Con la LOGSE en los talones
Una valoración de Qué pasó con la
enseñanza, Elogio del profesor.
(Pasos Perdidos, Madrid, 2015) de Luisa Juanatey
He
aquí el que posiblemente sea el último libro de un género literario, que sigue
gozando de
cierto
eco
mediático, al que podríamos llamar jeremiadas del profesorado.
Su protagonista típico es un profesor o profesora (en el caso del que hablaré
aquí se trata de una docente ya jubilada) de bachillerato, que accedió a la
docencia en un instituto público, a comienzos de la transición (la famosa
generación de 1977: “Llegábamos muchos, de golpe, todos jóvenes” p.28), apenas
concluidos sus estudios de licenciatura.
El libro de
Juanatey describe sus andanzas desde su juventud en la que daba clases, con
cierto entusiasmo, a la mitad menos mala académicamente del alumnado (el
alumnado del Bachillerato Unificado Polivalente –BUP- tenía que haber aprobado
la Educación General Básica –EGB-) hasta el infierno de la LOGSE y su
supuestamente inasumible comprehensividad: con esta ley están en las mismas
aulas todos los adolescentes entre los doce y dieciséis años sin que medie
ninguna selección previa. De hecho, esta es la queja que, en la primera página,
recoge la autora (y obsérvese qué modo tan peculiar tiene de hacer historia de
la educación):
…dos periodos bien diferentes de la historia de la
enseñanza en España. El de los años en que con el –perfectible- sistema BUP y
COU los profesores de instituto disfrutábamos de nuestro oficio bonancible con
la agradable sensación de hacerlo satisfactoriamente. Y el de los años en que,
tras la llegada de la Logse (1990), pasamos a vivir en permanente estado de
inquietud por el mal camino que a nuestros ojos llevaba la enseñanza, la
pública, especialmente, como ahora ya reconoce todo el mundo por igual.
Aquí
ya aparece un modo de razonamiento muy habitual en este tipo de literatura: el
supuesto consenso universal, carente del más mínimo sustento empírico.
Cualquier lector desprejuiciado –es decir, cualquiera que no sea de la claque
de la autora- sospechará que quizás las cosas no sean así. Desde el primero de
los informes PISA –el del año 2000-, sabemos que los centros privados obtienen
mejores resultados que los públicos debido a que los primeros escolarizan a un
alumnado de mayor estatus socioeconómico que los segundos. De no mediar esta
diferencia social, los resultados de la escuela pública serían equivalentes a
los de privada. Es como si alguien dijera que es peor un hospital que atiende a
octogenarios y cada semana cuenta con tres decesos que otro cuyos pacientes son
treintañeros que hacen ejercicio físico todos los días y rara vez alguno de ellos
se les muere.
Emulando
a Cesare Lombroso (médico y criminalista que podía prever la personalidad
criminal de un individuo a partir de su fisonomía), nuestra autora afirma que
“nuestros alumnos de entonces, con dieciséis o diecisiete años, tenían el
aspecto y la expresión de un veinteañero de ahora” (p. 31), lo que - según ella-
explicaría su comportamiento pueril. En todo caso, basta con asistir a una
fiesta de graduación en bachillerato para comprobar que esta apreciación es más
que dudosa. Sin embargo, cuando se refiere a sus compañeros de profesión este
aspecto de alguien que aparenta una edad menor de la real se convierte, por
arte de birlibirloque, en una virtud: “el profesor tiene una pinta más juvenil
que en general el resto de la gente adulta” (p. 72). Es algo que también
detectó George Moustaki en una canción sobre sus amigos: “À les voir on
dirait qu'ils auraient rajeuni” (al verlos se diría que han rejuvenecido).
En todo caso, no es de extrañar que puedan tener este aspecto juvenil. De acuerdo
con la autora estamos ante gente viajada y con tiempo de ocio para viajar:
Viajar. No había nadie que no aspirase a eso. Viajar y
conocer. Y para todas esas cosas se necesita tiempo libre. ¡Cuánto amábamos
nuestros horarios de trabajo, cuánto las largas vacaciones de la enseñanza, que
a nuestro entender deberían ser las de todo el mundo! (p. 28).
