La cara oculta de la
evaluación.
¿Cómo escriben
nuestros estudiantes universitarios?
Cada cuatrimestre –más o menos desde mediados
hasta el final de cada curso- evalúo textos que escriben los estudiantes
matriculados en las materias que imparto. Doy –o he dado- clases a alumnos que
ya tienen una cierta trayectoria en la Facultad de Sociología: desde quienes
están en el segundo cuatrimestre del segundo curso hasta el máster. Es decir,
se trata de estudiantes que, según me aseguran, han entregado trabajos escritos
en casi todos los cursos en los que se han matriculado y que, generalmente, han
pasado con éxito. Tales trabajos son, obviamente, entregados a sus profesores,
pero lo habitual es que no les sean devueltos, de modo que los estudiantes desconocen,
más allá de la nota, qué han hecho bien, dónde han fallado, qué pueden mejorar.
Creo que solo así cabe entender que los alumnos pasen de un curso a otro arrastrando
serios defectos en sus escritos. Me refiero a la mejorable redacción, a la ausencia
de estructuración del escrito, al uso incorrecto de la ortografía o -entre
otros elementos- al defectuoso y escaso léxico. Todo ello hace que numerosas
frases y/o párrafos, e
incluso la totalidad del trabajo, resulten por completo ininteligibles.
Soy plenamente
consciente de que la docencia universitaria no se valora y, en consecuencia, no
hay incentivo alguno para meterse en el berenjenal de hacer observaciones a los
escritos de los estudiantes. Como ya he indicado en este mismo blog, los
quinquenios de docencia se conceden por el mero paso de los lustros. Sin
embargo, en tanto que profesores (en este caso, de universidad), nos incumbe
formar a personas (ciudadanos y futuros profesionales) capaces de expresarse correctamente
por escrito (también oralmente, pero esta es otra cuestión que espero abordar
en otra entrada). En realidad, todos los profesores, con independencia de la
materia que impartamos e incluso del nivel educativo en el que trabajemos, lo
somos de lengua española -o castellana o la de la comunidad autónoma que cuente
con otra lengua oficial- y, en consecuencia, a todos nos compete compartir con la
Academia de la Lengua la labor de dar esplendor a nuestro idioma común.
Año tras año, me pregunto cómo es posible que
los estudiantes lleguen a la universidad, y que continúen en ella, con unos
niveles de expresión tan lamentables como los que describiré más abajo. Esto
podría mejorar –incluso podría evitarse- si todos los profesores nos
implicásemos más en este tema.
Se trata de una cuestión extremadamente grave, ya que, al fin y al cabo, la
inmensa mayoría de nuestros profesionales, buena parte de la clase política y
la totalidad de los docentes salen de las universidades.
Pese a que la labor
de corrección y evaluación de textos es habitualmente tediosa (y aquí incluiría
nuestro invisible y creciente trabajo como evaluadores –no retribuidos- de
manuscritos enviados a las revistas científicas de nuestros respectivos
ámbitos), desde hace ya unos cuantos años, es una tarea que se ve facilitada
gracias al uso de procesadores de texto y a la inmediatez en la comunicación
que propician los campus virtuales o el correo electrónico.
Antes de entrar en el
tema de la corrección y evaluación propiamente dichas, quisiera prestar atención
a la facilidad con que un preocupante alto porcentaje de estudiantes (y también
algún rector) recurre al plagio y lo poco o nada que se hace para combatir tal
lacra (de nuevo pienso en ese exrector). Recientemente, los medios de comunicación (el vídeo de La
Sexta no tiene desperdicio) describían el recurso a tal estrategia por parte de
una senadora para preparar sus preguntas en la Cámara Alta. La sociedad civil
se rasga las vestiduras ante tal comportamiento y lo achaca a la intrínseca
corrupción de los políticos. No obstante, esto es algo más habitual de lo
deseable también fuera de la política. Raro es el curso en que no tropiezo con
un mínimo de tres plagios –y hablo de grupos de menos de treinta estudiantes-.
Aún desconozco –y quizás sea ignorancia mía- qué sanción propone la universidad
para estos casos: apertura de un expediente, suspenso en la asignatura,
escarnio en las redes… Por otro lado, y al menos en estos niveles, es muy fácil
detectar un plagio o algo que claramente no ha escrito el estudiante en
cuestión. Basta con leer una frase con un léxico sorprendentemente rico o el uso
de alguna expresión propia de ciertas jergas
para sospechar sobre quién sea el autor. La comprobación es tan sencilla
como escribir –con o sin comillas- el texto sospechoso en Google.
Nada más lejos de mi
intención, en cuanto sigue, que ridiculizar a los estudiantes, aunque aquí me
refiera a sus trabajos. En todo caso, se trataría de ridiculizar a un sistema
–o puede que, más bien, a un profesorado- incapaz de cumplir con la elemental
tarea de enseñar a sus estudiantes a expresarse, a estructurar ideas, a ordenar
la información, a desarrollar un criterio propio.
