lunes, 6 de junio de 2016

Lejos de nosotros la funesta manía de pensar. ¿Qué enseñamos en la universidad española?

El provocativo título de esta entrada responde a una reflexión sobre lo que, desde mi propia experiencia como profesor, percibo que realmente se aprende en una universidad como la española. Es más que probable que lo que digo pueda parecer desenfocado a más de uno puesto que mi experiencia, pese a ser amplia –en años de docencia- y variada –en diferentes universidades y titulaciones pero sobre todo en la Facultad de Sociología de la UCM-, se limita a titulaciones de ciencias sociales (aunque con alguna docencia a grupos de estudiantes de Filología y de Física y Matemáticas en el Máster de Formación del Profesorado de Secundaria).
         Lo que me ha llevado a escribir estos renglones ha sido la docencia –parcial: solo una hora a la semana durante un cuatrimestre- en un grupo de último curso del grado en Criminología. Esta es una titulación para cuyo acceso se exigen buenas notas en el Bachillerato y en la PAU. Pese a tan buen precedente, he podido comprobar que no solo se puede ser víctima de fracaso escolar, sino que también se puede serlo del éxito escolar. La parte de la asignatura que me ha tocado impartir –un curso sobre estructura social y situaciones de exclusión- ha sido evaluada con algo parecido a un examen basado en las lecturas incluidas en el programa –todas ellas accesibles por medio de links- y en las explicaciones y debates en clase (en la medida de lo posible procuro que parte de cada sesión lectiva tenga un carácter dialógico aunque finalmente en los debates siempre participe el mismo escaso número de estudiantes).
         Esta vez decidí –más bien debería decir propuse, ya que previamente lo planteé en clase- que el examen se haría en ordenador durante tres horas –transcurridas las cuales se enviarían las respuestas al campus virtual- en el lugar que mejor le viniera a cada estudiante –ofreciendo la posibilidad de hacerlo en un aula de informática de la universidad-. Se trataba de responder a dos cuestiones –del tipo de en qué medida el esfuerzo individual explica la movilidad social- de entre las tres propuestas utilizando para cada una entre 500 y 600 palabras. Obviamente, tal y como expliqué en clase, y por escrito en el campus virtual, un examen de estas características implica elaborar una respuesta razonada y fundamentada que va mucho más allá de lo que pueda decir cualquier tertuliano –estas preguntas se plantean a personas que durante unos cuatro meses han reflexionado sobre las cuestiones planteadas en el examen- y de la mera reproducción de cualquier texto que se pueda encontrar en la red. Se trata de un tipo de actividad que cada vez más frecuentemente han de realizar los profesionales de cualquier materia: un periodista envía por e-mail varias preguntas a las que responder por escrito tranquilamente cuando mejor convenga.
         El resultado de esta experiencia ha sido, salvo excepciones, más bien decepcionante. La práctica totalidad de los estudiantes se ha limitado a reproducir información fácilmente disponible aquí y allí. En el caso de la pregunta más arriba citada, casi todos han dedicado la mayoría de las 500-600 palabras de la respuesta a describir qué es la movilidad social, los distintos tipos de movilidad, los estudios señeros sobre el tema… A todo esto hay que añadir que la redacción y la estructuración de los escritos suelen ser un tributo a la confusión. Mi impresión -añado- es que casi ningún estudiante se ha tomado la molestia de leer los textos incluidos en el programa, lecturas sin las cuales es bastante difícil elaborar una opinión que merezca tal nombre.
El problema con que tropieza este tipo de evaluación es que choca frontalmente contra la  experiencia escolar –sea la Secundaria o la universitaria- de la inmensa mayoría del estudiantado.  En nuestra docencia, rara vez se solicita su opinión sobre esta o aquella cuestión curricular a los estudiantes. Basta con ver, a modo de ejemplo, las “cuestiones” a las que han de responder en la PAU: la generación del 98, el sexenio revolucionario. Esto no son preguntas: son meros epígrafes de los libros de texto. Sin duda, este tipo de aprendizaje estaría muy bien si la pretensión de nuestro sistema educativo fuera la de formar a futuros abogados del Estado, profesión para cuyo acceso se pide ser capaz de “cantar” –así se dice en la jerga de los opositores- a un ritmo pautado varios temas elegidos al azar de entre unos cuatrocientos. La verdad es que por muchas vueltas que le doy al asunto, no consigo entender cómo en la época de Google se puede mantener este sistema de mandarinato. El problema es que privilegiar a este tipo de funcionarios –como hace el actual gobierno- resulta muy dañino para nuestra escuela, nuestro futuro y, sobre todo, nuestros alumnos.
Como he indicado más arriba, en este caso se trata de alumnos del último año del grado, los cuales -en consecuencia- pueden percibir como algo lejano tanto la PAU como el Bachiller. Esto significa que cuatro años en la universidad no cambian las cosas y que - y esto es lo peor- quizás en la educación superior no vayamos mucho más allá del dictado de apuntes o de la escucha pasiva de la palabra sacerdotal del profesor de turno.
En varios de los escritos de este blog me he quejado de la ausencia de proyectos educativos en los centros escolares, especialmente en los públicos –aunque los de los privados no son como para tirar cohetes-. Sabido es que en los institutos de Secundaria más que un proyecto de centro lo que sucede es que cada profesor tiene su propio proyecto. Lo mismo ocurre en la parcela de la universidad que yo conozco. He participado en la elaboración de al menos dos planes de estudio en mi facultad y puedo asegurar que jamás he oído que nos planteáramos qué tipo de profesional queremos formar, si tenemos que potenciar –y hasta qué grado- las destrezas oratorias del estudiantado –tanto en español como en inglés-, la capacidad para elaborar un argumento y defenderlo, la redacción coherente, el trabajo en equipo y un largo etcétera. En un contexto como este, yo también tengo mi propio proyecto educativo –yo también debo ser víctima del individualismo burgués-, el cual parece difícilmente compatible con el resto de proyectos educativos.

