¿Merece la pena estudiar Sociología
en la
Facultad de Ciencias Políticas y
Sociología de la Complutense?
Cuanto diré a continuación se refiere a los
estudios de Sociología en la Complutense. Intuyo, pero no estoy del todo
seguro, que lo que planteo se puede aplicar, en buena medida, a casi todas las
titulaciones de Ciencias Sociales y de Humanidades.
Recientemente, he leído un libro de François Dubet,
cuyo título en castellano sería ¿Para qué
sirve de verdad un sociólogo?, que me ha llevado a escribir esta reflexión.
La obra es de muy recomendable lectura. Quien lo lea, muy posiblemente tendrá
ganas de estudiar Sociología (como ocurriría con cualquier otro libro escrito
por un apasionado de la ciencia en la que trabaja). Sin embargo, una cosa es la
ciencia de la sociología y otra estudiarla como alumno en algunas de las facultades
de Sociología existentes en España.
Cuando yo decidí estudiar Sociología lo hice
porque vi, entre otras cosas, que era una carrera comprometida con la realidad
social y de corte enciclopédico (se estudiaban, entre otras, materias de
Derecho, Historia Contemporánea, Filosofía, Psicología, Ciencia Política,
Economía), aunque con escaso peso de las matemáticas. Y como cuando yo era
estudiante no debía haber aún muchos manuales, era habitual leer
–posteriormente comprobé que esto de la lectura no era santo de devoción de la
mayor parte de los estudiantes- directamente a los autores, desde clásicos como
Rousseau a libros señeros del momento como La
estructura de las revoluciones científicas.
Hoy en día, y desde
hace ya varias décadas, la mayor parte de los estudiantes que se matriculan en
Sociología lo hacen porque su nota de acceso a la universidad es baja –basta
con un 6,5 para acceder a Sociología-, de modo que se matriculan donde
pueden. A esto hay que añadir que, muy probablemente, una parte importante de
ellos en realidad desearía cursar otras carreras.
Hace un par de años me encargué de la charla de
recepción de los estudiantes de primero del turno de mañana. En ella dije a los
nuevos alumnos que en ese momento se iniciaba un periodo nuevo, donde nadie
sabe cuál había sido su rendimiento previo. Sin embargo, mi colega del turno de
tarde se preguntaba qué hacía tanta gente matriculándose en Sociología, si casi
todos iban a terminar siendo vendedores de lavadoras –creo que esto se lleva
diciendo ya décadas en muy diferentes facultades: ¡qué falta de imaginación!-.
Esto, sin duda, contribuye a explicar el elevado índice de abandono: la
profecía que se cumple a sí misma.
A partir de aquí, es
fácil colegir que la mayor parte de nuestros estudiantes no siente –al menos en
principio- gran entusiasmo ni por la Sociología ni por las Ciencias Sociales en
general (y si han escuchado a mi colega del turno de tarde, menos aún). Si
queremos que estos alumnos aprendan, creo que no quedaría más remedio que
recurrir a dos estrategias. La primera sería algo tan simple como hacer una
entrevista personal a los candidatos a estudiantes –cosa que ya se hace con los solicitantes mayores de cuarenta años- en la que poder calibrar si se está en
condiciones de afrontar los estudios. Si un candidato no sabe decir nada sobre,
por ejemplo, la crisis de los chalecos amarillos o sobre Bolsonaro, mejor que
se dedique a otra cosa.
La segunda –que es la que más me gusta- es hacer
que, desde el primer día, nuestros estudiantes se habitúen a leer la prensa
generalista, libros y artículos, a debatir en público, a escribir, etc. En
definitiva, en tanto que profesores, deberíamos transmitir y contagiar el
entusiasmo por nuestra disciplina –tal y como hace Dubet en el libro más arriba
citado-.
