¿Deben
ser los profesores funcionarios públicos?
El pasado 18 de Agosto el New York Times publicaba una interesante
reflexión sobre los problemas que plantea el carácter fijo del contrato
laboral del profesorado. El artículo parte de la preocupación expresada por un
maestro entusiasta (hijo y nieto, a su vez, de maestros) ante el hecho de que
el profesorado tenga garantizado de por vida su puesto de trabajo, lo que en
los Estados Unidos se llama la tenure.
La tenure, de acuerdo con este
profesor, desincentiva la innovación y promueve esta típica actitud
antipedagógica consistente en decir: yo lo enseñé y no es mi culpa que el alumno
no aprenda. ¿Cuántos de nuestros estudiantes han transitado por una primaria
plagada de actitudes de este tipo que les ha conducido al abandono temprano en una
secundaria en la que también preponderan tales actitudes? De hecho, una
sentencia de un juez de California considera que la tenure es una violación de los derechos de los niños ya que no les
asegura un buen profesor. En Colorado se abolió la tenure y todo profesor que quiera tener un empleo fijo –lo que
implica no someterse a pruebas periódicas- ha de demostrar que sus estudiantes
han mejorado en tres años consecutivos. En el caso de que durante dos años
consecutivos sus estudiantes no hayan mejorado, pierde la protección de su
empleo.
Conviene
no asustarse por una cuestión como esta: no se trata de reducir empleos. En
países mucho más igualitarios y con una proporción mucho más alta de empleo
público que el nuestro –como sería el caso de Suecia- prácticamente no hay
funcionarios (lo que sí hay son empleados públicos). ¿Hasta qué punto la condición
funcionarial del profesorado –desde infantil a la universidad- puede haberse
convertido en una patente de corso contra la ciudadanía?
Es sabido que uno de los grandes
problemas de la enseñanza pública es la enorme dificultad que experimentan los
centros estatales para configurar equipos docentes sólidos (sin duda, la clave para
que un centro funcione bien). Esto se traduce en una disparatada concepción de
la libertad de cátedra según la cual el profesor se coordina con sus compañeros si así lo desea. De hecho, no es infrecuente que llegue
a un centro que trabaja sin libros de texto alguien incapaz de funcionar sin
ellos. Los derechos funcionariales permiten que cada dos años el profesorado
pueda cambiar de centro siempre y cuando cuente con los puntos suficientes (los
cuales básicamente dependen de la antigüedad y del desempeño de puestos de
gestión) lo que explica que muchos colegios e institutos situados en lugares
socialmente privilegiados sean “cementerios de elefantes”. Cuando se ha
planteado la posibilidad de que el centro pueda seleccionar a su profesorado, desde
el corporativismo docente –del que hacen gala todos y cada uno de los
sindicatos- se ha puesto el grito en el cielo. Conviene no perder de vista que
los pocos centros públicos innovadores y democráticos que tenemos en este país
seleccionan –o, al menos, lo intentan denodadamente- a su profesorado de un
modo u otro (para lo que suelen depender del subterfugio de que la administración de turno conceda plazas
en comisión de servicio).
En esto, sin ningún género de
dudas, la enseñanza privada (concertada o no) está en una clara situación favorable.
Muy posiblemente donde más se note esta ventaja sea en la Educación Secundaria
Obligatoria (ESO). El encaje de este nivel en nuestro sistema educativo dista
de estar resuelto. De hecho, en realidad, el problema fundamental es que en la
pública no disponemos de profesores de secundaria obligatoria. En la red estatal,
la ESO se imparte en los Institutos de Educación Secundaria (IES), los cuales
son centros en los que la mayor parte de sus docentes lo que desea es ser
profesor de Bachillerato –nivel en el que supuestamente podría desplegar su
sabiduría de especialista-. Lo mismo sucede, por cierto, en la universidad: ¿qué porcentaje de
catedráticos da clases en los primeros cursos?
