Libertad de enseñanza, ¿para quién?
De nuevo, la disputa sobre la
financiación de los centros privados ha saltado a la palestra con motivo de la
política educativa que se está aplicando en la Comunidad Valenciana.
Recientemente, José Antonio Marina -quien
parece haberse convertido en la principal fuente inspiradora de las posibles
veleidades reformistas del actual Ministerio de Educación- saltaba a la palestra considerando
obsoleto y, en consecuencia, innecesario tal debate. Su texto contiene una
serie de afirmaciones que requieren alguna que otra matización.
Al comienzo de su artículo, Marina
afirma que el único pacto educativo conseguido recientemente en España es el
del artículo 27 de la Constitución. Cierto es que tal pacto existió. Sin
embargo, no fue más allá de dejar las espadas en alto, puesto que ya al mismo
tiempo que se consignaba este acuerdo, la derecha de aquel entonces
–básicamente la UCD de Adolfo Suárez- había sacado a la luz el proyecto de ley
de lo que en la primera legislatura constitucional, en 1980, sería el Estatuto
de Centros Escolares –LOECE-, el cual fue poco menos que laminado tras su paso
por el Tribunal Constitucional. Por tanto, poco duró la alegría –si es que hubo
alguna vez tal sentimiento- del consenso.
Marina recuerda que existe –y así lo
consagra nuestra Constitución- la libertad de enseñanza, la cual comporta,
según sus propias palabras, el derecho de que “los padres elijan el modelo de educación de sus hijos”. Hasta
aquí de acuerdo. Sin embargo, lo que se pretende por parte de los defensores de
la libertad de enseñanza es que el Estado se haga cargo de la financiación de
tal elección. Esto, dicho de este modo y sin más matizaciones, sería una
locura. Ningún Estado puede asumir este compromiso. De ser así, en una misma
localidad –incluso de pequeño tamaño- habría que sostener, llegado el caso, una
escuela para los Testigos de Jehová, otra para los musulmanes, otra para los
católicos y así hasta llegar a cubrir todas las posibles confesiones religiosas
–siempre y cuando la religión sea equivalente al modelo de educación-. No
obstante, y esto conviene subrayarlo, lo que dice nuestra Constitución (art
27.3) es que los “poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los
padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de
acuerdo con sus propias convicciones”, lo que, en la práctica, se ha traducido
en la posibilidad de elegir o no la clase de religión. Por tanto, debe quedar
absolutamente claro que el Estado no está obligado a financiar centros
privados.
De
paso, Marina nos obsequia con la idea que la libertad de enseñanza consiste, en
primer lugar, en la posibilidad de que “los ciudadanos
abran centros educativos”. Sin duda, pueden hacerlo. De hecho, algún centro
creado por ciudadanos –como el Trabenco de Leganés- se incorporó a la red
pública cuando España se convirtió en una democracia. Sin embargo, en la práctica la inmensa
mayoría de los centros concertados son de la Iglesia –en sus muy diferentes
manifestaciones- o de empresas privadas.
El
actual sistema de conciertos –de financiación pública de la escuela
concertada-, señala Marina, procede de la LODE, aprobada en 1985. A renglón
seguido, indica lo siguiente (la negrita corresponde al original):
El
Estado financia centros educativos de titularidad privada, siempre que se
adecúen a las condiciones fijadas por las leyes. Hay dos fundamentales: tienen
que ser gratuitos y tener los
mismos criterios de admisión que las escuelas públicas.
Marina parece
obviar el que sin duda fue el principal elemento y, en definitiva, el caballo de batalla de las diferentes
plataformas pro-libertad de enseñanza: el Consejo Escolar de centro. La derecha
no dudó en considerar que las competencias de este órgano equivalían a la
configuración de un sistema autogestionario, especialmente en el caso de los
centros concertados. En todos los centros sostenidos con fondos públicos –es
decir, los estatales y los concertados-, el máximo órgano de gestión y
control es el Consejo Escolar. En el
caso de los concertados asume las competencias
de elegir al director del centro propuesto por el titular (y, de no
haber acuerdo, de entre una terna igualmente propuesta por el titular),
contratar y despedir al profesorado y supervisar el proceso de matriculación de
nuevos alumnos. Un Consejo con estas competencias podría propiciar tanto la
paulatina contratación de un profesorado como el acceso de un alumnado
poco o nada identificados con el ideario del centro. Finalmente, y tal y como
explico en otro lugar, todo
quedó en agua de borrajas –tanto para los centros públicos como los
concertados- y, de un modo u otro, las competencias –especialmente para el caso
de padres y alumnos- de los Consejos Escolares han sido ninguneadas de
múltiples maneras por las entidades titulares en los concertados y por el
corporativismo del profesorado en los públicos.
