¿Tiene sentido
llamarse comunista hoy en día?
El posible dilema
de Yolanda Díaz.
En su
última intervención televisada antes de las elecciones generales de marzo de
1979, Adolfo Suárez blandió el espantajo del marxismo del PSOE para degradar a
este partido. La jugada, parece ser, le salió bien: UCD ganó esos comicios.
Salvando
las distancias, algo similar podría ocurrir con las perspectivas electorales de
Sumar. Yolanda Díaz es miembro del Partido Comunista, y supongo que no
será extraño que se la acuse de ser lo que es: una comunista, es decir, alguien
de dudosas credenciales democráticas. En todo caso, no cabe perder de vista
que, digan lo que digan las derechas, el PCE es un partido inequívocamente
constitucionalista. Por el contrario, cabe albergar alguna que otra duda con respecto
al constitucionalismo del Partido Popular, cuyo partido precedente - Alianza
Popular- dividió su voto sobre la Carta Magna entre el sí, el no y la
abstención.
Creo que el
problema fundamental reside en el hecho de considerarse hoy en día comunista.
La de los países llamados comunistas es una experiencia de opresión, dictadura,
masacres. Si alguien se llama a sí mismo comunista, ¿significa esto que
defiende el totalitarismo? Nos guste o no, para la inmensa mayoría del mundo, y
muy especialmente para quienes han padecido tan ignominioso régimen, el
comunismo es algo completamente rechazable.
Cabría la
posibilidad de considerar que los primeros años de la Revolución Rusa fueron un
ejemplo de lo que podría ser el paraíso de la humanidad. Sin embargo, y desde
hace unas cuantas décadas -y quizás desde su comienzo-, sabemos a ciencia
cierta que esta revolución no fue otra cosa que la sustitución de una élite por
otra (de una casta por otra, si nos ajustamos a la terminología “podemita”),
tal y como se temía Bakunin en su confrontación con Marx. La revolución de octubre
fue un golpe de estado que condujo a la dictadura de los bolcheviques a costa
de una posible democracia de los trabajadores (la rebelión de Kronstadt es un
claro ejemplo de ello). Quizá ni siquiera se salven esos diez días que
estremecieron el mundo de los que hablara John Reed.
Hay que
resaltar que hubo pensadores marxistas como Rosa Luxemburgo y Anton Pannekoek
que, desde el principio, criticaron la deriva autoritaria del bolchevismo.
Además de tiránicos, los bolcheviques fueron extremadamente conservadores hasta
el extremo de considerar que la organización fordista del trabajo -el colmo de
la alienación en el trabajo, tan duramente criticada por Marx- era el modelo
que debía seguir la revolución. Como ya advirtiera Gramsci, los “nuevos métodos
de trabajo son indisociables de un determinado modo de vivir, de pensar y de
sentir la vida: no se pueden obtener éxitos en un campo sin obtener resultados
tangibles en el otro”:
En lo que se refiere a la transformación
del papel de la mujer, poco tiempo
se tardó en considerar el divorcio como un atentado contra
la familia, por no hablar de la prohibición del aborto.
En la enseñanza, los enfoques de
la historia basados en el estudio de los cambios socioeconómicos estructurales ─propuestos por Mikhail Pokrovsky-
fueron sustituidos por un desfile de grandes personajes (lo que el historiador
británico E.H. Carr -un apologista de la revolución cuyos libros han quedado
desfasados por completo- llamaba la teoría de la nariz de Cleopatra). ¿Puede
sorprender que Rusia sea gobernada por un fanático nacionalista como Putin?
Creo que
desde la izquierda se debe ser extremadamente crítico con lo que ha sido y,
para desgracia de países como China o Corea del Norte, sigue siendo el
comunismo. En sus polémicas con alguien tan siniestro como Sartre, Camus lo
decía bien claro: si la verdad es derechas, yo soy de derechas. Desde mi punto
de vista, llamarse a sí mismo comunista implica tener que suministrar un
sinnúmero de explicaciones sobre qué clase de comunista se es (si alguien se
anima, puede leer el libro de Alberto Garzón titulado ¿Por qué soy
comunista?).
Chomsky
explicaba que considerar que lo que han vivido los países del socialismo real
es comunismo viene bien tanto a estos últimos como a los conservadores del
mundo occidental. Para los primeros es una fuente de legitimación, para los
segundos contribuye a apuntalar el sistema capitalista. Haría falta reflexionar
muy seriamente sobre el terrible mal que, para la izquierda -o si se quiere
para la aspiración a crear un mundo a la medida de la humanidad─, ha supuesto la aberración del
socialismo realmente existente. Muchos de quienes no han caído en la
alucinación sectaria de considerar que la URSS era una maravilla se han podido
inclinar por apoyar opciones reaccionarias de la derecha. Pienso en el mal que
pudo suponer para Salvador Allende haber visitado Cuba en 1972, próximas ya las
elecciones que podrían haber alumbrado un socialismo democrático. La
experiencia chilena tendría que haber sido, y en esto el Chicho estaba
profundamente equivocado, la negación radical del castrismo: no se puede
defender la democracia apoyando dictaduras.
Es muy poca
la gente que se identifica con el comunismo. En el caso de España, tan solo el
1,8% de la ciudadanía se confiesa comunista (según se puede ver en el barómetro
3257 del CIS de julio de 2019). Es más, de todas las etiquetas posibles es la
que cuenta con menos adeptos, frente a -por ejemplo- un 15,7% que se considera
socialista, un 6,6% socialdemócrata, un 12% liberal, un 4,4% feminista o un
4,1% ecologista.
Aun siendo
consciente del peso emocional de las palabras, habría que dar el paso de
renunciar a un término tan cargado de connotaciones negativas como es el
vocablo comunismo. Por desgracia, la experiencia ha contaminado el término
hasta tal extremo que habría que arrojarlo al basurero de la historia.
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