miércoles, 18 de abril de 2018

La ley del silencio en la universidad


La ley del silencio en la universidad
            Las lamentables noticias que han aflorado con motivo del fraude del máster universitario de Cristina Cifuentes obligan a reflexionar sobre cómo es posible que en una institución democrática, como sería el caso de la universidad, pueda darse un grado de complicidades tal –por acción o por omisión- que permita que alguien obtenga un título de carácter presencial sin pisar las aulas ni presentar el trabajo de fin de máster. Al igual que ya comenté en este mismo blog sobre el acoso sexual, este tipo de prácticas posiblemente era ampliamente conocida y ha tenido que ser la prensa, una vez más, la que se encargue de sacar a relucir todo este percal.
            Más allá del vergonzoso caso de Cifuentes, lo cierto es que la universidad –da igual que sea pública o privada- es una institución en la que, en principio, todo profesor es sospechoso de resultar hostil a cualquier otro. Es un escenario en el que los profesores de cierto nivel –sobre todo los catedráticos o quienes cuentan con cierto número de sexenios de investigación- juzgan a los demás y, a su vez, se juzgan entre sí. Como nadie sabe quién puede juzgar a quién en el futuro, la prudencia aconseja no meterse en líos.
            Ingenuamente, lo reconozco, pensaba que el hecho de que para tener una plaza fija en la universidad –como contratado doctor, profesor titular o catedrático- hubiera que pasar previamente por el filtro externo de la acreditación de la ANECA –o agencias equivalentes en algunas comunidades autónomas- habría suprimido el poder de los próceres locales de cada universidad, facultad o departamento. Pero téngase en cuenta que la acreditación de la ANECA es tan solo eso: una acreditación y no una plaza. Esta última depende de cada universidad. Hace unos cuantos años era frecuente que el director del departamento –casi siempre un catedrático de la vieja escuela- presidiera tanto los tribunales de evaluación de tesis como los de acceso a las plazas de su departamento. En estas condiciones, no llevarse bien con él –el uso del masculino no es genérico- era un casi seguro pasaporte  para el ostracismo. No obstante, la ANECA no está exenta de arbitrariedades. Bastaría con saber que durante diez años su director ha sido el actual consejero de Educación de la Comunidad de Madrid, el cual ha sido un  férreo defensor de la inocencia de Cifuentes. Además, también fue vicerrector de la Universidad Rey Juan Carlos.
            En todo caso, antes de presentarse a ser juzgado por la ANECA, todo profesor ha de acumular méritos, los cuales normalmente, pero no solo, proceden de publicaciones (que serían las que darían acceso a los sexenios) y de proyectos de investigación (de los que podrían salir la mayor parte de las publicaciones).
            Las publicaciones han de serlo en revistas de cierto prestigio (JCR y cosas por el estilo). Uno de los requisitos para que tengan tal vitola es que toda propuesta de publicación ha de ser revisada por dos investigadores seleccionados por la propia revista, los cuales ignoran quién sea el autor (lo que en la jerga se llama el método del doble ciego). Sin embargo, el texto que se someterá a revisión llega a la revista con los datos de su autor. Si la revista quisiera justificar científicamente el rechazo de un artículo, bastaría con enviarlo a evaluadores hostiles a la temática abordada o a la metodología utilizada en el texto que se presenta. También cabría, obviamente, lo contrario: entregárselo a los afines. No obstante, doy por supuesto que lo habitual es la actitud neutral. Siempre cabría la posibilidad de traducir el texto al inglés –lo que suele implicar, salvo que se tenga un nivel nativo de este idioma, pagar a un traductor o revisor profesional- y enviarlo a una revista extranjera (algunas de las cuales más que a desarrollar la ciencia se dedican a engordar el currículo, previo pago, de sus autores). Con respecto a las publicaciones, añadiría otro dato fundamental. Es muy habitual que los artículos sean firmados por dos o tres personas. En un escenario tan jerárquico como la universidad, nada tendría de extraño que la aportación de algún personaje con poder no fuera más allá del estampado de la firma. Al menos en el área de ciencias sociales, sospecharía de todo aquel que no tenga un mínimo de publicaciones en solitario.
            Buena parte de las publicaciones –más en unas ramas científicas que en otras- proceden de los resultados derivados de investigaciones financiadas, las cuales previamente han de pasar por un proceso de selección en la agencia  investigadora correspondiente. Aquí no existe el método del doble ciego, con lo que la arbitrariedad podría ser máxima.  
            Encontrar una solución a este estado de cosas es muy complicado. Falla quizás lo más importante: la cultura de la profesión. Si lo que prepondera, como me temo, es la mutua desconfianza –cuando no simplemente el miedo-, resulta poco menos que imposible que florezca la cultura colaborativa que podría dar lugar a la multiplicación de la investigación científica. Mi impresión es que, en ciertas áreas de poder de nuestra universidad, y durante muchos años, a la cultura autoritaria de los franquistas se ha sumado la igualmente cultura dictatorial de algunos antifranquistas.

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