A partir de
aquí resulta difícil entender el desdén de Marina sobre este debate. Esto es lo
que dice:
De la documentación revisada se desprende que la mayoría de
los enfrentamientos que dificultan
el acuerdo son muy viejos. Eso es malo, porque los avatares históricos añaden
capas de complejidad, agravios, derrapes, malentendidos, que dificultan el
tratamiento riguroso de los problemas
Esto
mismo, se me ocurre, es lo que podría haber dicho la nobleza antes de la
Revolución Francesa para oponerse a las ansias de cambio de la mayor parte de
la población. El hecho de que un problema no se haya resuelto desde hace muchos
años no tiene por qué impedir que sea abordado rigurosamente.
Para rematar la faena, no tiene desperdicio
este argumento, más bien frailuno, consistente en el fácil recurso a fuentes de
autoridad.
De hecho, como han reconocido dos prestigiosos sociólogos de
la educación -Julio Carabaña y Mariano
Fernandez-Enguita-, la polémica pública/concertada es anticuada.
Llegados aquí, ¿qué
cabría hacer? Nos guste o no, los centros concertados ofrecen una opción que
satisface a más de una cuarta parte de las familias españolas. Los centros
concertados, a diferencia de los públicos, tienen la posibilidad de contar con
un profesorado relativamente afín, lo que es la base de cualquier proyecto
educativo. En los centros públicos, una singular interpretación de la libertad
de cátedra permite que cada profesor ponga en práctica su particular proyecto
educativo, de modo que en este caso más que promover la libertad de elección de
centro lo que habría que impulsar es la libertad de elección del profesor por
parte de los alumnos y/o de sus familias. Tal y como están las cosas, y salvo
las escasas consabidas excepciones, no existe libertad de elección de centro
público –más allá de matricular a los hijos en este o aquel centro- puesto que
el tipo de educación que reciban los alumnos dependerá de los profesores que le
caigan en suerte (algunos, sin duda, muy buenos, pero esto no está ni mucho
menos garantizado). Mientras que en la escuela pública no se tenga claro que el
centro es una organización y no un mero agregado de profesores, el discurso de
la libertad de enseñanza seguirá resultando atrayente (véase en este vídeo
–en torno al minuto seis- el sinsentido de la elección de centro en un país
–Finlandia- en el que los centros públicos son excelentes).
Antes de avanzar, un aviso para
navegantes. Desde la derecha educativa se está planteando –como explican
Patricia Villamor y Miriam Prieto en este interesante artículo
publicado en la cada vez más relevante Revista de la Asociación de Sociología
de la Educación- una ficción de elección escolar. En el caso de la Comunidad
de Madrid, esta publicita como criterios de elección de centro los programas
que ella misma promueve, obviando los proyectos que autónomamente pudieran
elaborar los propios centros –por ejemplo, trabajar sin libros de texto-. Que
esto lo haga una administración que presume de liberal –como se encarga de
anunciar a los cuatro vientos la maverick Aguirre-, clama al cielo.
La mejor solución
sería dar cumplimiento a lo que ya planteó Maravall en la tramitación parlamentaria de la LODE:
centros públicos y concertados forman parte a igual título de la red pública de
escolarización. Este es uno de los graves problemas de este país: se hace una
ley pero luego no hay instancias que se encarguen de hacerla cumplir. ¿Qué
pueden hacer un padre y una madre que acuden a matricular a su hijo en un
centro concertado en el que les indican que hay que abonar –lo quieran o no-
una cuota mensual? ¿O que el centro es católico y todos tienen que acudir a
clase de religión? Los centros concertados se las han apañado para tener el tipo
de público que desean. En su inmensa mayoría, cobran a las familias –lo quieran
estas o no, tal y como se puede ver en este vídeo-
una cuota mensual que como mínimo supera habitualmente los 80€. Desde los
centros concertados se aduce que sin esa cuota no podrían funcionar. Como el
Estado no les concede la cuantía que precisan, resulta más fácil conseguirla
echando mano del bolsillo de las familias, lo que de paso les permite conformar
una clientela socialmente homogénea. Esto se refuerza con el uso endogámico del
punto de libre asignación en las solicitudes de matrícula para favorecer a los
hijos de antiguos alumnos, lo que se explica en este reciente artículo.
En definitiva,
no resulta socialmente tolerable que los centros concertados escolaricen
–incluso en las mismas zonas- a un porcentaje significativamente menor de niños
de minorías étnicas o de bajo estatus socioeconómico que los centros públicos.
De seguir haciéndolo así, no habría justificación para que continúen recibiendo
subvenciones estatales.
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