Rafael Feito (2017). “La posibilidad de un pacto
educativo”. Cuadernos de pedagogía,
479 (pp. 82-85).
La
posibilidad de un pacto educativo
Desde finales de febrero y hasta –previsiblemente-
después del verano, estará teniendo lugar la comparecencia de ponentes que
informarán en la subcomisión de Educación y Deportes del Congreso de los
Diputados sobre distintos aspectos del pacto educativo que las diferentes
fuerzas políticas se han propuesto alcanzar.
Todo
el mundo es consciente de las enormes dificultades que tal pacto comporta. Ni
siquiera parece haber acuerdo en algo tan básico como cuáles pudieran ser las
finalidades de la educación. Así, para el PP –de acuerdo con la ponencia sobre
educación de su congreso nacional celebrado en febrero de 2017- lo fundamental en
la educación es la preparación para el trabajo (“adecuar la formación a las disciplinas
que demandan hoy las empresas punteras en permanente diálogo con la industria y
las instituciones educativas”), al tiempo que introduce el objetivo de la movilidad
social. Este último es un aspecto problemático. ¿Significaría que quién no
experimente un proceso de movilidad social ascendente es un fracasado? Y, ¿cómo
medir tal movilidad?, ¿en función de la renta, la clase social, el estatus?
“La formación
intelectual, nutrida de contenidos seleccionados del acervo cultural, así como
del dominio de las herramientas para adquirirlos.
(…)
La formación para
la ciudadanía responsable, crítica, solidaria y democrática en un mundo
pluricultural, donde lo diferente, sea motivo para el mestizaje y el
enriquecimiento mutuo, donde la formación y desarrollo de la propia libertad de
conciencia vaya unida al respeto debido a los demás.
(…)
El desarrollo y
bienestar personal y colectivo. Es una finalidad de la educación el que los
y las estudiantes puedan desarrollar al máximo sus capacidades y
potencialidades, que aprendan, adquieran hábitos y habilidades y un desarrollo
emocional, de forma que desde la escolaridad se mejore el bienestar de cada
individuo y de la comunidad de la que forma parte y puedan vivir con dignidad y
autonomía hacia los demás.
(…)
La formación general
y específica para
que en un futuro las personas puedan desarrollar actividades en beneficio de
toda la comunidad, para su propio desarrollo personal y para la transformación
social y medioambiental.
Las discrepancias
de la transición
Los
precedentes históricos no invitan al optimismo. De hecho, el único pacto
alcanzado entre derechas e izquierdas fue el frágil consenso reflejado en el
artículo 27 de la Constitución. Este acuerdo, en realidad, ya se rompió durante
la negociación del propio acuerdo constitucional. La UCD, entonces el partido
mayoritario, había presentado en el Congreso su proyecto de la que
posteriormente sería la LOECE (Ley Orgánica del Estatuto de Centros Escolares).
Este texto legal planteaba una visión tremendamente restrictiva de la
participación de la comunidad educativa en el control y gestión de los centros
escolares y entronizaba el poder de los propietarios de los centros privados
(y, a la postre, contó con un muy serio correctivo por parte del Tribunal
Constitucional).
De la época de la elaboración de la Constitución,
la sociedad española arrastra, como mínimo dos debates en torno a sendas
temáticas claramente presentes en el artículo 27 más arriba citado. El primero
es el de la libertad de enseñanza la cual, básicamente, consiste en la libertad
de creación de centros escolares (conviene señalar que la Constitución en aras
de salvaguardar el consenso no incluyó la expresión “y dirección” a
continuación de “creación”) y el consiguiente derecho de los padres a elegir el
tipo de educación que desean para sus hijos (la Constitución se limita a
indicar que aquellos podrán elegir la “formación religiosa y moral que esté de
acuerdo con sus propias convicciones”).
El segundo es el referido a la participación de profesores, padres y, en su
caso, alumnos en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos
públicos (es decir, públicos y concertados). De la particular interpretación de
estos dos aspectos derivan las dos primeras grandes leyes sobre educación
aprobadas pocos años después de la Constitución: la ya citada LOECE –que contó
con el apoyo de los grupos conservadores- y la LODE (Ley Orgánica del Derecho a
la Educación). Esta última fue aprobada en el Congreso de los Diputados con 198 votos a favor
-socialistas y Minoría Catalana-, 112 en contra -Grupo Popular, centristas y
Minoría Vasca- y nueve abstenciones -Grupo Mixto y
tres equivocados del Grupo Socialista-.
