Apuntes
para una nueva ley educativa
Parece altamente
probable que las formaciones políticas que se han conjurado para derogar la
actual ley educativa vigente (la LOMCE: Ley Orgánica para la Mejora de la
Calidad Educativa) contarán con mayoría parlamentaria suficiente para hacerlo.
Lo fundamental de tal cambio sería conseguir un sistema educativo que garantice
una educación de exquisita calidad para todo el alumnado.
Creo que es fácil
convenir en que el principal problema de nuestro sistema educativo es el de las
muy altas tasas de fracaso escolar (porcentaje de alumnos que no consigue el
título de Educación Secundaria Obligatoria –la ESO-) y de abandono escolar
temprano (tanto por ciento de jóvenes que no ha alcanzado una credencial de
secundaria superior, es decir, Bachillerato o Ciclos Formativos de Grado Medio)
y el tremendo clasismo de ambas.
La LOMCE trata de
resolver el problema del abandono –el del clasismo, al no estar ni siquiera en su punto de mira, lo agrava- rompiendo
con el carácter comprensivo de la ESO, y para ello crea dos itinerarios en este
nivel educativo dirigido al alumnado con bajo rendimiento: el derivado de los
programas de mejora del aprendizaje y del rendimiento a partir de los catorce
años y la Formación Profesional Básica desde los quince. Esta ley recurre al
subterfugio de que hay que atender los diferentes talentos del alumnado, lo que
en la práctica se traduce en enviar al de menor rendimiento a una vía educativa
de segunda categoría. Hace ya un par de décadas, y a partir de lo observado en
las aulas, la investigadora norteamericana Jeannie
Oakes describió las enormes diferencias, en
términos de contenidos y de expectativas, entre los grupos menos académicos y
el resto. Conviene tener presentes varios aspectos fundamentales: en realidad
no hay grupos académicamente homogéneos (no a todos se le dan igualmente bien
todas las materias de un curso escolar), una vez que un alumno es encasillado
en un itinerario de bajo rendimiento es muy difícil que salga de él y resulta
poco menos que temerario decidir sobre el desempeño escolar futuro a partir del
pasado (especialmente si tenemos en cuenta la enorme plasticidad del cerebro
adolescente tal y como explicaba en su último
libro el psicólogo Laurence Steinberg).
Habría
que dejar muy claro, y esto debiera ser uno de los núcleos del consenso en
torno a una ley educativa, que la ESO es un nivel terminal desde el que se
puede optar por el Bachillerato, la Formación Profesional de Grado Medio o por
la cada vez menos aconsejable salida al mercado de trabajo. Dado que la ESO es
lo mínimo –en realidad, ahora mismo menos de lo mínimo- que todo ciudadano ha
de adquirir para no estar en serio riesgo de caer en la marginalidad social, no
se termina de entender que nuestro sistema no haga todo lo posible para que prácticamente
la totalidad de la población se gradúe en este nivel (como sucede en la mayoría
de los países de nuestro entorno). Nada más lejos de mi intención que rebajar
la exigencia académica. Antes al contrario, se trata de que todo el mundo
alcance el nivel de conocimientos y de competencias exigibles en la educación
básica, lo que podríamos llamar el salario escolar mínimo. A diferencia de lo
que previsiblemente ocurra aquí, en Francia la prueba externa que se realiza al
finalizar la primaria se plantea con el objetivo, no de que haya más suspensos,
sino de cerciorarse de que todo el alumnado llegue en buenas condiciones a la
secundaria inferior. Nadie debe salir de la ESO con la etiqueta de alumno de Bachillerato
o de Formación Profesional. Cada cual debe decidir con entera libertad si
estudia una cosa o la otra. Es más, y aunque este debate ya se planteó hace
unos años, el Bachillerato debería poder cursarse, si es que así se desea, en
varios años al modo de los estudios universitarios. No es de recibo que la
repetición de curso conlleve volver a estudiar las asignaturas ya aprobadas.
Visto
desde fuera, resulta difícilmente comprensible la resistencia numantina de
importantes sectores del profesorado a que la ESO sea un nivel comprensivo.
