miércoles, 17 de mayo de 2017

La cara oculta de la evaluación

La cara oculta de la evaluación.
¿Cómo escriben nuestros estudiantes universitarios?

Cada cuatrimestre –más o menos desde mediados hasta el final de cada curso- evalúo textos que escriben los estudiantes matriculados en las materias que imparto. Doy –o he dado- clases a alumnos que ya tienen una cierta trayectoria en la Facultad de Sociología: desde quienes están en el segundo cuatrimestre del segundo curso hasta el máster. Es decir, se trata de estudiantes que, según me aseguran, han entregado trabajos escritos en casi todos los cursos en los que se han matriculado y que, generalmente, han pasado con éxito. Tales trabajos son, obviamente, entregados a sus profesores, pero lo habitual es que no les sean devueltos, de modo que los estudiantes desconocen, más allá de la nota, qué han hecho bien, dónde han fallado, qué pueden mejorar. Creo que solo así cabe entender que los alumnos pasen de un curso a otro arrastrando serios defectos en sus escritos. Me refiero a la mejorable redacción, a la ausencia de estructuración del escrito, al uso incorrecto de la ortografía o -entre otros elementos- al defectuoso y escaso léxico. Todo ello hace que numerosas frases y/o párrafos, e incluso la totalidad del trabajo, resulten por completo ininteligibles.

Soy plenamente consciente de que la docencia universitaria no se valora y, en consecuencia, no hay incentivo alguno para meterse en el berenjenal de hacer observaciones a los escritos de los estudiantes. Como ya he indicado en este mismo blog, los quinquenios de docencia se conceden por el mero paso de los lustros. Sin embargo, en tanto que profesores (en este caso, de universidad), nos incumbe formar a personas (ciudadanos y futuros profesionales) capaces de expresarse correctamente por escrito (también oralmente, pero esta es otra cuestión que espero abordar en otra entrada). En realidad, todos los profesores, con independencia de la materia que impartamos e incluso del nivel educativo en el que trabajemos, lo somos de lengua española -o castellana o la de la comunidad autónoma que cuente con otra lengua oficial- y, en consecuencia, a todos nos compete compartir con la Academia de la Lengua la labor de dar esplendor a nuestro idioma común.

Año tras año, me pregunto cómo es posible que los estudiantes lleguen a la universidad, y que continúen en ella, con unos niveles de expresión tan lamentables como los que describiré más abajo. Esto podría mejorar –incluso podría evitarse- si todos los profesores nos implicásemos más en este tema. Se trata de una cuestión extremadamente grave, ya que, al fin y al cabo, la inmensa mayoría de nuestros profesionales, buena parte de la clase política y la totalidad de los docentes salen de las universidades.  

Pese a que la labor de corrección y evaluación de textos es habitualmente tediosa (y aquí incluiría nuestro invisible y creciente trabajo como evaluadores –no retribuidos- de manuscritos enviados a las revistas científicas de nuestros respectivos ámbitos), desde hace ya unos cuantos años, es una tarea que se ve facilitada gracias al uso de procesadores de texto y a la inmediatez en la comunicación que propician los campus virtuales o el correo electrónico.

Antes de entrar en el tema de la corrección y evaluación propiamente dichas, quisiera prestar atención a la facilidad con que un preocupante alto porcentaje de estudiantes (y también algún rector) recurre al plagio y lo poco o nada que se hace para combatir tal lacra (de nuevo pienso en ese exrector). Recientemente, los medios de comunicación (el vídeo de La Sexta no tiene desperdicio) describían el recurso a tal estrategia por parte de una senadora para preparar sus preguntas en la Cámara Alta. La sociedad civil se rasga las vestiduras ante tal comportamiento y lo achaca a la intrínseca corrupción de los políticos. No obstante, esto es algo más habitual de lo deseable también fuera de la política. Raro es el curso en que no tropiezo con un mínimo de tres plagios –y hablo de grupos de menos de treinta estudiantes-. Aún desconozco –y quizás sea ignorancia mía- qué sanción propone la universidad para estos casos: apertura de un expediente, suspenso en la asignatura, escarnio en las redes… Por otro lado, y al menos en estos niveles, es muy fácil detectar un plagio o algo que claramente no ha escrito el estudiante en cuestión. Basta con leer una frase con un léxico sorprendentemente rico o el uso de alguna expresión propia de ciertas jergas  para sospechar sobre quién sea el autor. La comprobación es tan sencilla como escribir –con o sin comillas- el texto sospechoso en Google.

Nada más lejos de mi intención, en cuanto sigue, que ridiculizar a los estudiantes, aunque aquí me refiera a sus trabajos. En todo caso, se trataría de ridiculizar a un sistema –o puede que, más bien, a un profesorado- incapaz de cumplir con la elemental tarea de enseñar a sus estudiantes a expresarse, a estructurar ideas, a ordenar la información, a desarrollar un criterio propio.