Estamos insertos en una época de cambios acelerados. La información está disponible en la red. Si se quiere escuchar a los mejores especialistas en una materia, Youtube o las TED talks suplen con enormes ventajas y eficacia a la docencia transmisiva. En estas condiciones, condenar al estudiantado a estar sentado y callado escuchando una sucesión de discursos inconexos enlatados en sesiones de una hora u hora y media es ir claramente contracorriente. Estamos frente a un tsunami de imprevisibles consecuencias y mi impresión es que esta universidad va a ser barrida por él. 

2 comentarios:

  1. Mi impresión es que la solución es el problema: esta vida acelerada (usar y tirar en todos los sentidos), en la que se produce socialización a través de los medios, favorece poco la lectura y escritura y por tanto la reflexión. No creo que se trate tanto de para qué se les prepara (tipo de exámenes o respuesta-epígrafe), sino que la lectura y el conocimiento en sí, no les resulta atrayecte, porque les seducen más las imágenes. Por consiguiente, cuando se enfrentan a una argumentación más elaborada, se sienten amenazados, y se inspiran en lo que para ellos contiene todo el conocimiento (internet), olvidando o descartando los textos de la asignatura, que podrían ir anillo al dedo. No saben interpretar el conocimiento de la red. ¿Habremos perdido ya esta capacidad crítica y reflexiva en la sociedad digital y la escuela no sabe como proporcionársela?

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  2. La universidad cierra el círculo ¿vicioso? de nuestro sistema educativo. Los alumnos formados en ella son los profesores de primaria y secundaria. A su vez, los alumnos de primaria y secundaria son los alumnos de esa universidad. Lo que todos ellos tienen en común es su subordinación al aprendizaje memorístico de una barbaridad de contenidos que se evalúan mediante pruebas que priman la fidelidad a los sagrados textos transmitidos por los profesores.
    Ello redunda en una espiral difícil de romper: loS mejores en ese sistema son los que mejores notas sacan en todos los niveles educativos, así que se convertirán en profesores universitarios y también en profesores de las enseñanzas no-universitarias. Ellos creen que son depositarios de la tradición, son los profetas de la palabra sagrada. Llevan toda su vida haciendo eso, y lo hacen bien y creen en su verdad y su validez.
    Es difícil romper con esa inercia porque ello conlleva primero una autocrítica que puede provocar una crisis no sólo epistemológica sino también (sobre todo) personal.
    MIKEL ETXALAR

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