Está
por ver cuando los sindicatos de la enseñanza –o cualesquiera otros- han
reivindicado tres meses de vacaciones para todos los trabajadores. La autora se
pregunta: “¿Cómo eran entonces las condiciones de trabajo?”. Y a ello responde:
“Bueno, pues normales. A mí me lo parecían” (p. 40). Luego, nada tiene de
extraño que esta buena vida rejuvenezca a cualquiera. Queda, claro está,
averiguar qué sea eso de tener unas condiciones de trabajo normales. Se tiene
la impresión de volver a algunos de los debates de la filosofía griega clásica:
el mundo es lo que a cada cual le parece que es (cosa que suele suceder en las
tertulias televisivas). Ya hace unos años, otro profesor de Secundaria, Juan José Romera, en su libro Retrato canalla del malestar docente
(Toromítico, Córdoba, 2010) detectaba entre algunos de sus compañeros una
cierta “alergia a los argumentos basados en datos y una tendencia a echar mano
del anecdotario personal”. Añádase a esto la peculiar manera que nuestra autora
tiene de citar posibles investigaciones:
Un
día cualquiera (…) el diario informa de que, según varios estudios publicados,
la colaboración de padres y madres de alumnos con colegios e institutos es
escasa (p. 152).
Además
de tener un aspecto juvenil, el profesorado es generoso:
En cualquier caso el profesor no
relaciona directamente su tarea cotidiana con la idea de lucro; dicho más
gráficamente se halla en el extremo opuesto a lo que significa trabajar a
comisión (p.71).
Como
ya ha explicado en multitud de ocasiones
Fernández
Enguita, tenemos que distinguir las profesiones liberales de las
burocráticas. Las primeras se desenvuelven en el mercado y quienes las ejercen
pueden imponer sus honorarios. Sería el caso de la mayor parte de los abogados,
de los médicos que desempeñan por libre su actividad, o del profesor que monta
una academia (algunas actúan
on line
y pueden ser enormemente lucrativas). Pero, además, existen las profesiones
burocráticas en las que el trabajo se ejerce en el seno de una organización
–habitualmente el estado-. Este es el caso de los militares, los jueces, la
inmensa mayoría de los médicos y, sin ánimo de alargar la lista, los docentes
(desde infantil a la universidad).
La
autora no tiene empacho en reconocer que a la profesión docente se accede sin
saber qué sea eso de enseñar: “Como en tantas otras cosas fuimos en esto una
generación espontánea. Y más espontánea aún en lo que se refiere a cómo
enseñar” (p. 38). Leyendo esto, me asalta la pregunta de si alguien en su sano
juicio acudiría a un dentista que confesara estar aprendiendo su oficio sobre
la marcha (bueno, quizás sí el personaje que Jack Nicholson interpreta en
La tienda de los horrores de Roger Corman). Pese a ello, nuestra
profesora no duda en denigrar a los expertos, a los que llega a considerar poco
menos que dictadores:
El experto es psicólogo y pedagogo, por supuesto: la
autoridad competente. Igual que por supuesto era militar aquella famosa
autoridad competente que tanto se demoraba en llegar al Congreso (p. 39).
No tiene
desperdicio la equiparación del poder del experto con el que hubiera derivado
del cañón del fusil si hubiera prosperado el putsch de febrero de 1981. La autora parece haberle cogido cierto
gusto a las metáforas militares: no en vano un capítulo lleva por título “los
años de plomo”. Más adelante, lanza más dardos contra los investigadores
educativos:
Un experto es aquel que dice, o de quien se dice, que
es un experto (p. 85).
Sin duda,
debemos estar ante la profesión más extraña del mundo. ¿Cómo es posible que una
profesión para cuyo ejercicio se requiere formación universitaria pueda
pretender vivir de espaldas a los avances científicos sobre cuestiones del tipo de cómo aprende la gente,
qué sea un centro educativo como organización, cómo cambia la sociedad y un
gigantesco etcétera? ¿Toleraríamos que un médico no estuviera al tanto de los
avances en la investigación referida a su especialidad?