En lo que se refiere a la primera
cuestión (la de la libertad de enseñanza), el PP en su último congreso plantea
claramente que la educación pública debe existir allí donde no llegue la
iniciativa privada. Y al objeto de que el nivel de renta no imposibilite el
ejercicio de tal libertad, no solo se defiende la consolidación del sistema de
conciertos, sino que se añaden dos vías más de financiación. La primera, ya
existente en Madrid, consiste en la posibilidad de desgravarse fiscalmente los
gastos que las familias realicen en enseñanza privada (no solo en los ya de por
sí caros centros privados, sino también, por ejemplo, clases de inglés). La
segunda parece responder a la obsesión del sector de este partido más dado a
proclamarse liberal, y no es otra que la figura del cheque escolar (ya ensayado
en algunas comunidades autónomas en la educación infantil). El cheque escolar
consiste en la posibilidad que tendrían las familias de destinar el coste de
una plaza escolar en el sector público a una plaza en un centro privado no
concertado. El cheque escolar, allí donde ha sido habilitado, ha dado lugar a
un crecimiento de la desigualdad social entre los centros. Por el contrario, la
izquierda (como se puede ver en el documento del Foro de Sevilla más arriba
citado) declara explícitamente su voluntad de la eliminación gradual –sin
señalar plazo alguno- de las subvenciones a los centros privados. Ciudadanos,
por su parte, indica la necesidad de que los concertados dejen de cobrar cuotas
periódicas –habitualmente mensuales- a las familias.
El segundo punto sería el de la
participación de la comunidad educativa en el control y gestión de los centros
sostenidos con fondos públicos. Mientras que las dos leyes aprobadas cuando
gobernada el PSOE –la LOCE y la LOE- configuraban un consejo escolar de centro
dotado de capacidad resolutiva –por ejemplo, la de elegir al director-, las dos
leyes aprobadas bajo mandato del Partido Popular (la LOCE y la LOMCE) lo han
convertido en un elemento más bien decorativo.
Discrepancias
sobrevenidas
Más allá –y quizás más acá, en algún
caso- de los debates constitucionales, hay como mínimo tres elementos de
desacuerdo más: la enseñanza de la religión, los límites de la comprehensividad
y las pruebas externas al final de cada etapa educativa (las “reválidas”). Se
podría añadir la cuestión de las competencias de las Comunidades Autónomas, las
cuales suelen coincidir con la divisoria derecha-izquierda. Sin embargo, en el
caso de las comunidades de Euskadi y de Cataluña el tema de la lengua
co-oficial (especialmente en la segunda) y el de ciertos contenidos
curriculares han dado lugar a graves disensos.
Empecemos por la religión. Aunque no
dio lugar a grandes debates en el pacto constitucional, la cuestión del encaje
de la enseñanza de la religión católica siempre ha estado presente en las
controversias sobre la educación. En realidad, el debate sobre los límites a la
participación de la comunidad educativa guardaba estrecha relación con el
ideario católico de buena parte de los centros privados. La Constitución
consagró el derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que
deseen para sus hijos (y no, como a veces se dice, el derecho a elegir tipo de
educación) en el entendido de que tal precepto se traduciría –como así ha sido
hasta ahora- en que cada familia podría optar por elegir una o dos horas
semanales de catequesis en horario escolar o no hacerlo.
La
cuestión se complica cuando se introducen elementos como qué podrían hacer en
el horario escolar aquellos alumnos cuyas familias no eligen religión (si
cursar una asignatura relacionada con la ética, dedicarse a actividades
lúdico-educativas o algo similar), la selección del profesorado de esta materia
(actualmente la realiza la jerarquía eclesiástica como bien le parece) y el no
menos controvertido tema de si las habitualmente altas notas obtenidas en esta
asignatura deben computar o no a efectos de promoción escolar y de obtención de
becas. Documentos como el del Foro de Sevilla, señalan claramente que la
catequesis no debería estar dentro de la escuela –con toda seguridad no dentro
del horario escolar pero quizás si en el extraescolar-. Tal supresión podría
dar lugar a una seria confrontación social que habría que calibrar. Téngase en
cuenta que, en los centros públicos, el 63% de las familias cuyos hijos están
matriculados en Primaria y el 40% de los que lo están en Secundaria, optan (con
entera libertad) por la religión ( de acuerdo con los datos de la Conferencia Episcopal).
Las diferencias (y de nuevo me
remito solo a los centros públicos) entre comunidades autónomas son enormes:
más del 80% en Murcia, Castilla-La Mancha, Canarias, Extremadura y Andalucía y
menos del 30% en Euskadi y Cataluña.
La segunda cuestión se refiere al tema
de hasta qué edad deben estar cursando aproximadamente el mismo currículo todos
los alumnos. La Ley General de Educación –aprobada en los últimos años del
régimen franquista- extendía la comprehensividad hasta los catorce años y la
LOGSE hizo lo propio hasta los dieciséis. Las dos leyes educativas aprobadas
por el PP introducían mecanismos de separación entre los “buenos” y los “malos”
alumnos a edades tempranas. Así, la LOMCE crea la FP básica, los grupos de
mejora desde segundo de la ESO, las Matemáticas de distinto nivel (las
académicas y las de un modo eufemístico llamadas aplicadas) en tercero de la
ESO y prefigura a la altura de cuarto de la ESO la división entre ciencias y letras.
A esto se podría añadir la manera en que se ha introducido en algunas
comunidades gobernadas por el PP la enseñanza de los idiomas, de modo que a la
altura de Secundaria el acceso a la llamada sección bilingüe se ha convertido
en una barrera de clase social. Y, por si esto fuera poco, la propuesta de la
especialización curricular de los centros de Secundaria va en la línea de que
estos puedan, en función de tal especialización, seleccionar al alumnado que
más le convenga. Los llamados bachilleratos de excelencia van en esta misma
línea. Quizás, desde los defensores de la escuela inclusiva, se debería pensar
si la ausencia de genuinos proyectos educativos en los centros públicos no ha
dejado un espacio libre para que los grupos conservadores planteen este tipo de
propuestas claramente segregadoras.