Buena parte del problema se debe a que, en realidad, y después de todo lo que
ha llovido desde que en 1990 se aprobara la LOGSE (Ley de Ordenación General
del Sistema Educativo), seguimos sin tener profesores de la ESO. La que se
podría llamar generación de 1977 –año
en el que entró en la enseñanza secundaria un enorme contingente de profesores-
ha marcado un cierto sesgo elitista en la profesión: la enseñanza secundaria no
debe ser para todo el mundo. Al fin y al cabo, se trata de profesores que superaron
una oposición para enseñar Bachillerato –el BUP de aquel entonces- a la
población escolar que había aprobado la Enseñanza General Básica-. La LOGSE
cambió radicalmente las tornas: no solo estaría en los mismos centros y
básicamente cursando las mismas asignaturas todo el alumnado hasta los
dieciséis años, sino que incluso se ampliaba hacia abajo –desde los doce años-
el público de los centros de secundaria. Aquí se ha cometido una temeridad
tremenda: nuestros profesores de medias –salvo los que vayan llegando desde el Máster
de Formación del Profesorado de Secundaria y quizás los de Educación Física- son
especialistas en una disciplina (Matemáticas, Filología, Biología, etc.) pero
nada saben, en el momento del acceso a la profesión, sobre qué sea un centro
como organización, cómo vincularlo con el entorno, cómo trabajar en equipo,
cómo aprenden los adolescentes… Su labor consistiría básicamente en transmitir
conocimientos con mayor o menor fortuna. Esto es lo que constató un equipo de
la OCDE que visitó diversas escuelas en Canarias en 2012. En el informe
resultante de tal estancia se constató que “el estilo de enseñanza de muchos
profesores de secundaria sigue siendo el de ponerse de pie frente al resto de
la clase y transmitir el contenido de la materia a los alumnos, sin pararse a
comprobar si los alumnos entienden”. De acuerdo con el estudio
estatal sobre la convivencia,
en la secundaria obligatoria, el 34,4% de los estudiantes declara no entender
la mayoría de las clases y un alarmante 67,7% indica que estas no despiertan su
interés.
Cosas tan
elementales, y probadas científicamente una y otra vez en los últimos años,
como que los adolescentes aprenden mejor en grupo, se compadecen mal con el
predominio de aulas en las que alumnos y alumnas se sitúan en bancos aislados
frente al profesor. Una investigación
promovida por la empresa Humanyze demuestra
que los empleados que hablan más con sus compañeros en los tiempos de descanso
son los más productivos.
A
partir de aquí, nadie puede sorprenderse por los escandalosos porcentajes de
alumnos repetidores de curso: casi la mitad de los alumnos varones ha repetido
al menos un curso a la edad de quince años. Se sabe (y el máximo responsable de
los informes PISA, Andreas Schleicher,
lo repite cada vez que nos visita) que la repetición es una medida, además de
costosísima, inútil, ya que lejos de servir para que el repetidor se recupere,
en realidad le aleja cada vez de sus compañeros que siguen adelante. Para
colmo, tal y como lo acredita el último
informe PISA, un alumno de bajo estatus
socioeconómico tiene 3,5 veces más probabilidades de haber repetido curso que los
de más alto estatus.
Casi
con total seguridad, las pruebas externas (las de tercero y sexto de Primaria y
las que son preciso aprobar para obtener los títulos de la ESO y del Bachiller)
van a agravar los problemas del fracaso escolar y del clasismo del sistema. Sin
duda, este tipo de evaluaciones podría contribuir a la igualdad, ya que no
dependería de la suerte de caer en un colegio u otro el que se aprenda o no aquello que se
considera indispensable haber adquirido en cualquiera de los niveles educativos,
o que las notas sean artificialmente más altas (o más bajas). La polémica sobre
las bondades de estas evaluaciones data de hace varias décadas. Quizás donde
más se han estudiado sus efectos es en los Estados Unidos. Tras años y años de
pruebas externas estandarizadas los resultados de este país en los informes
PISA no han mejorado. Dependiendo de cómo se configuren, existe el riesgo
cierto de que al final se produzca el efecto del teaching to the test (enseñar para el examen), cosa que parece
ocurrir en el último curso de Bachiller con la Prueba de Acceso a la Universidad
(PAU). Sin embargo, y pese a los innumerables riesgos de este tipo de pruebas,
considero que una evaluación externa (o semiexterna, en la que participasen, en
la proporción que la ley estimara oportuna, profesores de dentro y de fuera del
centro del que se trate) que no se reduzca a un examen de lápiz y papel sería
muy conveniente. Me refiero a una prueba que permitiera comprobar, entre otras
cosas, aspectos que señalara el economista Luis
Garicano: “un nivel avanzado de confianza en el uso de las
matemáticas y la estadística; una capacidad elevada para escribir un argumento,
no solo correcto gramaticalmente, sino razonado con claridad y convicción; y un
nivel avanzado de inglés”. Para ello, habría que erradicar unas clases que “son
demasiado blandas, rutinarias y memorísticas”.
