La
ley del silencio en la universidad
Las lamentables noticias que han
aflorado con motivo del fraude del máster universitario de Cristina Cifuentes
obligan a reflexionar sobre cómo es posible que en una institución democrática,
como sería el caso de la universidad, pueda darse un grado de complicidades tal
–por acción o por omisión- que permita que alguien obtenga un título de
carácter presencial sin pisar las aulas ni presentar el trabajo de fin de
máster. Al igual que ya comenté en este mismo blog sobre el acoso sexual, este
tipo de prácticas posiblemente era ampliamente conocida y ha tenido que ser la
prensa, una vez más, la que se encargue de sacar a relucir todo este percal.
Más allá del vergonzoso caso de
Cifuentes, lo cierto es que la universidad –da igual que sea pública o privada-
es una institución en la que, en principio, todo profesor es sospechoso de
resultar hostil a cualquier otro. Es un escenario en el que los profesores de
cierto nivel –sobre todo los catedráticos o quienes cuentan con cierto número
de sexenios de investigación- juzgan a los demás y, a su vez, se juzgan entre
sí. Como nadie sabe quién puede juzgar a quién en el futuro, la prudencia
aconseja no meterse en líos.
Ingenuamente, lo reconozco, pensaba
que el hecho de que para tener una plaza fija en la universidad –como
contratado doctor, profesor titular o catedrático- hubiera que pasar
previamente por el filtro externo de la acreditación de la ANECA –o agencias
equivalentes en algunas comunidades autónomas- habría suprimido el poder de los
próceres locales de cada universidad, facultad o departamento. Pero téngase en
cuenta que la acreditación de la ANECA es tan solo eso: una acreditación y no
una plaza. Esta última depende de cada universidad. Hace unos cuantos años era frecuente
que el director del departamento –casi siempre un catedrático de la vieja
escuela- presidiera tanto los tribunales de evaluación de tesis como los de
acceso a las plazas de su departamento. En estas condiciones, no llevarse bien
con él –el uso del masculino no es genérico- era un casi seguro pasaporte para el ostracismo. No obstante, la ANECA no
está exenta de arbitrariedades. Bastaría con saber que durante diez años su
director ha sido el actual consejero de Educación de la Comunidad de Madrid, el
cual ha sido un férreo defensor de la
inocencia de Cifuentes. Además, también fue vicerrector de la Universidad Rey
Juan Carlos.
En todo caso, antes de presentarse a
ser juzgado por la ANECA, todo profesor ha de acumular méritos, los cuales normalmente,
pero no solo, proceden de publicaciones (que serían las que darían acceso a los
sexenios) y de proyectos de investigación (de los que podrían salir la mayor
parte de las publicaciones).
Las publicaciones han de serlo en
revistas de cierto prestigio (JCR y cosas por el estilo). Uno de los requisitos
para que tengan tal vitola es que toda propuesta de publicación ha de ser
revisada por dos investigadores seleccionados por la propia revista, los cuales
ignoran quién sea el autor (lo que en la jerga se llama el método del doble
ciego). Sin embargo, el texto que se someterá a revisión llega a la revista con
los datos de su autor. Si la revista quisiera justificar científicamente el
rechazo de un artículo, bastaría con enviarlo a evaluadores hostiles a la
temática abordada o a la metodología utilizada en el texto que se presenta.
También cabría, obviamente, lo contrario: entregárselo a los afines. No
obstante, doy por supuesto que lo habitual es la actitud neutral. Siempre
cabría la posibilidad de traducir el texto al inglés –lo que suele implicar,
salvo que se tenga un nivel nativo de este idioma, pagar a un traductor o
revisor profesional- y enviarlo a una revista extranjera (algunas de las cuales
más que a desarrollar la ciencia se dedican a engordar el currículo, previo
pago, de sus autores). Con respecto a las publicaciones, añadiría otro dato
fundamental. Es muy habitual que los artículos sean firmados por dos o tres
personas. En un escenario tan jerárquico como la universidad, nada tendría de
extraño que la aportación de algún personaje con poder no fuera más allá del
estampado de la firma. Al menos en el área de ciencias sociales, sospecharía de
todo aquel que no tenga un mínimo de publicaciones en solitario.
Buena parte de las publicaciones
–más en unas ramas científicas que en otras- proceden de los resultados
derivados de investigaciones financiadas, las cuales previamente han de pasar
por un proceso de selección en la agencia investigadora correspondiente. Aquí no existe
el método del doble ciego, con lo que la arbitrariedad podría ser máxima.
Encontrar una solución a este estado
de cosas es muy complicado. Falla quizás lo más importante: la cultura de la
profesión. Si lo que prepondera, como me temo, es la mutua desconfianza –cuando
no simplemente el miedo-, resulta poco menos que imposible que florezca la
cultura colaborativa que podría dar lugar a la multiplicación de la
investigación científica. Mi impresión es que, en ciertas áreas de poder de
nuestra universidad, y durante muchos años, a la cultura autoritaria de los
franquistas se ha sumado la igualmente cultura dictatorial de algunos
antifranquistas.
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