El último punto de conflicto es el
referido a las pruebas externas estandarizadas (las famosas “reválidas”). Es
sabido el enorme riesgo que tales exámenes comportan en lo que se refiere a la
reducción del conocimiento escolar a lo que se pregunte en tales pruebas (lo
que es clarísimo en el caso de la Prueba de Acceso a la Universidad y su
nefando influjo sobre el Bachillerato). La experiencia de los Estados Unidos
con este tipo de exámenes debería ser suficiente como para suprimirlas o, en
todo caso, plantear un tipo de pruebas radicalmente distintas a las que se
oteaban desde la LOMCE (como, por ejemplo, las que explicaba un destacado
miembro de Ciudadano, Luis Garicano, en las páginas de El País (8 de marzo
de 2015). En todo caso, la izquierda –y de nuevo me remito al
documento del Foro de Sevilla- manifiesta una actitud dialogante: “en ningún caso se harán evaluaciones externas sobre el
rendimiento del alumnado que conduzcan a la estandarización de los
conocimientos, la competitividad entre centros y las clasificaciones”.
Puntos de acuerdo
Llegados aquí, habría que mencionar
algunos puntos en torno a los cuales parece existir un consenso de partida. Señalaré
los cuatro fundamentales (a riesgo de que alguno más pudiera quedar en el
tintero): formación y selección del profesorado, enseñanza de las nuevas
tecnologías y del inglés, la lucha contra el acoso escolar y la inutilidad de
la repetición de curso.
En lo que se refiere al primer punto,
hay un elevado grado de acuerdo en implantar en el acceso a la profesión
docente un sistema similar al del MIR de los médicos, de modo que todo profesor
que acceda a la docencia ha de ser tutelado durante un periodo más o menos
prolongado por un profesor experimentado y que solo tras este trance podría
ocupar una plaza docente definitiva. Aunque menos claro, también parece haber
calado la idea de que la calidad de un sistema educativo está en función de la
calidad de su profesorado, lo que incidiría sobre la necesidad de ser más
selectivo en los procesos de admisión del alumnado que desea cursar Magisterio
o el Máster de Formación del Profesorado de Secundaria y de potenciar la
formación permanente.
Sobre la segunda cuestión, nadie parece
dudar sobre la conveniencia de que el alumnado aprenda a desenvolverse con las
nuevas tecnologías y que domine la lengua inglesa. Sin embargo, he señalado más
arriba el problema del carácter segregador que está adoptando la enseñanza del
inglés a lo que habría que añadir las dudas, más que sensatas, sobre si todo
esto no pasa de ser una chapuza. En todo caso, este es un problema del conjunto
de la sociedad en el que medios como las televisiones podrían optar por
subtitular toda la programación foránea.
La de la convivencia armónica en los
centros se ha convertido, por desgracia, en una cuestión estelar. Los suicidios
de menores, derivados del acaso escolar, han puesto de acuerdo a todos los
partidos en la necesidad de implantar medidas de mejora de la convivencia
escolar.
Y, finalmente, el propio ministro de
Educación ha reconocido no hace mucho haberse dado cuenta de que el recurso a
la repetición de curso –amén de excesivo tanto en términos absolutos como
relativos- debería moderarse sustancialmente.
Conclusiones
En definitiva, y para concluir, pacto
educativo pudiera haberlo, pero podría serlo tan de mínimos que no pasaría, en
el mejor de los casos, de ser un brindis al sol. Las diferencias entre
izquierda y derecha en materia educativa son las habituales en la mayor parte
de los países de nuestro entorno. Un pacto entre los cuatro partidos de ámbito
nacional se antoja harto complicado. Claramente, un acuerdo que no incluyera al
menos a tres de estas cuatro formaciones políticas está condenado a la
transitoriedad. Quizás, en su momento, podría haber sido posible un pacto
transformador de nuestro apolillado sistema educativo entre Ciudadanos, PSOE y
Podemos frente a las propuestas obsoletas del PP. Sin embargo, la deriva
derechizante (o, al menos, subordinada al PP) de los primeros, la parálisis
intelectual de los segundos y la senda de radicalización de los últimos
dificultan considerablemente la firma de un pacto duradero que afecte a
aspectos sustantivos de nuestra escuela. Un pacto (digno de tal nombre) entre
PP, Ciudadanos y PSOE parece bastante improbable. En todo caso, el futuro está por ver. Ojalá
los debates girasen en torno a lo que debería ser la escuela en una sociedad
tan cambiante (del conocimiento, de la cuarta revolución industrial o del siglo
XXI, lo que se prefiera) como la que le va a tocar vivir a los niños y adolescentes
de hoy. En la medida de lo posible, las políticas públicas deberían basarse en
evidencias científicas y no en ideologías.