La
victoria de Macron permite respirar con cierta tranquilidad a la democracia francesa
durante al menos cinco años más. Sin embargo, el mar de fondo de insatisfacción
con el actual estado de cosas por parte de los grupos sociales menos
privilegiados tiene visos de continuar, e incluso de agravarse, en el
quinquenato que se inicia estos días.
Recientemente,
he leído un par de artículos periodísticos que invitan a acometer una reflexión
muy seria sobre el actual estado de cosas. Uno
de ellos comenta la obra Le crépuscule de la
France d'en haut (El crepúsculo de la Francia de arriba)
escrito por el geógrafo Christophe Guilluy (un izquierdista celebrado por la
derecha, según se señala aquí).
Este libro denuncia las tremendas desigualdades entre la Francia de las grandes
ciudades (cosmopolita, beneficiada por la globalización) y la Francia de las
provincias. Guilly describe el ascenso de una nueva burguesía, de una nueva
clase social, con alto nivel educativo que ocupa las posiciones clave del CAC40
(equivalente al español Ibex35) y genera ese discurso legitimador de la actual sociedad
globalizada que no duda en considerar retrógrados (serían buena parte de los
votantes del Frente Nacional) a quienes no se adaptan a los nuevos tiempos. Es un
tipo de narrativa que recuerda mucho al supuesto espíritu modernizador del que
hacen gala tantos dirigentes del PP, especialmente los más jóvenes.
El otro artículo ha sido publicado
en el New
York Times por el novelista francés Edouard Louis con el significativo
título de “¿Por qué mi padre vota a Le Pen?”. Louis describe su infancia en un
pequeño pueblo del norte de Francia en el que la práctica totalidad de la
población trabajaba en la misma fábrica. Su padre dejó de trabajar antes de los
despidos masivos debido a un terrible accidente laboral que terminó por llevar
a la pobreza a su familia (completada con una madre ama de casa y cuatro
hermanos más). Antes de aprender a leer, Louis –nacido en la década de los
noventa- ya sabía lo que era pasar hambre y tener que ir a casa de sus tíos
para pedir comida. A los dieciocho años tuvo la suerte de convertirse en
estudiante de Filosofía en París (fue el primer miembro de su familia en llegar
a la universidad). El contraste entre el ambiente parisino y el de su localidad
natal, le llevó a escribir un libro sobre su experiencia personal en el norte
de Francia. En un muestra clara de la preocupante ignorancia de que hace gala
la Francia acomodada de la otra Francia, el primer editor –parisino, para más
señas- rechazó el manuscrito aduciendo
que la pobreza descrita en su novela había dejado de existir hacía más de un
siglo. No es extraño que Louis considerase que la gente de la que se habla en
las noticias no es nunca la de su infancia y adolescencia. Toda su familia vota
a Le Pen –antes al padre y ahora a su hija- y lo hace, entre otros posibles
motivos, en un intento claro de luchar por la visibilidad social que alimenta
la demagogia del Frente Nacional –en claro paralelismo con la practicada al
otro lado del Atlántico por Trump-. El partido socialista hace tiempo que dejó
de hablar de la desigualdad de clase o de la pobreza para refugiarse en un
lenguaje tecnocrático que oculta su genuflexión ante el neoliberalismo.
En estas condiciones, y tal como se
puede ver en el cuadro
de más abajo, nada tiene de extraño que Le Pen haya obtenido más votos
entre la clase obrera que Macron (56% frente a un 44%).
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