Dado que, a diferencia de lo que
ocurre en la privada, los IES escolarizan todo tipo de gentes (desde los hijos
de profesionales universitarios a los retoños de gente sin formación
intelectual), lo que suelen hacer es crear itinerarios que separen a los
“buenos” de los “malos” alumnos. Si el IES cuenta con una sección de idioma
extranjero (sobre este tema se puede ver aquí
una interesante reflexión), la tarea es muy fácil: los “buenos” van a los
grupos de tal sección y el resto es condenado a transitar por aulas cuyo
elevado porcentaje de suspensos es una prueba empírica de la profecía que se
cumple a sí misma. Si no hay sección, es suficiente con poner en los grupos D o
E de primero de la ESO a los que precisen refuerzo de Matemáticas o de Lengua.
Rara vez la privada cuenta con este problema, ya que tiende a escolarizar al
alumnado de mayor nivel socioeconómico y educativo, por lo que sus itinerarios
pueden consistir en la invitación al “mal” alumno a que busque un centro
–normalmente público- que case con su pésimo desempeño. En todo caso, conviene
tener presente que hay centros privados que, gracias justamente a esta
posibilidad de configurar sus plantillas, pueden practicar una enseñanza
claramente inclusiva (este sería el caso, por ejemplo, del colegio Brot-Madrid
o de los centros de la Fundación Hogar del Empleado).
¿Qué tiene esto que ver con la tenure? El profesor funcionario con
cierta antigüedad no transitará (o apenas lo hará) por los cursos de la ESO –y
nadie puede obligarle a ello- y la inmensa mayoría de los que han de bregar con
este nivel se limitarán a explicar pese a que su alumnado no lo siga.
La enseñanza privada puede
seleccionar a su profesorado pensando en la necesidad de que en sus centros
haya docentes de secundaria obligatoria. De hecho, mi impresión es que, al
menos en estos momentos, resulta temerario escolarizar en la pública a alumnos
de primero de la ESO cuyo rendimiento esté por debajo de la media. En la
pública pesará sobre ellos la condena de ser escolarizado en los grupos de
menor rendimiento.
Quizás
en esto, la derecha esté alcanzando una hegemonía ideológica que la izquierda
–me da igual que sea la tradicional o la más rompedora de Podemos- es incapaz de entender. Uno de los rasgos de nuestra
transición y de la actual democracia es que España es un país que, con mayor frecuencia
de la deseable, se ha preocupado más por el bienestar de sus servidores
públicos –los datos comparativos sobre los salarios del profesorado español así
lo atestiguan- que por el suministro de un servicio público de calidad. La
derecha lo tiene muy claro: el servicio educativo es público, pero no tiene que
ser proporcionado ni por funcionarios ni por empleados públicos. En la medida
en que la ciudadanía perciba que en los centros privados pueda haber más
organización que en los públicos, el camino hacia el crecimiento de la privada
quedará aún más expedito de como lo está ahora.
Mi
propuesta sería, no tanto suprimir la condición funcionarial –aunque es algo
que no descartaría- como modificar sustancialmente la cultura profesional del
funcionariado docente. No es de recibo que los centros escolares sean
verdaderos reinos de taifas. De seguir así, más que libertad de elección de
centro habría que promover libertad de elección –o de rechazo- de profesor por
parte de padres y/o alumnos. Y, cuestión absolutamente fundamental, deberíamos
abrir el debate sobre qué hacer con los malos profesores y cómo reconocer a los
que tienen un desempeño excelente.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCreo que aciertas al situar la condición funcionarial de los docentes en España como una de las causas importantes de la mala calidad de la enseñanza en nuestro país. Sorprende que la izquierda, que debería estar preocupada por la calidad del servicio público, lo esté sobre todo por "el bienestar de los servidores públicos" y siga defendiendo un modelo de funcionario-docente, (obviamente relajado en su condición vitalicia) y unos sistemas de selección del funcionario ineficaces y muy obsoletos.
ResponderEliminarUna enseñanza concertada en la que los profesores son seleccionados por su desempeño (y mantenidos por su desempeño), no puede sino competir con una gran ventaja con la enseñanza pública.
Lo que parece evidente se confunde cuando se sitúa en un debate ideológico que debería estar al margen de lo que solo es una cuestión técnica; mejorar la calidad de un servicio. Pero las creencias ideológicas y sus simples etiquetas de derecha e izquierda impiden y me temo que seguirán impidiendo la resolución de los graves problemas que tiene la enseñanza en España.
Javier Fernández Pacheco. Profesor de Enseñanza Secundaria de Adultos