La universidad
española: un escenario propicio para la corrupción.
No tema el lector: este no es un
texto sobre los escándalos de la Universidad Rey Juan Carlos. Esta vez se trata
de describir situaciones que habitualmente se dan en la universidad española en
las que cada profesor individualmente considerado dispone de una libertad de
cuyos actos, salvo contadas excepciones, no tiene que dar cuenta a nadie. En
concreto, me refiero a tres aspectos: la manera de dar las clases, los
contenidos curriculares y la evaluación.
En la
universidad española cada profesor puede optar por la metodología didáctica que
le plazca, la cual puede oscilar desde la mera lectura –supongo que tediosa- de
apuntes o de los contenidos de una presentación en PowerPoint hasta una
docencia basada en el diálogo con y entre los estudiantes. Para nuestras
autoridades educativas, se ha impartido una clase si se ha cubierto el periodo
de tiempo dedicado a una sesión lectiva.
Si grave es
esto, más lo es la libertad de que suele gozar el profesorado para determinar
los contenidos curriculares de su asignatura. Soy consciente de que hay
departamentos –e incluso podría haber universidades- que establecen el programa
de cada asignatura, el cual debe ser abarcado por el profesor o profesores de
esta. Sin embargo, es muy habitual que no se controle el contenido de cada
materia, de modo que nos podemos encontrar, por ejemplo, con que un programa de
la asignatura de “Estructura Social” lo es en realidad de la materia de “Cambio
Social”.
Y,
finalmente, me voy a lo que con diferencia es más grave: la libertad –y posible
arbitrariedad- a la hora de evaluar. Un profesor podría favorecer
arbitrariamente a un estudiante (subiéndole la nota o exigiéndole menos que al
resto). A lo sumo, un estudiante protesta si ha sido suspendido, pero no lo
hace, ni lo podría hacer, si considera que su nota debería ser igual de alta
que la de otro compañero. Las reclamaciones por un examen –o un trabajo- lo son
a título individual. Solo en el supuesto de que se diera un trato de favor
visible –como lo ha sido con Pablo Casado-, se podría organizar una protesta
–la cual, en esta ocasión y como en tantas otras, ha sido iniciada por la
prensa-. Esto tendría fácil solución si el profesor devolviera, con las
observaciones correspondientes, los exámenes a sus estudiantes, los cuales -de
este modo- podrían comparar sus evaluaciones con las de sus compañeros.
Estas fuentes
de arbitrariedad que he señalado se podrían solventar si cada uno de estos tres
aspectos –y especialmente los referidos a los contenidos curriculares y a la
evaluación- fueran controlados democráticamente por los departamentos y no por
cada profesor. Si de la evaluación de cada estudiante se encargase un profesor
distinto al que le ha impartido docencia, no quedaría más remedio que los
contenidos curriculares fueran los mismos o similares en cada asignatura. Si,
por ejemplo, la evaluación –o parte de ella- consistiera en una exposición oral,
a lo mejor el dictado de apuntes o los exámenes de tipo test -los cuales son
fáciles de corregir y ahuyentan las protestas de los alumnos- empezarían a ser
cosa del pasado o tendrían menos peso en nuestra docencia.
Decía
recientemente el presidente de la Conferencia de Rectores que la autonomía
universitaria lo es de la universidad y no del profesor –o del chiringuito que alguno
pudiera montar-. Sin embargo, la realidad parece desmentir esta afirmación.
Puede que en las universidades privadas haya más control de estos aspectos que he
señalado. El problema es que, quizás, estemos sustituyendo la arbitrariedad de
cada profesor por la del propietario de la universidad (el cual en ocasiones es
un grupo sectario como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo o seguidores de
Lehman Brothers).
Acabo con
una cita del libro que ha publicado recientemente el coordinador de los
informes PISA, Andreas Schleicher:
Hace
muchos años, obtuve mi título de licenciado en Físicas, y esa sigue siendo la
calificación que aparece en mi currículum vitae. Pero si me enviaran a un
laboratorio hoy, fracasaría estrepitosamente en el trabajo, tanto por los
rápidos avances en física desde que obtuve mi título como porque he perdido
algunas de las habilidades que no he usado en mucho tiempo. Mientras tanto, he
adquirido muchas habilidades nuevas que no han sido formalmente certificadas
(página 256)
A
diferencia de lo que cuenta Schleicher, Pérez Rubalcaba –por lo demás un
excelente político-, tras más de tres décadas dedicado a la política, decide
reingresar a su puesto de profesor titular de universidad en la especialidad de
Química sin que esto no plantee ningún problema. Es cierto que Pérez Rubalcaba,
al igual que Schleicher, ha adquirido nuevas habilidades que no han sido
formalmente certificadas –de hecho Pérez Rubalcaba también da clases en un
máster de comunicación política-, pero desconcierta (o, al menos, a mí me lo
parece) que alguien que ha estado tanto tiempo alejado de la investigación
científica –y que perfectamente podría optar por jubilarse- pueda incorporarse
tras un tan largo periodo de ausencia a la docencia universitaria.
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