Hace unos días la prensa se hacía eco del
escaso respeto por la ortografía del que había hecho
gala el presidente de la comisión gestora del PSOE, Javier Fernández, en una misiva
dirigida a Pablo Iglesias. El uso inadecuado de los signos de puntuación es también
moneda habitual en la práctica totalidad de los escritos estudiantiles.
Gracias a páginas web como la de
Fundación del Español Urgente (www.fundeu.es), resulta sencillo
encontrar explicaciones a fallos muy frecuentes, incluso entre personas cultas.
Una de ellas, reiterada hasta la saciedad, es el uso de la estructura “sustantivo
+ a + infinitivo” (“cuestiones a plantear”, “noticia a destacar”). Lo mismo
cabe decir de la menos tolerable expresión “acorde a” (“acorde a estos
factores…”)
A veces, algún estudiante pretende
abarcar mucho más de lo que razonablemente sería posible, llegando a plantearse
preguntas cuyas respuestas ocuparían varias tesis doctorales, y que además no
guardan relación con el tema elegido. Así, hay quién pretende en un escrito responder
a las dos siguientes cuestiones: “¿Qué es la movilidad
social? y ¿La educación?” (sic).
No es infrecuente el paso del plural al
singular, de modo que se rompe la concordancia de la frase. Por ejemplo, en una
misma oración se dice que “las mujeres” han llegado “a superar al hombre de
actividad, empleo y paro” (sic).
Las palabras tienen uno o varios
significados, pero no necesariamente el que el hablante cree que tienen. En un
fragmento de Alicia en el país de las maravillas se explica el modo en
que los poderosos –y los estudiantes no lo son - manipulan el lenguaje.
Cuando yo uso una
palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere
decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
–La cuestión
–insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas
cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó
Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.
En uno de sus trabajos, un estudiante,
refiriéndose al hecho de que las mujeres son más longevas que los hombres,
indica que esto se traduce en un “predominio” de aquellas sobre estos, como si
se hubieran convertido en las dirigentes de la sociedad –o, por lo menos, del
grupo poblacional de la tercera edad-. O, hablando sobre el desmesurado
crecimiento del desempleo tras el hundimiento de la construcción, otro alumno cita
como causa del tal desbocado incremento el paro entre los constructores (es
decir, los empresarios), pese a que se quiere hablar del conjunto de los
trabajadores –especialmente los menos cualificados- de este sector. O, hablando
sobre teóricos de las ciencias sociales, hay quien escribe que los autores tienen
–no se dice mantienen, plantean, defienden- posturas –como si de la práctica
del Pilates se tratara-.
En el libro La ambición del César,
Amando de Miguel y José Luis Gutiérrez describían la tendencia de Felipe
González a utilizar palabras largas, en el entendido de que hay quien parece
creer que estas suenan mejor que las cortas aunque, en más ocasiones de las que
se cree, un sufijo cambia el significado del lexema. Este es el caso, de un
estudiante que se refiere a la “intencionalidad de trabajar”. Tal y como puede verse en la web de Fundeu -a la que no me cansaré de agradecer su labor-,
intencionalidad no es lo mismo que intención. La distorsión de los significados
afecta también a expresiones propias de las ciencias sociales. Así, la
movilidad social puede ser definida como el “cambio de ámbito”, sea este
profesional o de estatus.
A veces hay que hacer un ejercicio de
adivinación para saber el significado de una expresión. En un trabajo se puede
leer que la educación “contribuye en mayor parte a la movilidad social”.
Previamente no se ha hablado de ningún otro elemento que en parte –menor, se
entendería- pudiese explicar la movilidad social. Es de suponer que con la
expresión “en mayor parte” se pretende aludir al factor que explicaría en mayor
medida la movilidad.
Es frecuente que se recurra a expresiones
perifrásticas que, en realidad, denotan un escaso conocimiento de la jerga, no
ya de las ciencias sociales, sino del mero periodismo o incluso del hablar
común. Así, en lugar de hablar del mercado de trabajo se utiliza la expresión,
mucho más amplia y confusa, de “plano económico”.
Cuanto he referido aquí no es exclusivo –desgraciadamente-
de la facultad en la que trabajo. He tenido ocasión de corregir escritos de
estudiantes del máster de Formación del Profesorado de Secundaria, los cuales proceden
de las titulaciones más diversas, y el problema es idéntico. Aunque en menor
medida, estos mismos defectos los observo en algunos de los manuscritos
enviados a revistas científicas que he aceptado evaluar.
Llegados aquí, cabe preguntarse qué
hacer ante este panorama. La respuesta a esta cuestión alargaría enormemente
esta entrada y, muy posiblemente, requeriría una elaboración colectiva. He
apuntado que el profesorado debería devolver, con las correspondientes
observaciones, los textos de los estudiantes. Pero quizás lo más importante -y
de esto no he hablado- es que, desgraciadamente, resulta posible aprobar un
grado universitario sin apenas haber leído nada (y se nota mucho qué estudiante
lee), y está claro que sin el ejercicio cotidiano de la lectura resulta poco
menos que imposible escribir bien. Y es una pena, porque la biblioteca de la
Facultad de Sociología de la UCM es la joya de la corona de este centro.
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