El
provocativo título de esta entrada responde a una reflexión sobre lo que, desde
mi propia experiencia como profesor, percibo que realmente se aprende en una
universidad como la española. Es más que probable que lo que digo pueda parecer
desenfocado a más de uno puesto que mi experiencia, pese a ser amplia –en años
de docencia- y variada –en diferentes universidades y titulaciones pero sobre
todo en la Facultad de Sociología de la UCM-, se limita a titulaciones de
ciencias sociales (aunque con alguna docencia a grupos de estudiantes de
Filología y de Física y Matemáticas en el Máster de Formación del Profesorado
de Secundaria).
Lo que me ha llevado a escribir estos
renglones ha sido la docencia –parcial: solo una hora a la semana durante un cuatrimestre-
en un grupo de último curso del grado en Criminología. Esta es una titulación
para cuyo acceso se exigen buenas notas en el Bachillerato y en la PAU. Pese a
tan buen precedente, he podido comprobar que no solo se puede ser víctima de
fracaso escolar, sino que también se puede serlo del éxito escolar. La parte de
la asignatura que me ha tocado impartir –un curso sobre estructura social y
situaciones de exclusión- ha sido evaluada con algo parecido a un examen basado
en las lecturas incluidas en el programa –todas ellas accesibles por medio de
links- y en las explicaciones y debates en clase (en la medida de lo posible
procuro que parte de cada sesión lectiva tenga un carácter dialógico aunque
finalmente en los debates siempre participe el mismo escaso número de
estudiantes).
Esta vez decidí –más bien debería decir
propuse, ya que previamente lo planteé en clase- que el examen se haría en
ordenador durante tres horas –transcurridas las cuales se enviarían las
respuestas al campus virtual- en el lugar que mejor le viniera a cada
estudiante –ofreciendo la posibilidad de hacerlo en un aula de informática de
la universidad-. Se trataba de responder a dos cuestiones –del tipo de en qué
medida el esfuerzo individual explica la movilidad social- de entre las tres
propuestas utilizando para cada una entre 500 y 600 palabras. Obviamente, tal y
como expliqué en clase, y por escrito en el campus virtual, un examen de estas
características implica elaborar una respuesta razonada y fundamentada que va
mucho más allá de lo que pueda decir cualquier tertuliano –estas preguntas se
plantean a personas que durante unos cuatro meses han reflexionado sobre las
cuestiones planteadas en el examen- y de la mera reproducción de cualquier
texto que se pueda encontrar en la red. Se trata de un tipo de actividad que
cada vez más frecuentemente han de realizar los profesionales de cualquier
materia: un periodista envía por e-mail varias preguntas a las que responder
por escrito tranquilamente cuando mejor convenga.
El resultado de esta experiencia ha
sido, salvo excepciones, más bien decepcionante. La práctica totalidad de los
estudiantes se ha limitado a reproducir información fácilmente disponible aquí
y allí. En el caso de la pregunta más arriba citada, casi todos han dedicado la
mayoría de las 500-600 palabras de la respuesta a describir qué es la movilidad
social, los distintos tipos de movilidad, los estudios señeros sobre el tema… A
todo esto hay que añadir que la redacción y la estructuración de los escritos
suelen ser un tributo a la confusión. Mi impresión -añado- es que casi ningún
estudiante se ha tomado la molestia de leer los textos incluidos en el
programa, lecturas sin las cuales es bastante difícil elaborar una opinión que
merezca tal nombre.
El problema con que tropieza este tipo de
evaluación es que choca frontalmente contra la
experiencia escolar –sea la Secundaria o la universitaria- de la inmensa
mayoría del estudiantado. En nuestra
docencia, rara vez se solicita su opinión sobre esta o aquella cuestión
curricular a los estudiantes. Basta con ver, a modo de ejemplo, las
“cuestiones” a las que han de responder en la PAU: la generación del 98, el
sexenio revolucionario. Esto no son preguntas: son meros epígrafes de los
libros de texto. Sin duda, este tipo de aprendizaje estaría muy bien si la
pretensión de nuestro sistema educativo fuera la de formar a futuros abogados
del Estado, profesión para cuyo acceso se pide ser capaz de “cantar” –así se
dice en la jerga de los opositores- a un ritmo pautado varios temas elegidos al
azar de entre unos cuatrocientos. La verdad es que por muchas vueltas que le
doy al asunto, no consigo entender cómo en la época de Google se puede mantener
este sistema de mandarinato. El problema es que privilegiar a este tipo de
funcionarios –como hace el actual gobierno- resulta muy dañino para nuestra
escuela, nuestro futuro y, sobre todo, nuestros alumnos.