Si
las pruebas externas son de tipo test vamos a consolidar esa escuela en la que
prima la repetición de saberes ya conocidos, la memorización pasiva. Llovería
sobre mojado. Para percibir esta hipertrofia de lo memorístico-pasivo basta con
asomarse a los libros de texto y a los
deberes con que estos y los profesores controlan buena parte del tiempo
extraescolar del alumnado. Cualquiera que no sea un autor de libros de texto
–o, más bien, del BOE que le sirve de guión- puede fácilmente comprobar la
imposibilidad de aprender la mayor parte de cuanto allí se pretende explicar.
¿Nadie es consciente de que no tiene el más mínimo sentido pretender abarcar
tantos conocimientos? Los deberes para casa suelen consistir en repetir
ejercicios una y otra vez y muchas veces se pierde casi todo el tiempo y
energía en la escritura amanuense de sus enunciados.
¿Podría
ser una solución a los problemas del fracaso y del clasismo que hubiera más
escuela pública o que no mengüe la que ya existe, tal y como se plantea desde
el frente anti-LOMCE? Pudiera ser, pero tengo serias dudas. La escuela pública
que tenemos –a la que más bien habría que llamar estatal-burocrática- no va
mucho más allá de certificar el fracaso escolar de los grupos sociales cuyo
capital cultural está más alejado del de la escuela –lo que más
eufemísticamente el PISA llama grupo de bajo estatus socioeconómico y
cultural-. Si alguien acude a un instituto de secundaria muy probablemente se
tope con un profesorado que considera que a su centro acude el peor alumnado de
su entorno (inmigrantes, clase baja, etc.) y que con él hay poco qué
hacer. Si este es el mensaje, ¿qué tiene
de extraño que quien pueda asumir la ilegal cuota mensual de los colegios concertados
no se plantee optar por la pública? Si a esto añadimos que en los institutos
públicos de secundaria –a los que acuden niños y niñas desde los doce años de
edad- el alumnado se va a casa antes de las tres –no suele haber comedor-, poco
probable parece que escolaricen a sus retoños aquellas familias cuyos dos
cónyuges trabajen a jornada completa. Quizás lo más preocupante para los
centros públicos es su casi imposibilidad de configurar equipos docentes
estables e identificados con un proyecto educativo (caso de que existiera). El
alto porcentaje de funcionarios en expectativa de destino, de interinos y demás
es una dificultad casi insuperable. Pero es que, además, a los centros públicos
llegan los profesores, no porque se identifiquen con el posible proyecto de
centro, sino por su simple deseo a partir de los puntos acumulados por la mera
antigüedad y el desempeño de puestos directivos. Obviamente, la privada no
cuenta con estos problemas. Y no solo eso, el ejemplo de las escuelas
de los jesuitas en Cataluña muestra por dónde debería
ir el cambio educativo: globalización curricular, varios profesores en el aula,
trabajo en equipo y por proyectos.
La educación
obligatoria (aunque aquí también incluiría a la secundaria postobligatoria) ha
de tener como objetivo conseguir que prácticamente todos los jóvenes salgan de
la escuela convertidos en personas cultas y solidarias, con capacidad para
seguir aprendiendo a lo largo de su vida, con interés por la lectura, por las
manifestaciones artísticas, por los avances científicos. En definitiva,
deberíamos aspirar a que la escuela cree ciudadanos participativos y
responsables y trabajadores innovadores. Es preciso aprender a convivir, a amar
al prójimo, a respetar a quienes no piensan como nosotros y a participar
democráticamente en la vida de la polis.
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