domingo, 24 de enero de 2016

No aguanto ir al colegio


El pasado 21 de enero, el diario El Mundo publicó un editorial relativo al trágico suicidio de un niño de once años (de cuya carta de despedida he extraído la frase que da título a esta entrada), presuntamente víctima del acoso escolar. El periódico propone como solución “integrar la prevención, revisar el papel de los centros y afinar la legislación judicial”, al tiempo que subraya el rol esencial del profesorado en la detección de este problema.  Sin especificar en qué puedan consistir, plantea que “los colegios dispongan de los instrumentos adecuados para evitar abusos, insultos, vejaciones y daños físicos entre niños”.  Sin ánimo alguno de menoscabar las buenas intenciones de tan oportuna publicación, mi impresión es que su contenido, más allá de la importancia mediática de un editorial, es mera palabrería.
Muy probablemente, la clave del problema del acoso escolar reside en el propio funcionamiento de nuestro sistema educativo. Para esta escuela, un buen alumno es básicamente una persona que ocupa un asiento, no interrumpe el funcionamiento de la clase, hace sus deberes y responde cuando le pregunta el profesor. Nada de esto implica que mantenga buenas relaciones con sus compañeros, que sea solidario o  que sepa trabajar en equipo. Es decir, un buen alumno podría ser alguien aislado de cuyos sentimientos nadie en la escuela tendría por qué saber nada. Es más, si es un alumno con buenas notas se dará por supuesto que no tiene problema alguno (como ocurría con el adolescente – an “A”  student- protagonista de la película Gente corriente). Justamente, esto es lo que puede explicar que la sociedad se entere del sufrimiento de un niño cuando ya es demasiado tarde.
            La mejor estrategia de prevención sería promover una escuela en la que lo habitual fuese el diálogo. El aprendizaje por medio de escenarios dialógicos no solo resulta más eficaz que el modelo del opositor a los cuerpos del Estado (el cual parece el preferido por la escuela y por el actual gobierno en funciones), sino que permite algo tan esencial para la vida en sociedad como es el conocimiento del otro. En colegios como Trabenco (un centro público de Infantil y Primaria de Leganés, justamente la ciudad en la que vivía el niño), los alumnos comienzan la jornada escolar con una actividad llamada asamblea (aunque a mí me gustaría más que se llamase ágora). Reunidos en círculo -y muchas veces sentados en el suelo-, cada niño ha de exponer ante sus compañeros una noticia (la cual podría ser una información procedente de la prensa o algo que le ha pasado a él). El hecho de exponer en público tiene enormes y obvias ventajas que van desde ordenar la información, opinar sobre ella y desarrollar el arte de la oratoria. Más allá de todo esto, esta actividad permite que los niños se conozcan mejor (el tipo de noticias seleccionadas, y el modo en que se exponen, dice mucho acerca de cómo es una persona), que puedan ponerse en la piel del otro y que, en definitiva, capten la diversidad de personas que hay en cualquier entorno. En estas asambleas, además,  se invita a que los niños se evalúen entre sí con un ánimo positivo (con apreciaciones del tipo “hoy lo has hecho muy bien”, “no nos hemos terminados de enterar” o “siempre eliges cierto tipo de noticias”). En una ocasión visité uno de los centros de Secundaria en los que buena parte de los alumnos de Trabenco se matricula. En los grupos de discusión que hice, una de las cosas que me dijeron es que, en el patio de recreo, los únicos que se acercaban a los alumnos inmigrantes eran ellos.
            No contento con todo esto, el colegio Trabenco organiza una asamblea –esta vez sí me parece correcto el término- a la que asisten los delegados y subdelegados de cada uno de los grupos. Aquí se habla de aspectos generales del centro entre los que, como cabría esperar, se incluyen los problemas de convivencia.

            En definitiva, bien pueden estar los cambios normativos (los cuales, para gentes tan conservadoras como los editorialistas de El Mundo, pasan por endurecer la legislación de menores), la preocupación mediática, el teléfono de ayuda al alumno y demás. Sin embargo, mientras que el día a día en el aula encierre a cada alumno en su universo particular, seguiremos lamentando suicidios infantiles y adolescentes. Vivimos en un país de abogados o, si se quiere afinar más, juristas (lo han sido todos los presidentes de gobierno de la democracia salvo el más efímero de ellos). Por tanto, nada tiene de extraño que la solución de los problemas se suela fiar a la supuesta capacidad taumatúrgica de las leyes en lugar del diálogo y del mutuo entendimiento. 

2 comentarios:

  1. No puedo estar más de acuerdo contigo. Yo, además, introduciría la mediación y los círculos restaurativos como medida para que los alumnos y alumnas aprendan a reconocer las emociones en ellos mismos y en los demás, invitarles a hablar de las emociones y las necesidades hace que el otro sea tan válido como él, se aprende a respetar al prójimo de forma natural, sin esfuerzo.

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  2. Tienes razón. En esta entrada me he referido a la experiencia de un centro de Primaria. En una investigación sobre un centro de Secundaria me refería a los alumnos mediadores. Se puede ver aquí:
    http://www.mecd.gob.es/dctm/revista-de-educacion/articulosre360/re36016.pdf?documentId=0901e72b814a77f0

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