No muy lejos
de los expertos se encuentran, en una singular jerarquía del desprecio, los
asesores de formación permanente, todos aquellos que, para desempeñar su labor
innovadora, han tenido que abandonar las aulas.
Se hicieron sindicalistas liberados, se fueron a la
enseñanza de adultos, se pidieron una comisión de servicio para ser directores
(…) y, por último, parte de ellos se consolidaron como formadores de formadores
(p. 94).
La
autora es consciente de la desigual distribución social del éxito y del fracaso
escolar:
Los institutos también están llenos de un clasismo
interno que los responsables no dejarán nunca de haber notado, si han tenido
voluntad de ello. El alumnado hace años que se fabrica sus propios itinerarios
–moldea su presente y su porvenir- eligiendo el grupo de los vagos o el de los
estudiosos a base de matricularse en unas asignaturas u otras. Todo profesor
sabe que en el grupo A de los cursos Logse se va a encontrar con alumnos
aceptablemente preparados (que en buena mayoría procederán de familias de
profesionales o, digamos, de un estrato social determinado), mientras que en el
D, el E o el F se encontrará a un montón de chiquillos a quienes su familia y
el sistema encaminan tranquilamente a multiplicar su propio problema de falta de
estímulo y preparación reforzándolo con el de sus restantes compañeros de grupo
(p. 47).
Según
Juanatey, son los propios alumnos quienes libremente eligen la soga de su
“muerte” escolar. La realidad, obviamente, nada tiene que ver con esto. Los
grupos suelen configurarse a partir de los expedientes escolares de la
educación primaria. Esto permite que quienes llegan con problema en Lengua o
Matemáticas sean escolarizados en grupos de refuerzo. Contrástese esta
interpretación de cómo se agrupa el alumnado por niveles con la que da otro
profesor, Fernando J. López, en su libro
La edad de la ira (Madrid, Espasa,
2011, p. 58).
El
sistema funciona así, me temo. Se eligen los grupos de acuerdo con la
antigüedad, así que los que tienen más experiencia se quedan con los alumnos
disciplinados y tranquilos del A y, a veces, hasta del B. Mientras que el C, el
D y, cómo no, el terrible E –donde suelen aglutinarse los alumnos conflictivos
o con menos rendimiento- se quedan para los nuevos.
Últimamente,
la existencia de secciones bilingües en los institutos ha permitido una nueva
segregación más. Quienes van a estas secciones suelen ser los alumnos de mayor
estatus
socioeconómico.
Y, para acabar, no quiero dejar de mencionar
que esta generación de profesores, a la que pertenece la autora, tuvo que
luchar contra injusticias propias de una sociedad absurdamente jerárquica y
clerical como lo era aún la España de los años setenta:
Porque llegamos, por ejemplo, a institutos de ciudad
donde los catedráticos tenían reservada su propia zona en el bar de profesores
(compartir el bar con los alumnos era cosa que a nadie se le pasaba por la
cabeza). El catedrático daba clase de 9 a 12 (p. 34).
En el primer instituto adonde yo llegué todavía
mandaba el cura. Era un instituto de pueblo, y aún no se concebía poner en
cuestión la autoridad natural (p.
35).
Como
conclusión, estamos ante un libro que ofrece una excelente descripción del ethos profesional de quienes accedieron
a la docencia en Secundaria en los inicios de la transición. Amén de tratarse
de un profesorado joven, recién salido de la universidad, le tocó en suerte
tener en sus aulas a un alumnado moderadamente motivado que podía albergar
esperanzas en las expectativas de movilidad social de la escuela. La LOGSE
supuso tener que atender en las mismas aulas a toda la población con un
profesorado en muchas ocasiones reacio a considerar que su trabajo consiste en
mucho más que en la mera transmisión de conocimientos.