Se equivocó la cigüeña, se equivocaba.
La mala suerte de nacer en la familia equivocada.
En
su último número, la Revista de la Asociación de Sociología de la Educación
publica un interesantísimo artículo
del doctor Javier Rujas sobre el modo en que el profesorado enjuicia a las
familias. Se trata de un trabajo de corte etnográfico (con observación
participante, entrevistas en profundidad, etc.) acometido en un instituto de Secundaria
del sur de la ciudad de Madrid
En
las declaraciones del profesorado, se puede ver con claridad meridiana la idea
de que, salvo casos excepcionales, un alumno solo puede triunfar en la
escuela si tiene detrás de sí a una
familia estable, con un cierto nivel de recursos materiales y que se preocupe
por controlar la realización de los deberes escolares. De entre las muchas que
se podrían seleccionar, entresaco un par de citas:
Yo creo que
hay que mirar primero el fracaso parental antes de mirar al fracaso escolar.
…los
niños apoyados por sus padres tendrían mejor rendimiento escolar, no se
desviarían.
Se
trata de un discurso que prueba un desconocimiento peligrosísimo de la
estructura social del entorno del centro, de la ciudad de Madrid e incluso de
España. Implica ignorar que, especialmente a la altura de la Secundaria, hay
(muchas) familias que no saben cómo ayudar a sus hijos en las tareas escolares,
que de la escuela no han recibido más que un chorreo de mensajes negativos
(sobre sus hijos y sobre ellos mismos por no saber educarlos) y que están
tremendamente alejadas de la distorsionadora cultura de clase media y alta de
la escuela. Algunos de los profesores que a su vez son padres o madres se ponen
a sí mismos como ejemplos de lo que cabría entender como una paternidad –y
maternidad- adecuadas sin pararse a considerar sus privilegiadas condiciones de
existencia.
Lo
que la escuela pretende enseñar parece no interesar a nadie, seguramente ni
siquiera a los propios profesores (más abajo reproduzco un escrito al respecto que
no tiene desperdicio). Por eso, para tener éxito no hay más remedio que contar
con una familia que cumpla con la misión policial de atornillar a sus hijos en
una silla muchas horas a la semana para acometer un trabajo en su inmensa
mayoría alienante. Esto es del todo incompatible con el aprender a aprender,
con la idea de que no se termina de aprender cuando se obtiene un título
escolar, sino que el aprendizaje en la sociedad del conocimiento lo es para
toda la vida. A partir de aquí, nada hay de extraño en la obsesión de nuestro
sistema educativo por la cultura del esfuerzo (la escuela formaría parte del cristiano
valle de lágrimas), como si el hecho de aprender no pudiera ser divertido.
Cuanto en este trabajo de Rujas se
dice, coincide, casi milimétricamente, con lo detectado en la investigación que
hicimos sobre jóvenes que cursan la ESO de adultos tras haber abandonado el
instituto en sus años de adolescencia (y de la que he dado cuenta en este mismo
blog).
El mensaje obtenido en las entrevistas realizadas es que podrían haber
continuado en la escuela si sus padres –cuando se daba el caso de que ambos
progenitores convivieran en el mismo hogar- hubiesen estado más encima de
ellos. En cuanto daban algún problema –cosa fácilmente comprensible si se está
tediosamente desconectado de la escuela-, eran situados en las últimas filas
del aula, en una suerte de ostracismo que terminaba por convertirse en el
primer peldaño del abandono escolar temprano. Tal y como indicó Andreas
Schleicher, el director de los informes PISA, en un panel compartido con el entonces ministro de Educación,
José Ignacio Wert, en España “la
clase socioeconómica decide más que la capacidad del alumno”. A esto añadía el dato clave, y que puede explicar muchos de nuestros
problemas, de que a nuestros profesores no se les da libertad para enseñar.
Da la sensación de que si un chaval
ha nacido en una familia inadecuada está poco menos que predestinado al
fracaso. Por poner un ejemplo del ámbito de la salud pública, nadie admitiría
la existencia de un hospital que solo
pudiera atender a “pacientes sanos” (aunque a veces esto pueda suceder en la
sanidad privada). Sin embargo, esta parece ser la lógica de la escuela: solo
puede tener éxito el alumnado modélico –en el cual se incluiría algún que otro
estudiante procedente de las clases populares- y poco o nada hay que hacer con
aquel cuya familia se sale de la norma. Esto no es meritocracia. En todo caso,
y en una vuelta de tuerca que nos retrotraería a la sociedad estamental, sería parentocracia.
Adenda. Escrito que
muestra el escaso interés que puede despertar el currículo escolar.
Fomentar la lectura
FERNANDO LóPEZ (Profesor de Secundaria y Bachillerato) - Madrid
FERNANDO LóPEZ (Profesor de Secundaria y Bachillerato) - Madrid
|
EL PAÍS - Opinión - 25-11-2010
Como profesor de Lengua y Literatura Española de
Secundaria y Bachillerato, considero que uno de mis fines primordiales ha de
ser el fomento de la lectura. Sin embargo, las comisiones que elaboran los
exámenes de acceso a la Universidad parecen tener un objetivo muy distinto: exterminar,
de una vez por todas, el interés de los posibles lectores. Han decidido acabar
con los pequeños grupos de "lectores rebeldes" que puedan estar
cursando la asignatura de Literatura Universal. Para ello, nos han distribuido
a sus profesores un listado de lecturas obligatorias de claro carácter
disuasorio:
1. De todas las novelas cortas del Decamerón, se nos
obliga a trabajar con tres relatos en los que no hay ni un ápice del humor, del
vitalismo ni, mucho menos, del erotismo que caracterizan la mayor parte del
texto de Boccaccio. Gracias a estos tres títulos tristes y moralistas se
logrará, sin duda, que los alumnos no deseen acercarse a esta obra nunca más.
2. En cuanto a Shakespeare, se escoge Romeo y Julieta,
el único texto que nuestros chicos ya conocen, que han visto en mil versiones y
que no les supondrá reto intelectual alguno.
3. Por supuesto, en la poesía romántica no se apuesta
por Byron -más cercano a la sensibilidad adolescente tanto en su estética como
en sus temas-, sino por Keats y Coleridge, que se hallan -básicamente- en las
antípodas de nuestro alumnado (elegir la Oda a un ánfora griega de Keats supone
no tener ni la más remota idea de cómo es un instituto actual).
4. No se deja ni un resquicio para lecturas que se
salgan de lo canónico: ni novela negra -Hammett, Chandler-, ni ciencia ficción
-Huxley, Orwell, K. Dick, Bradbury-, ni títulos del último tercio del siglo XX.
En definitiva, nada que suscite la curiosidad de los alumnos.
5. Por último, tampoco existen las autoras: no hay una
sola escritora en su listado.
Gracias a planteamientos como estos, cada curso
tenemos más alumnos capaces de superar mecánicamente unos exámenes risibles,
pero incapaces de expresarse de forma adulta y crítica. Alumnos a los que, en
un ejercicio de cinismo, les recriminaremos -cómo no- su desinterés por la
lectura.