Por desgracia, la triste realidad es que muchos de
nuestros alumnos transitan de curso en curso sin haber aprendido a redactar con
coherencia, a desarrollar un argumento, a exponerlo y debatirlo en público, a
trabajar en equipo, a plantearse una investigación. La prueba del algodón la
ofrecen esos estudiantes chinos que pasan de curso sin saber hablar español.
En estas condiciones, la vida en nuestras aulas
–mucho me temo- es más bien mortecina. Mi experiencia es que -cuando hay que
debatir o comentar algo- solo hablan uno, dos o
tres estudiantes. Casi siempre se trata de alumnos de edad avanzada –jubilados
o próximos a la jubilación- o de jóvenes graduados en otra disciplina –y, por
tanto, algo mayores que el resto de sus compañeros-. Esto hace que me pregunte
si la Sociología no tiene nada qué ver con las inquietudes de gente de entre
dieciocho y veintidós años.
La cosa se agrava si a esto se añade que en una
facultad como la mía se imparten varios dobles grados –por ejemplo, el de
Sociología y Relaciones Internacionales- en los que se exige una alta nota de
acceso. Estas titulaciones se convierten de hecho en una suerte de itinerario
que absorbe los mejores expedientes de bachillerato.
El resultado final es que a nuestros egresados en
Sociología no les va muy bien en el mercado de trabajo.
¿Merece la pena matricularse en Sociología? Diría
rotundamente que sí para aquellos estudiantes que quieran disfrutar de la
aventura del pensamiento, que sean capaces de conectar sus conocimientos con la
realidad social y, en el contexto de mi facultad, que cuenten con una excelente
fuerza de voluntad. Como ya he indicado, son pocos los alumnos intelectualmente
activos en clase, pero son los suficientes como para crear redes de complicidad
emocional e intelectual.
Por otro lado, la mayor parte de los sociólogos de
renombre están en mi facultad. Mi experiencia me dicta que, en líneas
generales, son gentes abiertas con las que es fácil acordar una tutoría al
margen de que se sea o no alumno suyo. Es decir, aunque un estudiante tenga la
mala suerte de dar con pésimos profesores –cosa que, lamentablemente, va a
ocurrir- siempre tendrá la posibilidad de acudir a otros docentes –e incluso de cambiar
de grupo cuando una misma asignatura es impartida por varios profesores-.
No se me escapa la enorme cantidad de estudiantes
que, en realidad, tan solo desean un título universitario con escaso esfuerzo
–en plan Pablo Casado-. Cuento una anécdota. Hace unos años impartí la asignatura
de Estructura Social Contemporánea en
el grupo de tarde del grado de Antropología. Un día, tres jóvenes, que se
presentaron como estudiantes de esta misma materia en el turno de mañana, me
pidieron permiso para entrar en mi clase, cosa que acepté encantado. Finalizada
la clase tuve la ocasión de hablar brevemente con ellos camino de la parada del
autobús. Me dijeron que la clase les había gustado (¡qué otra cosa podrían
decir!). Les pregunté por qué no se cambiaban al turno de tarde. A ello me
respondieron que el profesor de la mañana era caótico, pero aprobaba a todo el
mundo (lo que no es mi caso).
Finalmente, hay que añadir que mi facultad es
conocida no solo por el sectarismo de algunos actuales políticos de Unidas Podemos,
sino también por sus ruidosas fiestas que algunos individuos organizan los
jueves por la tarde. No sé cómo se puede consentir tal cosa. Es como si
Alcohólicos Anónimos tuviera en su hall de entrada un dispensador de whisky.
Ante la tesitura de elegir entre una sesión lectiva o una fiesta, ¿qué va a
preferir un joven de veinte años?
Por fortuna, y como ya he escrito en otro lugar,
el cerebro de la gente es especialmente plástico hasta los veinticinco años.
Esto significa que uno puede obtener un título degradado, como el de Sociología,
y después –si su economía se lo permite- cursar un máster riguroso. En fin,
nuestro sistema educativo está plagado de trampas que, por regla general,
benefician a los mismos de siempre.