Enseñanza desconcertada
Con motivo de la llegada
de la izquierda a los gobiernos de ciertas regiones, como puedan ser Aragón o
la Comunidad Valenciana, se ha planteado la cuestión de hasta dónde puede
llegar la subvención pública a los centros escolares privados. Hace unas pocas
semanas, y como réplica a la política educativa de estos gobiernos, el
Grupo Parlamentario Popular presentó en el Congreso de los Diputados una
iniciativa –calificada por algunos de cruzada:
la exageración no conoce límites- instando al gobierno de la nación a
proteger los conciertos con la enseñanza privada.
Se trata de un tema
peliagudo porque entra de lleno en la problemática de si se está
atendiendo o no a la demanda real de padres y madres al crear –o, en su
caso, cerrar- centros públicos o concertados. Para buena parte de la izquierda,
la mayoría de los centros concertados satisfacen la demanda de familias que, en
realidad, no buscan tanto la calidad de la enseñanza como la de sus usuarios:
”gente bien” que puede permitirse el pago de unas cuotas periódicas de en torno
a los cien euros mensuales que, de modo supuestamente voluntario, habrían de
abonar a los centros. La existencia de estas cuotas –junto con un cierto tipo
de ideario católico excluyente en algunos de estos colegios- se convierte en la
clave de bóveda de la segregación social de la que se acusa a la enseñanza
concertada. Por otra parte, conviene no perder de vista que mientras que la
enseñanza pública existe a lo largo de toda la geografía nacional, la concertada
–con alguna que otra excepción- florece en las regiones, provincias y barrios
más ricos de España.
En mi opinión, quizás
mucho antes de plantearse retirar conciertos habría que eliminar radicalmente
las cuotas supuestamente voluntarias. De acuerdo con la totalidad de la
enseñanza concertada –desde la más reaccionaria a la más progresista- la
subvención que otorga la Administración no cubre, ni de lejos, los costes de la
educación que suministra. De ser esto cierto, y mucho me temo que lo es, no quedaría
más remedio que incrementar la cuantía de los conciertos (lo que obligaría a
desprenderse de ciertos dogmatismos izquierdistas). De este modo, las cuotas
dejarían de ser un obstáculo para la inclusión social. Aun así, algunos centros
concertados hacen lo indecible para evitar al alumnado de menor estatus
socioeconómico (que suele contar con becas de comedor) valiéndose, por ejemplo,
de la engañifa de aducir que carecen de refectorio. Obviamente, tal carencia es
suicida para cualquier centro. Lo que se hace es recurrir a la estratagema de
tener el comedor fuera del recinto del colegio de modo que quien quiera comer
ha de pagárselo de su bolsillo. Este tipo de picaresca sería fácil de combatir
siempre y cuando hubiera voluntad política de hacerlo.
Sin embargo, habría que ir
aún más lejos. Nuestra Constitución ampara el derecho de todo ciudadano a
omitir cualquier dato relativo a su ideología o religión. Que haya centros
católicos que inquieran a los padres sobre sus creencias y/o que exijan a todo
su alumnado asistir a misa es una negación del estado de derecho (justamente de
eso que algunos, despectivamente, llaman el “régimen del 78”).
Si el acceso a los centros
concertados no estuviera condicionado ni por el nivel de renta ni por la
ideología, tendríamos que ver qué hacer si, como parece previsible, los centros
concertados siguieran contando con una mayor demanda que los centros públicos.
Ciertos sectores izquierdistas animan a la gente a escolarizar acríticamente a
sus retoños en la pública. Sin embargo, la pública no existe. Lo que hay son
centros públicos, los cuales son –bien es sabido- de muy diferente calidad. El
mensaje que desde la izquierda se debería lanzar a la gente es el de que
conviene analizar –individual o colectivamente- cómo es el centro público que
hay cerca de su hogar (o de su trabajo). Por desgracia, los centros escolares
–tanto los públicos como los privados- son poco menos que cajas negras cuyo
funcionamiento solo se puede empezar a conocer una vez que los hijos están
escolarizados en ellos. Bastaría para comprobarlo con hacer una ronda por
varios centros y preguntar por el proyecto educativo o por cómo hacen para
entusiasmar a los chavales con el conocimiento escolar o cualquier otra
“impertinencia” que se le ocurra al usuario de este servicio, no se olvide,
público. Recientemente, El
Periódico saludaba la creación de siete nuevos centros públicos en
Barcelona y achacaba su éxito a la intensa innovación pedagógica que se está
llevando a cabo en esta ciudad de la mano de experiencias como Xarxes
por el Canvi.
A partir de aquí,
existirían tantos centros públicos y concertados como la gente libremente
decidiera. Como ya explicó Maravall, quien en los años ochenta fuera el
ministro de Educación bajo cuyo mandato se crearon los conciertos, centros
públicos y concertados forman parte –o, mejor dicho, deberían formar parte- de
una doble red de oferta escolar capaz de satisfacer el derecho a una enseñanza
gratuita.
Nada de esto es óbice para
que aquellos centros concertados que lo desearan pudiesen pasar a la red
pública –habría que ver cómo resolver el posible carácter funcionarial de los
recién llegados a la escuela estatal-. Y quizás también podría darse el
movimiento en sentido contrario: de lo estatal a lo privado –al estilo de
algunas charter schools en los Estados Unidos muy queridas por
quienes defendemos el cambio educativo radical-.
Sobre el papel, los
centros concertados son más democráticos que los públicos (y este fue el
principal motivo de la desmesurada oposición de la derecha a la LODE). Si bien
es cierto que el director de centro de los primeros se elige de entre una terna
propuesta por la entidad titular, los profesores son contratados y, no se
olvide, despedidos por una comisión del Consejo Escolar. ¿Se imagina alguien
esto en la pública? Simplemente la posibilidad de que el director –que hasta
ahora era nombrado por el Consejo Escolar de Centro, eso sí en los cada vez
menos frecuentes casos en que hubiera habido un candidato a tal puesto- pueda
seleccionar a los interinos o a quienes estén en comisión de servicio ha puesto
los pelos de punta a todos los sindicatos sin excepción y, visto lo visto en la
Subcomisión de Educación del Congreso de los Diputados, a Podemos. Justamente
este es uno de los graves problemas de la pública: la práctica imposibilidad de
formar equipos docentes. En este aspecto, la actitud retardataria de los
sindicatos es un obstáculo difícilmente superable.
En definitiva, si queremos
que disminuya el número de centros concertados, mucho tendría que mejorar la
enseñanza pública –estatal, más bien-. Las experiencias que tan magistralmente
describe Martínez-Celorrio deberían
ser el ejemplo a seguir.