preocupación mediática, el teléfono de ayuda al alumno y demás.
Sin embargo, mientras que el día a día en el aula encierre a cada alumno en su
universo particular, seguiremos lamentando suicidios infantiles y adolescentes. Vivimos
en un país de abogados o, si se quiere afinar más, juristas (lo han sido todos
los presidentes de gobierno de la democracia salvo el más efímero de ellos).
Por tanto, nada tiene de extraño que la solución de los problemas se suela fiar
a la supuesta capacidad taumatúrgica de las leyes en lugar del diálogo y del
mutuo entendimiento.