         Hace unos días la prensa se hacía eco del escaso respeto por la ortografía del que había hecho gala el presidente de la comisión gestora del PSOE, Javier Fernández, en una misiva dirigida a Pablo Iglesias. El uso inadecuado de los signos de puntuación es también moneda habitual en la práctica totalidad de los escritos estudiantiles.

         Gracias a páginas web como la de Fundación del Español Urgente (www.fundeu.es), resulta sencillo encontrar explicaciones a fallos muy frecuentes, incluso entre personas cultas. Una de ellas, reiterada hasta la saciedad, es el uso de la estructura “sustantivo + a + infinitivo” (“cuestiones a plantear”, “noticia a destacar”). Lo mismo cabe decir de la menos tolerable expresión “acorde a” (“acorde a estos factores…”)

         A veces, algún estudiante pretende abarcar mucho más de lo que razonablemente sería posible, llegando a plantearse preguntas cuyas respuestas ocuparían varias tesis doctorales, y que además no guardan relación con el tema elegido. Así, hay quién pretende en un escrito responder a las dos siguientes cuestiones: “¿Qué es la movilidad social?  y ¿La educación?” (sic).

No es infrecuente el paso del plural al singular, de modo que se rompe la concordancia de la frase. Por ejemplo, en una misma oración se dice que “las mujeres” han llegado “a superar al hombre de actividad, empleo y paro” (sic).
        
Las palabras tienen uno o varios significados, pero no necesariamente el que el hablante cree que tienen. En un fragmento de Alicia en el país de las maravillas se explica el modo en que los poderosos –y los estudiantes no lo son - manipulan el lenguaje.

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.

En uno de sus trabajos, un estudiante, refiriéndose al hecho de que las mujeres son más longevas que los hombres, indica que esto se traduce en un “predominio” de aquellas sobre estos, como si se hubieran convertido en las dirigentes de la sociedad –o, por lo menos, del grupo poblacional de la tercera edad-. O, hablando sobre el desmesurado crecimiento del desempleo tras el hundimiento de la construcción, otro alumno cita como causa del tal desbocado incremento el paro entre los constructores (es decir, los empresarios), pese a que se quiere hablar del conjunto de los trabajadores –especialmente los menos cualificados- de este sector. O, hablando sobre teóricos de las ciencias sociales, hay quien escribe que los autores tienen –no se dice mantienen, plantean, defienden- posturas –como si de la práctica del Pilates se tratara-.

En el libro La ambición del César, Amando de Miguel y José Luis Gutiérrez describían la tendencia de Felipe González a utilizar palabras largas, en el entendido de que hay quien parece creer que estas suenan mejor que las cortas aunque, en más ocasiones de las que se cree, un sufijo cambia el significado del lexema. Este es el caso, de un estudiante que se refiere a la “intencionalidad de trabajar”. Tal y como puede verse en la web de Fundeu -a la que no me cansaré de agradecer su labor-, intencionalidad no es lo mismo que intención. La distorsión de los significados afecta también a expresiones propias de las ciencias sociales. Así, la movilidad social puede ser definida como el “cambio de ámbito”, sea este profesional o de estatus.

        A veces hay que hacer un ejercicio de adivinación para saber el significado de una expresión. En un trabajo se puede leer que la educación “contribuye en mayor parte a la movilidad social”. Previamente no se ha hablado de ningún otro elemento que en parte –menor, se entendería- pudiese explicar la movilidad social. Es de suponer que con la expresión “en mayor parte” se pretende aludir al factor que explicaría en mayor medida la movilidad.

Es frecuente que se recurra a expresiones perifrásticas que, en realidad, denotan un escaso conocimiento de la jerga, no ya de las ciencias sociales, sino del mero periodismo o incluso del hablar común. Así, en lugar de hablar del mercado de trabajo se utiliza la expresión, mucho más amplia y confusa, de “plano económico”.

Cuanto he referido aquí no es exclusivo –desgraciadamente- de la facultad en la que trabajo. He tenido ocasión de corregir escritos de estudiantes del máster de Formación del Profesorado de Secundaria, los cuales proceden de las titulaciones más diversas, y el problema es idéntico. Aunque en menor medida, estos mismos defectos los observo en algunos de los manuscritos enviados a revistas científicas que he aceptado evaluar.


         Llegados aquí, cabe preguntarse qué hacer ante este panorama. La respuesta a esta cuestión alargaría enormemente esta entrada y, muy posiblemente, requeriría una elaboración colectiva. He apuntado que el profesorado debería devolver, con las correspondientes observaciones, los textos de los estudiantes. Pero quizás lo más importante -y de esto no he hablado- es que, desgraciadamente, resulta posible aprobar un grado universitario sin apenas haber leído nada (y se nota mucho qué estudiante lee), y está claro que sin el ejercicio cotidiano de la lectura resulta poco menos que imposible escribir bien. Y es una pena, porque la biblioteca de la Facultad de Sociología de la UCM es la joya de la corona de este centro. 

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