¿Es Rajoy, y quizás España, víctima del éxito escolar?
Esta
es una cuestión que me planteo después de ver la pésima actuación de nuestro
presidente de gobierno en la entrevista que, el 22 de
septiembre, le hizo el periodista Carlos Alsina en Onda Cero.
¿Cómo
es posible que alguien que tras haberse licenciado en Derecho y enclaustrarse
varios años para ganar una plaza de registrador de la propiedad sea incapaz de
responder a la pregunta de si los habitantes de Cataluña perderían su condición
de españoles en el hipotético caso de la independencia de esta comunidad
autónoma? Para cualquier ciudadano lego en Derecho una respuesta plausible está,
a un simple golpe de clic, en la web
del Ministerio de Justicia (y, de paso, comprobar que Alsina tampoco estaba
muy bien informado).
Mi
impresión es que la mera formación memorística que, en su momento, permitió a
Rajoy acceder a su profesión de registrador sirve de muy poco en unos tiempos
como los actuales, en los que los conocimientos científicos se duplican cada
muy pocos años. Un mundo como el actual requiere una enorme predisposición a
aprender permanentemente y a ser capaz de responder a un número creciente de
imprevistos. La imagen que transmitió el presidente fue la de un señor mayor,
descolocado y nervioso, cuya incomodidad le llevó al recurso autoritario de rehuir
las preguntas molestas aduciendo que lo que se le preguntaba no conducía a
ninguna parte (simplemente porque lo decía él).
En
mi opinión, el problema es que en España (y, claro está, en Cataluña) no
estamos habituados a la confrontación de pareceres, a las entrevistas incómodas
(del tipo del programa Hard
Talk que en tan serios apuros puso a Raül Romeva –cuyo conocimiento del inglés
es de agradecer-). Lo vemos en los debates pre-electorales, cuando los hay. Más
que un diálogo, lo que se produce es una sucesión de pequeños monólogos
–preparados de antemano- que terminan por aburrir al común de los ciudadanos y,
me atrevería a decir, a los respectivos parroquianos. Recuerdo que tras el
debate pre-electoral que mantuvieron Esperanza Aguirre y Rafael Simancas,
aquella le reconoció a este que había estudiado muy bien sus intervenciones, a
lo que añadió que era como si hubiese preparado una oposición para abogado del Estado
(con tiempos tasados y una prosodia acorde con tales constricciones temporales).
De
las sesiones de control al Gobierno en el Parlamento o de los debates sobre el
estado de la nación, mejor no hablar. Las primeras suelen ser una burla al
sentido común en las que el gobierno se permite responder lo que le dé la gana,
venga o no a cuento. Los segundos consisten en discutir una larga y cansina
perorata con la que el presidente del gobierno de turno se elogia a sí mismo.
Por
desgracia, esta es también la tónica habitual en nuestra sociedad civil. Si uno
acude a una mesa redonda, lo habitual es que todos sus componentes sean de la
misma cuerda y, por sorprendente que pueda parecer, también el público. Se
trata, más bien, de actos para promover el sentido de parroquia frente a un
mundo hostil.
En
nuestra enseñanza universitaria –pero también en buena parte los otros niveles
educativos- mucho me temo que sucede más de lo mismo: el profesor suelta su
rollo y todo se limita a un monólogo. A modo de ejemplo, la
estudiante con mejor nota de selectividad de Madrid en 2014 decía que lo
que le estaba costando más trabajo de sus estudios de Medicina era tomar
apuntes y habituarse a los exámenes de tipo test (aquí
se puede ver un vídeo en el que Rubalcaba indica que la nuestra es una
educación para crear funcionarios). En la universidad, el profesorado tiene
frente a sí un público cautivo (ha de acudir a clase con cierta frecuencia para
aprobar y, a veces, ni eso). Sin duda, habrá profesores que lo hagan muy bien.
El problema es que es casi imposible saber quiénes lo hacen así y en qué
consiste un buen desempeño. Tampoco parece haber mucho interés institucional en
saberlo (nos basta con las encuestas endógenas). Seguramente, habría que
promover mucho mayor contacto de la Universidad con la sociedad civil. Creo que
si para su profesorado fuese relativamente habitual impartir conferencias ante
públicos no cautivos –personas que si se aburrieran se marcharían de la charla:
no esperan una calificación a cambio de permanecer en un auditorio- no le
resultaría muy complicado ser capaz de generar entusiasmo y pasión por aprender
en las aulas universitarias. El problema, claro está, es que para esto hay que
ser llamado por parte de la sociedad civil: de nada sirve alegar que se es
doctor. Es decir, hay que hacer algo que merezca la pena ser contado y ser
capaz de transmitirlo (y si es en poco tiempo, al estilo de las Ted Talks, miel sobre hojuelas).
Nota. Este texto está también disponible en http://www.blogcanaleducacion.es/