Como he indicado más arriba, en este caso se
trata de alumnos del último año del grado, los cuales -en consecuencia- pueden
percibir como algo lejano tanto la PAU como el Bachiller. Esto significa que
cuatro años en la universidad no cambian las cosas y que - y esto es lo peor-
quizás en la educación superior no vayamos mucho más allá del dictado de
apuntes o de la escucha pasiva de la palabra sacerdotal del profesor de turno.
En varios de los escritos de este blog me he
quejado de la ausencia de proyectos educativos en los centros escolares,
especialmente en los públicos –aunque los de los privados no son como para tirar
cohetes-. Sabido es que en los institutos de Secundaria más que un proyecto de
centro lo que sucede es que cada profesor tiene su propio proyecto. Lo mismo ocurre
en la parcela de la universidad que yo conozco. He participado en la elaboración
de al menos dos planes de estudio en mi facultad y puedo asegurar que jamás he
oído que nos planteáramos qué tipo de profesional queremos formar, si tenemos
que potenciar –y hasta qué grado- las destrezas oratorias del estudiantado
–tanto en español como en inglés-, la capacidad para elaborar un argumento y
defenderlo, la redacción coherente, el trabajo en equipo y un largo etcétera.
En un contexto como este, yo también tengo mi propio proyecto educativo –yo
también debo ser víctima del individualismo burgués-, el cual parece
difícilmente compatible con el resto de proyectos educativos.
Estamos insertos en una época de cambios
acelerados. La información está disponible en la red. Si se quiere escuchar a
los mejores especialistas en una materia, Youtube o las TED talks suplen
con enormes ventajas y eficacia a la docencia transmisiva. En estas
condiciones, condenar al estudiantado a estar sentado y callado escuchando una
sucesión de discursos inconexos enlatados en sesiones de una hora u hora y
media es ir claramente contracorriente. Estamos frente a un tsunami de
imprevisibles consecuencias y mi impresión es que esta universidad va a ser
barrida por él.
Mi impresión es que la solución es el problema: esta vida acelerada (usar y tirar en todos los sentidos), en la que se produce socialización a través de los medios, favorece poco la lectura y escritura y por tanto la reflexión. No creo que se trate tanto de para qué se les prepara (tipo de exámenes o respuesta-epígrafe), sino que la lectura y el conocimiento en sí, no les resulta atrayecte, porque les seducen más las imágenes. Por consiguiente, cuando se enfrentan a una argumentación más elaborada, se sienten amenazados, y se inspiran en lo que para ellos contiene todo el conocimiento (internet), olvidando o descartando los textos de la asignatura, que podrían ir anillo al dedo. No saben interpretar el conocimiento de la red. ¿Habremos perdido ya esta capacidad crítica y reflexiva en la sociedad digital y la escuela no sabe como proporcionársela?
ResponderEliminarLa universidad cierra el círculo ¿vicioso? de nuestro sistema educativo. Los alumnos formados en ella son los profesores de primaria y secundaria. A su vez, los alumnos de primaria y secundaria son los alumnos de esa universidad. Lo que todos ellos tienen en común es su subordinación al aprendizaje memorístico de una barbaridad de contenidos que se evalúan mediante pruebas que priman la fidelidad a los sagrados textos transmitidos por los profesores.
ResponderEliminarEllo redunda en una espiral difícil de romper: loS mejores en ese sistema son los que mejores notas sacan en todos los niveles educativos, así que se convertirán en profesores universitarios y también en profesores de las enseñanzas no-universitarias. Ellos creen que son depositarios de la tradición, son los profetas de la palabra sagrada. Llevan toda su vida haciendo eso, y lo hacen bien y creen en su verdad y su validez.
Es difícil romper con esa inercia porque ello conlleva primero una autocrítica que puede provocar una crisis no sólo epistemológica sino también (sobre todo) personal.
MIKEL ETXALAR